Entrevista: James Blake después de Overgrown

Trabajo, abstracción y electrónica perversa: en Overgrown, su segundo disco, el inglés James Blake se niega a repetir la fórmula de un debut exitoso y hace un elogio de la languidez. / Entrevista JD Beauvallet

Los Inrockuptibles
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5 min readMay 25, 2013

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Un verdadero padre debe inspirar una rebelión en su contra: con esta idea crecen los chicos. ¿Pero contra qué rebelarse cuando el padre mismo es un rebelde? ¿Contra quién sublevarse cuando ese tipo es un guitarrista renombrado y brillante que encarna perfectamente al rock y sus excesos? La solución que encontró James Blake fue ponerse a tocar el piano clásico desde su más tierna infancia. “Por eso siempre tuve problemas con los rebeldes”, dice. “En la escuela escuchaban a The Libertines, y para llevar la contra yo me devoraba los discos de D’Angelo.”

Pero volvamos a la infancia. A los cuatro años Blake cantaba temas del comediante George Formby con un ukelele en sus bracitos, regalo de su padre. Fue el principio y el fin de toda relación con algo más o menos similar a una guitarra. “Parece que las emociones solo pueden pasar por una guitarra”, reflexiona Blake hoy. “El problema es que la guitarra suele estar maltratada, tocada por cualquiera. Para mí, en comparación, un teclado es mucho más claro, casi matemático: las notas blancas, las notas negras… Eso encajó muy rápido con mi espíritu cartesiano, con mi lógica.”

Así fue que tocó regularmente el piano todos los días hasta los diecinueve años, momento en que dejó de ser solo un intérprete. “Poco a poco me desentendí de las partituras y empecé a improvisar, después a componer, después a grabar, después a modificar esos sonidos en mi computadora. Me convertí en un cantautor prácticamente sin darme cuenta”, asegura. El hobby se transformó en una obsesión por la que sacrificó todo: amigos y amor. “Hasta hace dos años yo no sabía lo que era el amor. En serio. Me habían escondido ese tesoro. Ni siquiera sabía hablar con las chicas, me veía feo. Encima durante muchos años fui un tarado en la escuela, depresivo, siempre solo… Era como un paracaidista. Odiaba el colegio. Si a los catorce años alguien me decía que iba a convertirme en esto, no le hubiera creído ni loco.”

Pero aquel adolescente tímido hoy suelta la lengua y cuenta todo sobre ese amor encontrado hace poco del otro lado del mundo y sobre cómo influyó en su nuevo disco, construido al ritmo intenso de las separaciones y los encuentros. “Es una vida dulce y amarga a la vez, pero muy bella”, dice. Sin darse cuenta está hablando también de su música. El mes pasado en esta misma revista Nick Cave hablaba de “la belleza”: se remontó a la pureza de la infancia, a un misterio “anterior”. Habría podido ir hasta la pureza original, a un mundo todavía informe, no corrompido por la humanidad, que podemos percibir en algunos paisajes salvajes de Nueva Zelanda o de Islandia. La belleza está ahí, virgen, suave y hostil: su pequeña música es el caos, el silencio. El hombre, a veces, lo arruina todo.

James Blake trabaja con el silencio y el caos como un semidios. En su homónimo disco debut lo confundimos con el alumno más aplicado del curso de dubstep, un crooner prolijo y sin personalidad. Pero en el escenario reveló mucho más: había un gusto por la agresión sonora, las distancias radicales, la disonancia, un tajo en la cara de lo agradable. Si en aquel disco parecía más bucólico, en el recital sobreactúa la tensión urbana, la agresividad de la ciudad, el pulso errático de Londres y de su noche en un magma inestable.

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“Me molesta la vagancia de los músicos actuales que se conforman con reciclar los sonidos de su computadora.”

