Facebook, aniversario y desafíos

Diez años después de su creación y de un éxito arrasador en todo el mundo, Facebook está en plena mutación, con dificultades para frenar la atracción creciente que sienten las nuevas generaciones por alternativas menos populares. / Por Diane Lisarelli

Los Inrockuptibles
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6 min readMar 9, 2014

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Entre el armado del sitio por un pibe en ojotas en su habitación de Harvard y nosotros, que un sábado a la noche en la Tierra intentamos actualizar ese maldito muro en el que se amontonan las fotos de miles de personas que conocemos, pasaron diez años. Es decir, una cantidad infinita de datos, una película, la entrada en la bolsa, una mejor conexión, reencuentros, separaciones, stalking salvaje, errores de puntuación, muchos pokes (o “toques”), un poco menos de dignidad y la redefinición, por lo bajo, del lazo social.

Ahorrémonos el clisé de “cuando yo tenía tu edad….”, pero recordemos, de todos modos, que hace diez años, para encontrarse con alguien no era raro llamarlo al teléfono fijo. Idea genial o herramienta práctica para motivaciones libidinales (la idea anterior de Zuckerberg se llamaba FaceMash y se presentaba como un sitio tipo “hot or not”, que usaba las bases de datos fotográficos de los estudiantes de Harvard, a veces mezclados con imágenes de animales), Facebook es ante todo el síntoma de un cambio estructural. Antes, Internet era visto casi como un territorio hostil, poblado por extrañas criaturas con seudónimos graciosos en la red, a merced de los encuentros y de las discusiones. Confesar que se tenía amigos en Internet equivalía entonces a que te pusieran el sello de gran perdedor, reservado para los antisociales, tímidos o acomplejados en busca de un sustituto de vida social.

La democratización de la banda ancha, de las cámaras de fotos digitales, de los smartphones y la llegada de nuevos actores (en primer lugar, Facebook) hicieron, poco a poco, de lo que se presentaba abusivamente como un “no lugar”, sin existencia tangible o física, una parte de la realidad, que estructura hoy la vida social de millones de nosotros con más fuerza que ningún otro modo de comunicación clásico.

Por su modo de funcionamiento (de la política del “nombre verdadero” al timeline, cronología que promueve el dar cuenta de sí mismo) y sus diferentes módulos (estado, información profesional, trayectoria escolar, álbum de fotos), Facebook contribuyó ampliamente a fundir lo virtual y lo real. Al alentar a sus miembros a identificarse, el sitio atrajo a un público de profanos de algún modo tranquilizado por este proceso de “normalización”. Una línea de conducta sostenida desde el comienzo: en 2011, Randy Zuckerberg, hermana de Mark y directora de marketing de Facebook, declaraba sin pestañear: “Pienso que el anonimato en Internet debe terminar. La gente se comporta mucho mejor cuando su verdadero nombre está escrito debajo de sus palabras”. Para Danah Boyd, etnógrafa estadounidense especializada en el uso que los jóvenes hacen de las redes sociales, el fin del anonimato y el lobby de Facebook en este tema representan un gran peligro tanto en los regímenes totalitarios como en nuestras sociedades occidentales. “La idea de que forzar a la gente a abrir su información la va a obligar a comportarse civilizadamente define la civilidad en términos hegemónicos”, explicaba en 2012 durante su conferencia en South by Southwest, refutando así la teoría según la cual el anonimato solo puede producir bajeza y crueldad. Resta tener en cuenta que “en nuestras sociedades occidentales, el costo de la transparencia radical es muy distinto para alguien que es gay o negro, para una mujer que para un macho blanco hétero”.

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A partir de la identidad detallada de los inscriptos que informan su edad, su lugar de residencia, su empleo y su situación familiar, es posible identificar claramente una audiencia, pero también y sobre todo, en última instancia, venderla más caro.

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Otro dato significativo es que el anonimato no es rentable. A partir de la identidad detallada de los inscriptos que informan su edad, su lugar de residencia, su empleo y su situación familiar, es posible identificar claramente una audiencia, pero también, y sobre todo, en última instancia, venderla más caro. Se trata de una realidad comercial por encima de todas las otras. En febrero de 2011, al inicio de la Primavera árabe, un senador de Illinois solicitó a Zuckerberg que autorizara el anonimato para proteger a disidentes de regímenes opresivos. La demanda fue rechazada.

