El rey pálido, de David Foster Wallace

Ambientada en los ochenta en una dependencia burocrática de los Estados Unidos, El rey pálido es la ambiciosa novela inconclusa en la que David Foster Wallace trabajaba al momento de su muerte.

Los Inrockuptibles
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5 min readMar 3, 2012

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Por Lucas Mertehikian

En La preparación de la novela, un libro de notas y fragmentos que reconstruyen el dictado de uno de sus últimos seminarios, Roland Barthes registró que el haiku, como enunciación e imagen del presente, podía ser la clave que permitiera a un escritor pasar de la vida a la novela. ¿Qué haiku habrá tenido en mente David Foster Wallace antes de llenar las primeras de las más de quinientas páginas de El rey pálido, la novela en la que trabajaba cuando decidió ahorcarse, en septiembre de 2008? ¿Uno que incluyera a un grupo de burócratas rasos amontonados en una camioneta camino a su primer día de trabajo? ¿El de un niño que quisiera besar cada una de las partes de su cuerpo? ¿El de alguien que no pudiese leer sin distraerse en contar la cantidad de palabras que tiene el texto que está delante suyo?

Imposible saberlo. También es difícil saber si alguien –si Wallace mismo– podría haber extraído, de entre esos papeles, una versión más completa de la que hoy podemos leer gracias al trabajo de su editor, Michael Pietsch. Sobre todo porque a pesar de los comienzos en falso y los personajes que entran y salen sin explicaciones, El rey pálido puede ser leído, más que como un libro inacabado, como un libro inacabable, una máquina siempre incompleta que admitiría remedos hasta el infinito, parche sobre parche.
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El rey pálido, se hace cargo, en el pasado, de una tradición literaria en torno al aburrimiento que podría ir, con distintos nombres y en un arco temporal arbitrario, del spleen de Charles Baudelaire al tedio posmoderno de Michel Houellebecq.
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Esto, es verdad, no debería sorprender en el último trabajo de un escritor que forjó su estilo en torno a lo fragmentario, las digresiones y los finales abiertos (o directamente obliterados, como el de “La niña del pelo raro”, uno de sus cuentos más famosos: “Y he aquí lo que hice yo”). Todo eso está en El rey pálido, atravesado por una ironía que mantiene el texto siempre al filo de la parodia y la autocomplacencia.

El argumento gira alrededor de la vida de una serie de funcionarios contables de Hacienda de los estratos más bajos; el tema es el aburrimiento. A través de cincuenta capítulos, Wallace recorre la vida de algunos de estos personajes antes y durante sus vidas como funcionarios de la Agencia Tributaria. Se trata de una galería asistemática de personajes aglutinados, a mediados de la década del ochenta, en un centro de declaraciones de renta del Medio Oeste norteamericano. A veces hablan en primera persona en largos monólogos plagados de detalles; otras veces, Wallace los junta para que dialoguen en espacios reducidos (ascensores, oficinas): situaciones controladas en crudo, salidas directamente de un laboratorio de escritura.

En 1996, Wallace se consagró como autor de culto con la publicación de La broma infinita, donde el tema en cuestión era el entretenimiento: en un Estados Unidos futurista, un film atraía a la gente hasta la muerte. Su reverso, El rey pálido, se hace cargo, en el pasado, de una tradición literaria en torno al aburrimiento que podría ir, con distintos nombres y en un arco temporal arbitrario, del spleen de Charles Baudelaire al tedio posmoderno de Michel Houellebecq. Como ellos, Wallace no apuesta al realismo. Pero el aburrimiento acá no es fuente de cinismo ni de revelación; mejor dicho, no es fuente de una revelación que esté necesariamente más allá de la frontera del aburrimiento, que se vuelve infranqueable.

El tono medio, hasta vacío, que Wallace logra por momentos para capturar esa sensación (y que se distancia de las estridencias de La broma infinita y de sus cuentos) se matiza con destellos de lucidez que llegan por el lado de los personajes o por el de las imágenes, como si los haikus originales sobrevivieran desperdigados aquí y allá.

Así, Claude Sylvanshine, el personaje que abre la novela, es un “médium de datos”: a la manera de un Funes inconstante, o como si tuviera un Aleph incompleto grabado en el cerebro, sensible a veces a estímulos sensoriales, a Claude se le disparan conocimientos irrelevantes y azarosos sobre el universo: “La velocidad en unidades astronómicas en que el Sistema ML435 se está alejando de la Vía Láctea. El peso métrico de toda la pelusa de todos los bolsillos de todos los presentes en el observatorio de Fort Davis en que las nubes tapan un eclipse”. Su capacidad sobrenatural es, en el mejor de los casos, inútil; en el peor, enemiga de la concentración permanente que exige su trabajo.

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El Rey Pálido
postula una ética del trabajo, un camino ascético por la vía del aburrimiento que parece no terminar nunca.
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En uno de los mejores capítulos del libro, otro personaje, hijo de un funcionario del Tesoro, se hace una pregunta acerca de su padre muerto que jamás podrá responder (y no podría hacerlo aun si estuviese vivo): “Antes me dedicaba a intentar imaginarme la cara que tendría mi padre cuando estaba solo –me refiero a la expresión de su cara y sus ojos–, cuando se quedaba a solas en la oficina donde trabajaba y no había nadie presente para quien diseñar una expresión”. Ese grado máximo y enfermizo de conciencia (y de autoconciencia) es al que aspira por propia voluntad el trabajador de la Agencia, o al que debería aspirar: El Rey Pálido postula una ética del trabajo, un camino ascético por la vía del aburrimiento que parece no terminar nunca. “No me sentí irresponsable, aunque tampoco me sentí especialmente heroico. Sucedió simplemente que me vi obligado a elegir lo que era más importante”, dice el mismo personaje.

Cuando El rey pálido fue publicada en inglés, en abril del año pasado, muchos comentadores quisieron ver en sus personajes sucesores de Bartleby, el notario de Wall Street que un día, simplemente, decidió parar con todo, no hacerlo más. Pero los burócratas de último orden de Wallace parecen, en realidad, herederos del otro gran protagonista de Melville que decidió forzar la vida y el trabajo hasta las últimas consecuencias. Como reencarnaciones de Ahab, el capitán de Moby Dick, los personajes de El rey pálido sí preferirían hacerlo. No sólo eso; preferirían hacerlo como Ahab cazaba ballenas, como si fuera lo único que pueden hacer, conscientes, finalmente, de que en eso (como en todo) se les va la vida.

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David Foster Wallace
El rey pálido (Mandadori).

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