Llegando los monos. El Planeta de los Simios: La Guerra, nueva entrega de la saga

En su tercera entrega, la saga de El planeta de los simios continúa su escalada épica, esta vez con alegorías más marcadas, un poco más de gravedad y el mismo sentido de la aventura.

Los Inrockuptibles
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5 min readAug 4, 2017

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Por Mariano Kairuz

Reflejémonos en el otro. Un chiste fácil y bobo pero de eso se trata –de eso se trató siempre, desde la película original de 1968 con Charlton Heston, pero ahora con más intensidad y gravedad que nunca– la serie de El planeta de los simios. De ponernos en el lugar de aquellos a los que oprimimos como especie dominante, y de jugar el juego de rol de sometidos y sometedores invirtiendo los papeles por un rato, y entonces empatizar, tomar conciencia, etcétera.

Aquella primera película de fines de los años 60 arrancaba con Heston, tan confiado en sí mismo, diciendo algo así como: “Abandono el siglo XX sin ningún pesar”. Y terminaba con él mismo frente a los restos de la Estatua de la Libertad, símbolo definitivo de la civilización, maldiciendo a la humanidad, tan canchera ella que había acabado previsiblemente por autodestruirse. Era el año del Mayo francés y faltaba uno para la llegada a la Luna: había algo de esperanza para el bípedo pensante, si no se volaba en pedazos antes. Basada en el libro de Pierre Boulle (agente secreto francés durante la ocupación alemana; autor de más de veinte novelas, entre ellas aquella en la que se basa El puente sobre el río Kwai), con guión coescrito por Rod “La dimensión desconocida” Serling y dirección de Franklin J. Schaffner, la película se convirtió en uno de esos clásicos inoxidables de la ciencia ficción, uno que no pierde vigencia porque –sepan disculpar la arrogancia– el poder de sus ideas era más fuerte que el ridículo de sus máscaras de goma y sus pelucones. Las ideas tenían que ver con la constatación de que la civilización es la barbarie y que los que sea que ocupen el lugar supremo en la cadena evolutiva habrán inevitablemente de someter a otros: que esa es nuestra naturaleza. Y eso que los primates, para cuando el comandante Taylor interpretado por Heston llega hasta ellos, ni siquiera parecen haber alcanzado la etapa superior del capitalismo.

Las secuelas de aquella película fueron y vinieron en calidad, propusieron una historia de origen interesante, terminaron de armar un universo. La remake de Tim Burton tenía lo suyo pero el relato quedó aplastado por una puesta en escena más preocupada por la dirección de arte. Planteada como reseteo y precuela, El planeta de los simios (R)evolución (2011) le encontró una vuelta casi imbatible a la historia; invirtió el relato y se propuso contarlo desde el principio, de manera más o menos lineal y cronológica, mediante elipsis que expresan los saltos evolutivos con un efecto convincente y asombroso. Una vez más, era la fábula del hombre metiendo la pata, jodiendo irresponsablemente con la naturaleza: un virus de laboratorio destinado a curar el Alzheimer se le escapa de sus torpes manos con pulgares oponibles y, a la vez que empieza diezmar a la humanidad, vuelve a los chimpancés y sus compañeros más inteligentes. La película tenía sus esperables sermones (se decía alguna cosa grandilocuente del tipo de “tal vez algunas cosas del orden de la naturaleza no están hechas para ser cambiadas por el hombre”), pero la obviedad quedaba compensada por una imaginación visual y un ritmo narrativo brutales, en particular en una tremenda secuencia sobre el Golden Gate. Tres años después se estrenaba El planeta de los simios: confrontación, dirigida por Matt Reeves (Cloverfield; la próxima The Batman), una perfecta continuación para aquella sorpresiva reformulación de la historia, que encontraba una década más tarde a los monos ya en dominio de la palabra, organizados en comunidades para enfrentarse a la parte más belicosa de la humanidad. Una de las propuestas más interesantes de aquel guión era que había facciones a un lado y al otro: hombres decididos a arrasar con la simiesca entera para defender su lugar dominante en la Tierra y Monos-halcones con igual determinación, pero por otro lado una reserva considerable de hombres y de simios que aún creen en la convivencia. Las ambiciones discursivas de esta segunda parte ya eran mayores que las de su antecesora: ya no era apenas una fantasía inteligente, un “qué pasaría sí”, sino una reflexión abierta sobre la naturaleza destructiva del hombre, sobre el poder y –de nuevo– sobre el Otro, esa molestia.

Es arriesgada la idea de que, a esta altura de la historia, el ser humano ya no reconoce casi fracciones internas, sino que sencillamente se ha convertido en una amenaza, en el mal mismo, la encarnación pura del egoísmo, la incapacidad de entender a los demás, que ha descendido ya al corazón de las tinieblas.

La nueva película brinca otros cinco años y pronuncia el camino tomado por las dos entradas previas, pero –un poco se veía venir– se pasa de rosca en la gravedad de sus postulaciones. Es arriesgada la idea de que, a esta atura de la historia, el ser humano ya no reconoce casi fracciones internas, sino que sencillamente se ha convertido en una amenaza, en el mal mismo, la encarnación pura del egoísmo, la incapacidad de entender a los demás, que ha descendido ya al corazón de las tinieblas (la cita a Apocalypse Now es explícita). Muerto el simio iracundo Koba en el capítulo anterior, ahora César es perseguido por su fantasma –encarnado en una furia vengativa– y los únicos monos malos son los colaboracionistas, aquellos que se han asociado por convicción o conveniencia a los humanos, que funcionan como una de las tantas figuras alegóricas a las que recurren Reeves y su coguionista Mark Bomback para recordarnos, sin ninguna sutileza, que estamos asistiendo a la escalada épica de la saga. De una impresionante escena de batalla inicial en la jungla pasamos a una larga secuencia de western, y luego al núcleo del asunto: una historia de campo de concentración como las de la Segunda Guerra. El problema es que el subrayado permanente –en la música de Michael Giacchino, en la mirada compasiva y humanitaria del orangután Maurice, en la figura totalitaria de El Coronel interpretado por Woody Harrelson y la arenga fascistoide que dirige a su ejército–, su desmedida intensidad, termina por agotar y anestesiar. Ya habíamos entendido “el mensaje” antes. El mismo Reeves comparó el viaje épico de César con la construcción de un mito bíblico, y el propio Andy Serkis –el gran especialista en actuación a través de captura digital de movimiento– recarga a su César de una tremenda seriedad y ya está construyendo su campaña para que su trabajo se considere candidateable al Oscar.

Pero la verdad es que, aunque todos sus responsables conspiran para convertirla en el gran drama humano de su época, en el caballo de Troya pensante en medio de los descerebrados tanques vacacionales, esta no deja de ser una película de monos. Lo cual –recordemos el original de Heston y alguna de sus secuelas–, así como las dos películas de 2011 y 2014, no estaba nada mal ni era poca cosa, y conseguía divertirnos y activar la imaginación más salvaje mientras nos hacía sentir inteligentes y decirnos –ahí va otra vez–: pensémonos un rato.

El Planeta de los Simios: La Guerra
(War for the Planet of the Apes)
De Matt Reeves
Con Andy Serkis, Woody Harrelson y Steve Zahn

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