Como lo remarca Nathan Jurgenson, investigador en sociología y coorganizador de los encuentros anuales “Theorizing the Web”, lo social que se entiende como preexistente a Internet no es lo Social de lo que nos hablan las personas que trabajan en Silicon Valley. Allí la palabra con mayúscula recubre, en efecto, una realidad distinta: “interacciones medibles, rastreables, cuantificables y, por sobre todo, explotables. Mientras que lo social es nebuloso y difícil de hacer entrar en una base de datos, lo Social puede captarse y estudiarse fácilmente”.

Esto es lo que hay que tener en cuenta cuando se habla de “web social” o de la manera en que ha cambiado con Facebook el lazo que mantenemos con los otros. Detrás de esta formidable herramienta de citas, de puro entretenimiento, donde algunos gestionan relaciones amistosas, hay una lógica comercial orientada hacia el beneficio, relativamente lejos de cualquier enfoque filantrópico.

En 2013, según comScore, Facebook ocupaba el 83 por ciento del tiempo pasado en todas las redes sociales juntas. ¿Pero qué se encuentra allí que resulta tan placentero? Desde un punto de vista activo, el relato sobre uno mismo que sugiere Facebook es un motor poderoso. Especialmente para muchos ex compañeros de colegio que se esfuerzan en documentar escrupulosamente el nacimiento del último hijo o sus diez años pasados en Tailandia. Pasivamente, Facebook se convirtió para muchos en una especie de nueva televisión, que acompaña momentos de soledad en la comodidad de un cuarto o de un salón.

En un artículo que apareció en el sitio web de The Atlantic, Alexis C. Madrigal evoca la “zona de la máquina”, un concepto tomado de Natasha Schüll, autora de la obra Addiction by Design (premiada el año pasado por la American Ethnological Society y por The Society for Cultural Anthropology), fruto de más de quince años de investigaciones sobre los jugadores de máquinas tragamonedas en Las Vegas. La investigadora de Princeton propone allí que la mayor parte de la gente no pasa tiempo en estas máquinas para ganar dinero sino para entrar en la “zona de la máquina”, su ritmo, su extraño espacio-tiempo. Escribe Schüll: “Los jugadores con los que hablé mezclaban una terminología muy del siglo XIX ligada a la hipnosis y al magnetismo, con referencias del siglo XX, yendo de la televisión al procesamiento informático, pasando por la conducción de vehículos”. Un estilo de piloto automático que, para Alexis C. Madrigal, se dirigiría a muchas personas que pierden regularmente su tiempo mirando sin ver decenas y decenas de fotos de apenas conocidos en Facebook. Hay mucho para hacer: según estadísticas de enero de 2013, se suben a la red social (que se transformó en el primer sitio para compartir imágenes), cotidianamente y en promedio, 350 millones de fotografías (para casi 4500 millones de “me gusta”, ese botón que permite indicar asentimiento sin molestarse en construir una frase cualquiera).

No obstante, para seguir siendo el primero, Facebook tuvo, tiene y tendrá que adaptarse fagocitando a sus herederos, entre otras acciones. En abril de 2012, Zuckerberg compra por 747 millones de dólares la aplicación Instagram, que cuenta con el apoyo de los más jóvenes. Pero no detuvo por ello “la fuga de los adolescentes”. Hoy más que nunca se trata de una “disminución del uso cotidiano” de estos, contrabalanceada por la llegada de nuevos usuarios, especialmente entre los mayores de 55 años. Al cierre de esta edición, nos enteramos de que Facebook compró WhatsApp, otra adquisición que apuesta a la modernización del imperio.

Cansados de compartir la misma red con sus padres (¿y abuelos?), los adolescentes preferirían servicios menos institucionales, como Instagram y Snapchat, aplicación de mensajería efímera cuyos envíos se autodestruyen en pocos segundos, lo contrario a lo que defiende Facebook (la inscripción de la historia personal en una cronología).

En noviembre último, los dos jóvenes creadores de Snapchat (con quienes colabora el investigador Nathan Jurgenson) rechazaron los 3000 millones de dólares ofrecidos por Zuckerberg para comprarlos. El valor y la notoriedad de la aplicación no cesan de subir desde su lanzamiento en el mercado en septiembre de 2011, una curva nunca vista antes, ni siquiera en Google, Twitter o Facebook, como lo señaló el New York Times recientemente. Mientras las ofertas suben, el investigador Richard Hickman logró probar que las fotos enviadas y recibidas vía Snapchat no se suprimían completamente y podían visualizarse tras algunas manipulaciones con el teléfono. A pesar de ese detalle, la conclusión fácil evocaría el retorno a una web desechable en la que la vida privada y el anonimato recuperarían finalmente sus derechos. ¿Habrá que esperar otros diez años para ver qué sigue?

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