El primer libro de Lena Dunham

Los Inrockuptibles
Los Inrockuptibles
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6 min readJan 24, 2015

Compartir cama platónicamente
Una gran idea (para gente que se odia a sí misma)

Durante mucho tiempo, no estuve segura de que me gustara el sexo. Me gustaba todo lo que llevaba hasta él: el tonteo, las interacciones tentativas e intencionadas, las conversaciones forzadas en los fríos caminos de vuelta a casa, mirarme en el espejo del baño tamaño armario de otra persona. Me gustaba el vistazo que podía echarle al subconsciente de mi compañero, lo que puede que fuera el único momento en el que de verdad creía que existía alguien además de mí misma. Me gustaba la parte en la que sentía que alguien podía llegar a desearme, que tal vez incluso lo hacía. Pero el sexo en sí era un misterio. Nada encajaba bien. A menudo, el coito me parecía como meter a presión una esponja vegetal en un tarro de conservas. Y luego nunca podía dormirme. Si cada uno se iba por su lado, mi cabeza no paraba y nunca estaba lo bastante limpia. Si dormíamos en la misma cama, encogía las piernas y miraba la pared fijamente. ¿Cómo iba a poder dormir cuando la persona que estaba a mi lado conocía de primera mano mis membranas mucosas?

En el penúltimo año de carrera, encontré una solución a este problema: compartir la cama platónicamente, el acto de recibir en tu cama para una noche a una persona que te atrae está lleno de todo menos sexo. Te reirás. Habrá arrumacos. Evitarás completamente las humillaciones y los ruidos no deseados que acompañan al sexo amateur.

Aprendí a masturbarme el verano después de tercero. Leí sobre el tema en un libro sobre la pubertad que lo describía como “tocarte tus partes íntimas hasta que sientas una agradable sensación, como un estornudo”. La idea de un estornudo vaginal me parecía vergonzosa y asquerosa como poco, pero era un verano muy aburrido, así que decidí explorar mis opciones.

Compartir la cama platónicamente me brindó la oportunidad de presumir de mis pijamas como un ama de casa de los cincuenta y experimentar un escalofrío de pasión, evitando la invasión de mis entrañas. Era eficaz, como lo que hacen los pioneros para conservar el calor en los pasos de montaña helados. La única cuestión estaba en hacer o no hacer cucharita. Al día siguiente sentía el calor de haber sido deseada, quitando los horribles flashes de penes, huevos y fluidos que se reproducen una y otra vez en tu cabeza el día después de un encuentro sexual real.

Por supuesto, cuando lo hacía no era consciente de mis propios motivos y consideraba que el compartir cama platónicamente era lo mío: ni lo bastante feo como para ser repulsivo, ni lo bastante bonito como para sellar el trato. Mi cama era una parada para solitarios y yo era la hotelera solterona.

*

Compartí cama con mi hermana, Grace, hasta los diecisiete. Le daba miedo dormir sola y todos los días a eso de las cinco de la tarde empezaba a preguntarme si podía dormir conmigo. Solía hacer un poco de drama diciendo que no, y me deleitaba al verla suplicar y enfurruñarse, pero al final siempre cedía. Su pequeño cuerpo pegajoso y musculoso se cosía a mi espalda cada noche mientras yo leía a Anne Sexton, veía reposiciones de Saturday Night Live, y a veces hasta cuando deslizaba mi mano bajo la ropa interior para solucionar algunos temas. Grace tenía las propiedades somníferas y reconfortantes de una bolsa de agua caliente o un gato.

Siempre fingí odiarlo. Me quejaba a mis padres:

–¡El resto de los adolescentes no tienen que compartir cama a menos que sean MUY POBRES! ¡Que alguien haga que duerma sola! ¡Me está arruinando la vida!

Al fin y al cabo tenía su propia cama en la que había elegido no dormir.

–Sé buena con ella –me decían, muy conscientes de que yo también sacaba algo de todo aquello.

La verdad es que no tenía derecho a quejarme, tras haber tenido “problemas de sueño” tan graves en la infancia que mi padre dice que no supo lo que era dormir una noche entera entre 1986 y 1998. Para mí, dormir era equivalente a morir. ¿Qué diferencia había entre cerrar los ojos y perder la conciencia, y la muerte? ¿Qué separaba la pérdida de conciencia temporal de la obliteración permanente? No podía enfrentarme a esa perspectiva yo sola, así que cada noche tenían que arrastrarme a mi habitación pataleando y chillando, y allí pedía una serie de rituales para arroparme, tan elaborados que me sorprende que mis padres nunca me pegaran (fuerte).

