Gay Talese. El padre del Nuevo Periodismo se hace voyeur

Los Inrockuptibles
Los Inrockuptibles
Published in
6 min readMar 14, 2017

En abril pasado, Gay Talese desencadenó una polémica con la publicación de un largo artículo sobre un voyeurista en el New Yorker, en el que anunciaba al pasar su nuevo libro que iba a ser publicado en los Estados Unidos unos meses más tarde. Un libro, claro, dedicado a este dueño de hotel que se pasó más de cuarenta años observando la vida sexual de sus clientes. Muchos periodistas le reprocharon incoherencias, falta de “fact-checking”, esa especialidad (saludable) de la prensa anglosajona. También le reprocharon, y esto es más grave aún, una falta de ética imperdonable: haber protegido durante treinta años a un voyeurista, que encima habría sido testigo de un asesinato; básicamente le criticaron no haberlo denunciado a la policía. El asunto es apasionante por diversos motivos: primero, porque señala los límites turbios que separan la práctica periodística que nació en los años 1960 y 1970 –y que implicaba aplicar reglas de la escritura novelesca al reportaje– de la literatura propiamente dicha. Pero también porque el libro de Talese es, digámoslo ya, fascinante.

Las habitaciones de los otros

Todo empezó en enero de 1980, cuando Gay Talese, ya famoso desde su reportaje “Frank Sinatra está resfriado” en Esquire y su libro Honrarás a tu padre (una investigación que se situaba en el centro de la mafia neoyorkina), estaba listo para publicar su investigación sobre la sexualidad de los estadounidenses. En ese entonces, lo contacta un tal Gerald Foos, quien dice ser voyeurista, y lo invita a su hotel en las afueras de Denver, donde doce de las veintiún habitaciones están dedicadas a su actividad secreta. Talese, curioso, va y descubre el escondite en el que el voyeurista se instala para observar a sus clientes desde los falsos conductos de ventilación que había hecho instalar sobre las camas. Más adelante Foos va a escribirle al periodista, a enviarle sus notas, su cuaderno en el que escribe después de cada sesión de voyeurismo, pero no lo autoriza a develar su nombre. Talese, quien se niega a escribir si no puede mencionar la verdadera identidad de los sujetos, tendrá que esperar treinta años para que Foos finalmente acepte.

Las parejas apenas se hablan, los hombres miran la televisión mientras las mujeres están en el baño, luego cogen sin preliminares; el hombre goza, la mujer no. La excepción, según Foos, se da en las parejas de lesbianas, que son más empáticas y más sensuales.

Talese reproduce masivamente en El motel del voyeur las notas que Foos le envió durante ese largo lapso temporal, y son muy ilustrativas. Estamos en la habitación de los otros, y “vemos” no solo la manera en que viven su sexualidad, sino también, y sobre todo, lo que hacen cuando creen que nadie los mira (sonarse los mocos con las sábanas, algo que exaspera sobremanera al propietario del hotel).

El voyeurista se vuelve sociólogo

Aquello que percibimos a través de la mirada de Gerald Foos es una frustración sexual generalizada. Las parejas apenas se hablan, los hombres miran la televisión mientras las mujeres están en el baño, luego cogen sin preliminares; el hombre goza, la mujer no. La excepción, según Foos, se da en las parejas de lesbianas, que son más empáticas y más sensuales. El voyeurista se convierte entonces en sociólogo y asume la misión de ser el observador de las costumbres estadounidenses, como para legitimar el vicio que tiene desde la adolescencia, cuando espiaba a su tía mientras caminaba desnuda por su habitación.

“La única manera en la que nuestra sociedad logrará un equilibro respecto de todo lo que se relaciona con el sexo y con una buena salud psicológica, ambas condiciones previas indiscutibles para alcanza la madurez de nuestra civilización, es saber qué hacen realmente las personas en la intimidad de su propia habitación. Tenemos que educar a las personas diciéndoles la verdad, no intentando adoctrinarlas; enseñarles hechos, no mentiras; formular un código que acepte todas las prácticas sexuales y que no predique el ascetismo”, dice Foos. Es cierto que él mismo, al haber aceptado plenamente su propia práctica sexual (masturbarse contemplando a otros) con, además, la complicidad de su esposa (que iba a menudo al escondite) y la ceguera de su madre (que dirige el hotel, lo que le da un aire a Psicosis al asunto), es un hombre perfectamente feliz, que parece mucho más equilibrado que las parejas que observa.

