Elecciones en los Estados Unidos: la trastienda

Los Inrockuptibles
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6 min readNov 8, 2016

En Nueva York el sol sale por el océano, luz blanca que asoma por detrás de los imposibles rascacielos de Manhattan y el preámbulo de Long Island. En Los Ángeles, el sol se pone en el mar, anaranjado, entre las colinas que conocemos de memoria por las películas. En el medio, los Estados Unidos son un continente: río, llanura, desierto, montaña. Ciudades erigidas en el medio de la nada. Una historia diferente para cada uno de los cincuenta estados, diferentes culturas, diferentes maneras de preparar las mismas comidas y de pronunciar los mismos idiomas y de integrar, o no, a los mismos inmigrantes que llegan, en oleadas, desde todos los rincones del mundo. México, Francia, Singapur, Afganistán, Japón. Los Estados Unidos son Roma. Y este año se elige el próximo emperador.

Hillary Clinton, si no hay una sorpresa cataclísmica de último momento, será a partir de enero la primera mujer en sentarse en ese trono virtual que es el despacho del Salón Oval de la Casa Blanca, el mismo donde su marido, hace veinte años, tuvo el affaire que, a la larga, terminó catapultando la carrera política de la seguramente próxima presidenta. Los senderos de la historia son inescrutables. Donald Trump, probablemente, no llegue esta vez a erigirse en el Nerón del siglo XXI, aunque su candidatura, montada en una épica de solo contra el mundo, peleado con sus rivales pero también con la elite de su propio partido, va a dejar una huella durante muchos años y es posible que modifique el mapa político estadounidense para siempre.

Esta elección dejó al descubierto que algunas cosas que vemos en las películas y que de lejos nos parecen licencias poéticas o exageraciones ofrendadas al dios del entretenimiento son, en realidad, la forma literal en la que se ve el mundo en estas latitudes.

Esta elección dejó al descubierto que algunas cosas que vemos en las películas y que de lejos nos parecen licencias poéticas o exageraciones ofrendadas al dios del entretenimiento son, en realidad, la forma literal en la que se ve el mundo en estas latitudes. Por ejemplo: los yanquis no solamente están eligiendo presidente. También eligen al “líder del mundo libre”. Así, literalmente con esas palabras, se presentó a los candidatos antes del tercer debate, televisado para más de 70 millones de personas. El influjo poderoso de la tradición judeoprotestante erigió a este país en el nuevo pueblo elegido, con candidatos señalados directamente por el dedo invisible como pastores de un rebaño que no conocen bien ni les importa mucho conocer.

La cobertura de las elecciones estadounidenses es, para un periodista acostumbrado a escribir sobre política, el equivalente a un mundial para alguien que hace deportes. O el festival de Cannes para un crítico de cine. El show más grande del mundo. Los debates, las convenciones, los actos de campaña, todo está pensado detalladamente como un espectáculo, calculados los tiempos, planificado hasta el último de los detalles. Pasar de cubrir una interna peronista a cubrir estos comicios resulta, estéticamente, tan chocante como pasar sin escalas de un partido de Primera C en una cancha sin pasto de algún municipio del segundo cordón del conurbano al Super Bowl. El paralelismo no podría ser más adecuado.

Y acá estoy yo, con una valija carry-on, cuatro mudas de ropa, una guitarra al hombro, una bolsa con discos que voy comprando por el camino y mi morral cargado de aparatos electrónicos: la computadora portátil para escribir, un iPod, un eBook, baterías extras y los cables que necesito para que todo eso funcione las veinticuatro horas, los siete días a la semana. Alternando colectivos, trenes y aviones; parando en casas de amigos, habitaciones alquiladas por Internet, hosteles bulliciosos donde el promedio de edad me hace parecer un patriarca y hoteles venidos a menos cuyas tarifas se adecúan a mis posibilidades de freelancer. La capacidad de adaptación es parte del oficio. A veces tenés que atender a una cita con una fuente en un restaurante en un hotel de cinco estrellas en el Strip de Las Vegas sin que se note que a la salida volverás a dormir en un cuarto compartido con un coreano de diecisiete años, dos chicas holandesas que llegaron para estudiar de intercambio y un texano de ciento cincuenta kilos que se tira pedos toda la noche.