Durante mucho tiempo, no estuve segura de que me gustara el sexo. Me gustaba todo lo que llevaba hasta él: el tonteo, las interacciones tentativas e intencionadas, las conversaciones forzadas en los fríos caminos de vuelta a casa, mirarme en el espejo del baño tamaño armario de otra persona.

Luego, sobre la una de la madrugada, cuando mis padres se habían dormido por fin, me colaba en su habitación, echaba a mi padre de la cama, me ponía en el sitio que había dejado calentito y me dormía al lado de mi madre, mientras la breve culpa por echarlo se veía ampliamente superada por la alegría de no estar ya sola. Hasta hace poco no pensé que seguramente esa fuera mi forma de asegurarme de que mis padres no volvieran a tener sexo nunca más.

Mi pobre padre, desesperado por que terminara la guerra fría que se había desatado por el tema del sueño en casa, me dijo que si me acostaba cada noche a las nueve y me quedaba tranquila en mi cuarto, me despertaría a las tres de la madrugada cada noche y me llevaría al suyo. Eso parecía razonable: no tendría la oportunidad de estar muerta y sola demasiadas horas, y él iba a dejar de gritarme tanto. Cumplió su palabra, y se levantaba obedientemente a las tres de la madrugada para moverme.

Entonces una noche, cuando tenía once años, no lo hizo. No me di cuenta hasta que me desperté a las siete con los sonidos de la mañana, Grace ya abajo disfrutando de waffles orgánicos congelados y de Cartoon Network. Miré a mi alrededor medio grogui, enfadada por el haz de luz que se colaba por mi ventana.

–HAS ROTO TU PROMESA –sollocé.

–Pero estabas bien –señaló.

No pude discutírselo. Tenía razón. Era un alivio no haber visto el mundo a las tres de la madrugada. Tan pronto como desaparecieron mis problemas, los de Grace ocuparon su lugar, como si los trastornos del sueño fueran un asunto familiar que pasara de generación en generación. Y, a pesar de persistir en mis quejas, seguía gustándome su presencia en mi cama. El leve ronquido, la forma en la que se dormía contando grietas del techo, descubriéndolas con un tímido sonido que podría transcribirse así: mip mip mip. La forma en la que la camisetita del pijama se enrollaba en su ombligo. Mi pequeña. La mantenía a salvo hasta la mañana.

*

Aprendí a masturbarme el verano después de tercero. Leí sobre el tema en un libro sobre la pubertad que lo describía como “tocarte tus partes íntimas hasta que sientas una agradable sensación, como un estornudo”. La idea de un estornudo vaginal me parecía vergonzosa y asquerosa como poco, pero era un verano muy aburrido, así que decidí explorar mis opciones.

Durante unos días llevé a cabo acercamientos clínicos, acostada en la alfombra del único baño de nuestra casa de verano que tenía pestillo. Me toqué usando distintas presiones, ritmos. La sensación era tan agradable como un masaje en los pies. Una tarde, recostada allí en la alfombra, miré hacia arriba y me encontré cara a cara con un bebé murciélago que colgaba boca abajo de la barra de la cortina. Nos observamos el uno al otro en atónito silencio.

Por fin un día, hacia el final del verano, el duro trabajo tuvo su recompensa y sentí el estornudo, que se pareció más a un ataque epiléptico. Me quedé un rato en la alfombra para recobrar el control, luego me levanté para lavarme las manos. Me miré para asegurarme de que la cara no se había quedado en ninguna mueca extraña y que seguía pareciendo la hija de mis padres, antes de bajar.

A veces de adulta, cuando tengo sexo, me vienen a la mente sin esperarlo imágenes del baño. El techo de paneles de pino nudoso, comidos como queso suizo. Los sofisticados jabones de mi madre en una cajita sobre la bañera con patas. La cubeta oxidada en la que guardamos el papel higiénico. Puedo oler la madera. Puedo escuchar el motor de los barcos en el lago, mi hermana en su triciclo, porche arriba y porche abajo. Tengo calor. Necesito picar algo. Pero, sobre todo, estoy sola.

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No soy ese tipo de chica

No soy ese tipo de chica
(Espasa) 296 páginas
Traducción de Noemí Cuevas y Vicky Charques

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