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Sus canciones nos recuerdan a las de Talk Talk, particularmente en su manera de estirar las notas, de usar al ruido como un aliado, de hacer solos de silencio. Y, para nuestra sorpresa, este joven de apenas veinticuatro años parece haber escuchado mil veces los geniales Spirit of Eden (88) y Laughing Stock (91), así como también conoce de memoria algunas zonas lacónicas de Brian Eno, con quien colaboró, obvio, en la canción “Digital Lion” de Overgrown, flamante disco de Blake. “Al igual que Talk Talk, yo suelo buscar el equilibrio entre canciones muy trabajadas y abstracción. Para lograr que mis canciones sean simples primero paso por una fase de complejidad extrema. Y después me pongo a sacar capa tras capa, nota tras nota. Mi música ideal es la que te toca en tu sensibilidad pero de un modo evasivo. Como Erik Satie, que usaba voces poco convencionales pero te llevaba siempre a destino. Me gusta usar un vocabulario inesperado para decir cosas muy humanas, y me molesta la vagancia de tantos músicos actuales que se conforman con usar fórmulas gastadas, con reciclar los mismos sonidos de su computadora. A veces parecen complicadas, pero yo nunca quedé frustrado después de escuchar una canción de Satie o de Talk Talk.”

Como la banda de Mark Hollis, James Blake tuvo la mala suerte de conocer el éxito desde su primer disco: para el segundo, su entorno no se habría opuesto a una leve variación sobre el mismo tema. Algunos incluso habrían estado contentos con una repetición. “Mucha gente me dio su opinión, pero les tuve que decir: ‘Entiendo muy bien adónde querés que vaya, pero no, gracias’. Yo quería estar orgulloso de mi disco. Soñaba con componer canciones a la altura de las del primero, que fueron escritas para mí por gente diez o veinte años mayor, con las experiencias de vida que eso implica. Las canciones por las que soy conocido, como ‘Limit to Your Love’ o ‘The Wilhelm Scream’, no son mías. Así que tuve que salirme de mí mismo y crecer para poder compararme con esos temas.”

Puede quedarse tranquilo: “Retrograde”, “Overgrown” o “Take a Fall for Me” (con RZA de Wu-Tang Clan) están ampliamente a la altura, como cimas nevadas de un disco mucho más coherente y ambicioso que su debut. ¿En serio creímos que James Blake era un crooner inconsistente en la neblina? Esa imagen ya no resiste a las escuchas cada vez más embriagadoras de esta música diabólicamente escrita, que podemos imaginar construida sobre hielo. “Soy un soñador y soy también muy racional. A veces bajo la guardia, porque de otra forma mi música sería glacial. Escribir, para mí, es como un exorcismo. Me pongo muy mal cuando no escribo, como si estuviera perdiendo el tiempo. Salir en lugar de escribir me parece una vergüenza. Pero al mismo tiempo sé que también necesito pasar períodos sin crear, para poner todo en perspectiva. Por eso los músicos tienen fama de vagos: nadie los ve cuando se matan por una canción, solo cuando se relajan.”

Se nota: a James Blake le gustaría ser menos razonable, más libre, más rebelde. Muestra su teléfono celular y jura que diez veces por día lo quiere tirar por el inodoro. “Mucha gente depende de mí económica y profesionalmente, entonces les interesa que trabaje constantemente. Me hablan sobre hacer mil cosas y yo les respondo: ‘Mi trabajo es escribir canciones, no hablar de tus boludeces’. Si no hay canciones, todo se derrumba. Sueño con trabajar con más tiempo, sin estar siempre ligado a la urgencia de este mundo”, revela sin filtros. ¿Este era el músico con fama de tímido? Blake sonríe. “Cada tanto uso las entrevistas para entender quién soy, para desmenuzar de forma racional lo que hago. Llego a conclusiones en relación con mi trabajo más fácilmente al intercambiar opiniones con periodistas que con mis amigos. Nunca fui al psicólogo, entonces uso a los periodistas.”

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OVERGROWN
(Polydor)

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