Cuando uno viene de lejos, cronista extranjero a contrato de un puñado de medios en la otra punta del continente, es una tarea titánica conseguir que le den pelota. Si tu audiencia no vota, no existís. ¿Una nota con un protagonista? Imposible. El contacto con un asesor que acepta hablar off the record una vez cada tanto, o que te contesta con varias horas de delay los mensajes de WhatsApp, vale más que todas las startups de Silicon Valley. Sin embargo, esta es la tierra de las oportunidades y si estás en el momento adecuado en el lugar adecuado, a veces podés toparte con un jefe de campaña o un senador haciendo fila por un vaso de cerveza un rato después del debate, cuando todos tus colegas están a los codazos en el spin room, y se sabe que la cerveza es un lubricante social tan bueno como cualquier otro.

La fachada democrática esconde infinitas desigualdades, pero hay algo aquí que nos pone a todos en las mismas condiciones: cubriendo la campaña presidencial en los Estados Unidos, la vida es lo que pasa entre un control de seguridad y el próximo. En los actos, en las convenciones, en los debates, en los aeropuertos, en las sedes partidarias. Nadie está a salvo, nadie puede evitarlos.

La fachada democrática esconde infinitas desigualdades, pero hay algo aquí que nos pone a todos en las mismas condiciones: cubriendo la campaña presidencial en los Estados Unidos, la vida es lo que pasa entre un control de seguridad y el próximo. En los actos, en las convenciones, en los debates, en los aeropuertos, en las sedes partidarias. Nadie está a salvo, nadie puede evitarlos. Scanners, detectores de metales, cacheos y miradas sospechosas de policías con cara de muuuuy pocos amigos, seas Nicolás Lantos para Página/12 o Anderson Cooper para CNN o Clark Kent para el Daily Fucking Planet. La paranoia es igualadora. Las filas para los controles de seguridad también son, por lo tanto, un buen lugar para hacer contactos.

Los Estados Unidos son un continente. Para conocerlo a fondo hacen falta décadas, pero con varios meses se puede rascar un poco la superficie y descubrir algo de lo que hay abajo. Y lo que hay abajo te va a revelar más sobre este país que mil entrevistas con mil candidatos. Estuve en Miami y no pisé la playa, pero me perdí en el fondo de una herboristería en Little Haiti donde realizaban algo que a mis ojos era brujería. En Charlotte conocí un motoquero ex combatiente de Vietnam que sentía culpa de ser progresista. En Cleveland hablé con un ex skinhead que aprendió que todos los hombres son iguales combatiendo en Irak y cuenta los días que lleva sin un pensamiento racista como un exfumador que sabe exactamente cuánto tiempo pasó desde su último cigarrillo.

Llevo cuatro meses en esta locura. Nunca antes, en mis treinta y dos años de vida, había pasado más de veinte días lejos de mi casa. A veces extraño mi barrio, a mis amigos, a algunas chicas, las milanesas, hacer radio, tocar con mi banda. A veces, me gana la melancolía y me pregunto por qué elegí embarcarme en este viaje. Estaba en Denver cuando me enteré que le dieron el Nobel a Bob Dylan y me puse a escuchar sus discos y, después de haber viajado por los mismos caminos que él, los entendí de otra forma. “And it ain’t no use to sit and wonder why, babe. It’ll never do, some how (…). Where I’m bound, I can’t tell. Goodbye’s too good a word, babe. So i’ll just say farewell (…). But don’t think twice, it’s alright.”

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Nota publicada en el número 219 (noviembre de 2016) de Los Inrockuptibles

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