Vindicación del verso. Paterson, Fabián Casas y el amor a la pizza

La poesía contemporánea circula en los márgenes del campo cultural, pero de vez en cuando interfiere en el discurso social masivo, escondida en objetos inesperados como películas de Hollywood y publicidades de cerveza.

Los Inrockuptibles
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5 min readDec 13, 2017

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Por Matías Capelli

Un chofer de colectivo que escribe poemas protagoniza la última película de Jim Jarmusch. El tipo se llama Paterson, al igual que la ciudad en Nueva Jersey en la que siempre vivió. Maneja el bus local y por las noches va a tomarse una o dos cervezas al bar de siempre. Lleva una vida apacible con la dulce Laura, y en sus ratos libres escribe poemas en un cuaderno. Escribe encerrado en su estudio hogareño o en los tiempos muertos, sobre el volante del colectivo antes de salir a hacer el recorrido o al terminar la jornada laboral.

La película de Jarmusch es un homenaje confeso al poeta William Carlos Williams, uno de los grandes del siglo XX; autor, entre otros, de Paterson, un extenso libro de poemas en cinco volúmenes alrededor de un hombre y su ciudad, suerte de respuesta en verso al Ulises de Joyce. Williams fue un renovador; siempre tuvo el ojo puesto en personajes comunes y corrientes, en circunstancias de la vida cotidiana, y el oído afinado para captar el habla norteamericana deshaciéndose de las formas rígidas de la lírica tradicional. Hoy está considerado un poeta central de la tradición modernista, padre del objetivismo posterior y una voz influyente, cuyos ecos se hacen sentir también en la poesía argentina contemporánea.

Es la publicidad la que vampiriza la poesía argentina contemporánea vaya uno a saber por qué, tal vez para hablarle a otro público, para desplegar otra lengua, para atraer a jóvenes que van a las lecturas y a las ferias independientes y todavía no cayeron en las garras de la cerveza artesanal.

Lavada y algo convencional, Paterson no es una de las películas de Jarmusch más memorables. Pero no deja de ser llamativo que tenga a un poeta, interpretado por Adam Driver, como protagonista, que tenga a Williams como inspiración y que recurra a textos de Ron Padgett (miembro de la Escuela de Nueva York, más contemporáneo de Jarmusch que de Williams) para darle letra al personaje. Y sobre todo que recurra a una figura de escritor, de artista que lleva una vida sin estridencias, laboriosa y ordinaria. No es el arquetipo de artista que suele frecuentar Hollywood, más afecto al personaje excéntrico desbordado por su genio.

En última instancia Paterson no deja de ser una película industrial, con su consiguiente maquinaria de representación: la esposa bella y cándida llamada Laura (ella misma se encarga de mencionar el paralelismo con Petrarca), un perro humanizado que hace de las suyas, toques justos de dramatismo y comedia. Y en cuanto al personaje, está vaciado en su relación con el contexto. Nada se dice sobre la relación de Paterson con sus contemporáneos, con la poesía, con el mundo actual. Incluso está ese detalle en el que se niega a usar celular diciendo que estábamos bien antes sin ellos, que para qué los necesitamos. A Paterson no le interesa publicar o que alguien más allá de su mujer lea sus poemas. Escribe en el vacío y eso termina desdibujándolo un poco. Incluso la ciudad homónima parece salida de un fábula, sin conflicto alguno.

Habrá quienes pongan reparos al escuchar a un escritor no tanto cediendo un texto suyo por dinero sino poniéndole la voz a esas palabras, siendo la voz de una publicidad. Pero después pensamos que Fogwill hizo algo parecido para Coca-Cola, que Lucrecia Martel hizo publicidades de Miu Miu, David Lynch, de Gucci, y así miles.

Pero a pesar de todo no deja de ser potente ese personaje que lo único que quiere hacer es encerrarse a escribir en un cuaderno, sustraerse del mundo para darle forma a objetos verbales como ese en que a partir de la caja de fósforos que tiene en su casa logra encapsular una sensación verdadera, una epifanía de entrecasa. ¿Qué puede provocar una película como Paterson? Tal vez que una de cada cien, una de cada quinientas, una de cada mil personas que la vean, diga o piense “ah, mirá, así que esto es un poema, así que esto es lo que escribe un poeta hoy”.

Un poeta argentino protagoniza la última publicidad de Quilmes. Sobre imágenes de pizzerías clásicas de Buenos Aires y porciones chorreantes de queso fundido, escuchamos la voz de Fabián Casas leyendo un texto de su autoría. “Oda a la muzza”, se llama. Habrá quienes pongan reparos al escuchar a un escritor no tanto cediendo un texto suyo por dinero sino poniéndole la voz a esas palabras, siendo la voz de una publicidad. Pero después pensamos que Fogwill hizo algo parecido para Coca-Cola, que Lucrecia Martel hizo publicidades de Miu Miu, David Lynch, de Gucci, y así miles, y los reparos terminan por derretirse.

Más allá de eso, lo cierto es que el poema de Casas está a la altura de su obra. Es un buen poema de Casas: eficaz, elocuente, con imágenes que son parte de su universo simbólico, de su paleta de recursos: referencias a las artes marciales, al existencialismo, al mundo del trabajador, a los maestros del zen y de la pizza, la pertenencia territorial. “Canta, oh, muzza / La gloria del que come parado. / Los que hablan y ríen mientras en los vasos / tambalea la larga espuma de los días”, empieza, para enseguida dar un salto sobre el mostrador y clavar la pregunta filosófica: “Pero, ¿qué son los días? / No lo sabemos. / ¿Lo saben acaso esos hombres enfundados en gorros y delantales blancos que mueven sus palos como una katana creando un perfecto arte marcial argentino?”.

Más que decir que Casas se vendió a la publicidad, lo interesante del caso es que es la publicidad la que se acercó a Casas; es la publicidad la que vampiriza la poesía argentina contemporánea vaya uno a saber por qué, tal vez para hablarle a otro público, para desplegar otra lengua, para atraer a jóvenes que van a las lecturas y a las ferias independientes y todavía no cayeron en las garras de la cerveza artesanal.

“La garganta de fuego del horno del pizzero / agiganta las sombras de los que ya comieron.”

“¿Qué son los días?” se pregunta Casas como bien podría preguntarse Paterson, cuyo relato está estructurando a lo largo de los siete días de una semana. Y haciendo el ejercicio inverso, el “¿acaso preferirías ser un pez?”, que escribe hacia el final de la película bien podría ir engarzado en un texto cualquiera del autor de El salmón. No en vano ambos son, a fin de cuentas, lectores de Williams.

Un domingo de octubre en un cine céntrico, en uno de los pocos cines que daban Paterson. La sala estaba casi llena, seguramente por Jarmusch más que por Williams. Aunque alguno por Williams debía haber, casi por una cuestión estadística. Algún Paterson argentino. ¿Qué pensará de la película al terminar? ¿Saldrá mascullando las imposturas del personaje o identificándose con alguno de sus rasgos?

Nuestro Paterson argento saldrá rápido a la vereda y fumará un par de cigarrillos al hilo para compensar la hora y media de abstinencia. Después comerá unas porciones de parado en Corrientes antes de tomarse un colectivo interminable hasta el suburbio manejado por alguien que le hará acordar –o no– al bueno de Adam Driver. La secuencia, por lo pronto, ameritará unos versos al llegar al hogar.

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