Gerald Foos
Gerald Foos

Aunque todas las miradas se detienen cuando los huéspedes apagan la luz: “Creo que al final lograré observar esos pechos, pero no, ¡él de inmediato sale de la cama y apaga las luces y el televisor! Ahora estoy completamente furioso e indignado con ese hijo de puta y me entran ganas de matarlo. Vuelve a la cama y comienza a hacer el amor en el ambiente en el que se siente más cómodo: a saber, en la oscuridad. No pienso aguantarlo de ninguna manera. Regreso a la planta baja y me meto en el coche, y a continuación lo pongo en marcha y lo sitúo justo enfrente de la habitación 4, lo aparco y lo dejo delante con las luces encendidas enfocadas hacia su ventana. Cuando regreso a la plataforma de observación, él se ha levantado y mira a través de las cortinas, quejándose de que ‘algún hijo de puta se ha dejado los faros encendidos’”.

Pornografía y fascinación

A veces, es difícil creerle, como cuando dice que los olores íntimos de las personas llegan hasta su nariz aunque está más de dos metros arriba de ellos. O cuando describe escenas de perversión sexual en el límite de lo macabro. De hecho, Talese enseguida confiesa su incredulidad al leer sus notas, pero visitó el hotel, efectivamente vio la instalación del escondite, e incluso asistió, al lado de Foos, al revolcón de una pareja.

En el fondo, Gay Talese está, como nosotros, fascinado: no solo porque podría ser que reconozca en Foos a un maestro (de forma un poco sórdida) del nuevo periodismo, sino también porque ve en él a un verdadero escritor, una suerte de Georges Perec de los hoteles que escribió La vida instrucciones de uso en versión pornográfica. Poco a poco, los escritos de El Voyeur (así se llama Foos a sí mismo en sus notas, como si bajo su pluma se transformara en un personaje de novela) van a invadir el libro de Talese, a parasitarlo, hasta el punto de hacer de él tan solo la plataforma de este libro dentro de otro libro.

Estamos en la habitación de los otros, y “vemos” no solo la manera en que viven su sexualidad, sino también, y sobre todo, lo que hacen cuando creen que nadie los mira.

Puede ser que los periodistas estadounidenses se hayan equivocado al agarrárselas con Gay Talese en abril. A los 84 años, parecería, al menos con este libro, que Talese se pasó definitivamente al lado de la literatura, que la ética periodística ya no es su problema. Es un escritor que protegió a otro escritor que trabajaba, como todo autor, con sus obsesiones, hasta el momento en que ya no vio más a los sujetos que observa como seres humanos sino como personajes de ficción.

Si bien Gerald Foos acepta sus vicios, detesta los de los demás. Su pesadilla son los drogados. Un día, entró a escondidas en la habitación de un dealer para tirar su droga por el inodoro. Al regresar, el dealer acusó a su novia y terminó por estrangularla. Para no correr el riesgo de que lo acusaran, Foos no le avisó a la policía y, peor aún, no llamó a la ambulancia mientras la víctima todavía respiraba débilmente. A fin de cuentas, eso es lo que parece más imperdonable en este sujeto extraño, buen padre de familia, hombre de bien en todos los sentidos, al menos en apariencia. La falta de empatía, de compasión, por seres que se volvieron marionetas para él, insectos que atrapa, con los que a veces intenta experimentos para probar sus reacciones y alimentar sus escritos. Es la historia de esta monstruosidad, la de los escritores, la que cuenta El motel del voyeur.

El motel del voyeur
Gay Talese
(Alfaguara) 232 páginas
Traducción de Damià Alou

--

--

Los Inrockuptibles
Los Inrockuptibles

El medio para los que hacen — Música, cine, libros, artes y más.