Greil Marcus: Entrevista

Los Inrockuptibles
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9 min readMar 26, 2012

Pionero de la crítica de rock, historiador de la contracultura, hace más de cuatro décadas que Greil Marcus le toma el pulso a nuestro tiempo. Escasamente traducido al español, acaba de publicarse El basurero de la historia, una recopilación de artículos que funcionan como muestras condensadas de sus siempre lúcidas y originales operaciones de lectura. / Entrevista Matías Capelli y Ana Wajszczuk.

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La historia se mueve de maneras misteriosas. Parece estar estancada pero nunca queda claro, en última instancia, cuáles han sido o seguirán siendo los efectos de un hecho determinado –¿la Revolución Francesa, el punk?– y hasta dónde alcanzan a modificarnos. Por ejemplo, qué efectos tienen o tendrán en la historia –en nosotros– los rizomáticos escritos sobre rock, arte, cine y literatura de Greil Marcus (San Francisco, 1945), uno de los críticos culturales contemporáneos más intensos y originales, que desde hace más de cuarenta años –desde sus épocas como pionero de la crítica de rock– viene desenterrando capas y capas de sentido detrás de la historia que conocemos en favor de lo que queda relegado a su tacho de basura. Desde su primer libro, Mystery Train: Images of America in Rock ’n Roll Music (1975), en el que contaba la historia de los Estados Unidos a través de su música; pasando por uno de los ensayos más influyentes de la década del noventa, Rastros de carmín. Una historia secreta del siglo XX (1989) –el único, hasta ahora, que circuló masivamente en Argentina–, en el que rastreaba un linaje que iba del punk a la Internacional Situacionista de Guy Debord al dadaísmo y más allá; hasta los últimos dos libros –uno sobre Bob Dylan, otro sobre The Doors– que publicó el año pasado, Marcus merodea en las profundidades de una fraternidad contracultural que escribe la historia a contrapelo, y rebusca en el basurero entre lo descartado hasta dar con perlas –canciones, películas, escritos– que cambian nuestra manera de entender la historia y, por ende, el mundo en que vivimos. El modo en que buena parte de la historia encuentra su voz o espera su momento en una obra de arte es el corazón de estos y otra decena de libros que escribió en el cruce entre cultura rock e sociedad: entre ellos, El basurero de la historia, publicado originalmente en 1995, y que se edita por estos días en la Argentina. Traducido por primera vez al español y con prólogo de Pablo Schanton, recoge sus artículos escritos entre 1975 y 1993 para medios tan disímiles como Los Angeles Times, Rolling Stone o Artforum, que siguen resultando frescos, actuales, reveladores. Desde los thrillers nazis hasta Deborah Chessler y la creación del rhytmn and blues; desde Altamont al Muro de Berlín, desde una muestra sobre el Alto Paleolítico a American Graffiti y la cultura pop, desde Win Wenders a Robert Johnson, Marcus está atravesado por “la preocupación de que nuestro sentido de la historia, tal como aparece planteado en la cultura cotidiana, resulta estrecho, empobrecedor y aplastante: que la presuposición más aceptada de que la historia sólo existe en el pasado es una mistificación que se resiste con fuerza a cualquier indagación crítica que trate de revelar que dicha presuposición es un fraude o una prisión”. Como dice de su admirado Guy Debord, Greil Marcus escribe para mantener esas demandas subterráneas de la historia sueltas en el mundo: quiere contarnos que ninguna nos es ajena. / A.W.

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El basurero de la historia está compuesto por artículos que escribiste durante más de una década para diversos medios. ¿Cómo lograste compilar un libro tan coherente y consistente?
Greil Marcus:
Mi editora de la Harvard University Press, Lindsay Waters, quien publicó Rastros de carmín tras haberlo rescatado –y a mí también– de un editor incomprensible, descubrió alrededor de 1990 que la mayoría de mis escritos se concentraban en el tema de la historia: qué es, cómo funciona, qué piensa la gente que es, y por qué es mucho más que eso. La idea de que la historia se hace día a día, algunas veces a partir de los gestos, las palabras y los momentos más imperceptibles. Y me di cuenta de que esa especie de obsesión latía en mi obra desde hacía algún tiempo, también afectada por el trabajo paralelo que estaba haciendo para el libro que resultó ser Rastros de carmín. Es a la vez extraño y emocionante cuando a un editor se le ocurre una idea extraordinaria para un libro: en este caso, identificando uno que yo ya estaba escribiendo sin siquiera saberlo.

El libro llega hasta mitad de los años 90. ¿Qué eventos culturales o históricos recientes te parece que han sido arrojados al “basurero de la historia” y merecerían un análisis?
Los sucesos de la plaza de Tiananmen en China opacan cualquier otro evento ocurrido desde entonces, en términos de la masacre que luego supimos que fue. Se debería entender como un evento histórico mundial. Los medios –en todas sus formas– son tan responsables como nuestro gobierno o cualquier otro. Fue una violación a la democracia mucho peor de la que ya se conocía en 1989 –las fábricas de la muerte en China eran un hecho–, y que ahora se da por sentado.
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“Soy fan de la piratería. El deseo de escuchar algo supera cualquier escrúpulo.”
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En el prólogo a Rastros de carmín exponés una suerte de teoría según la cual la historia está hecha también de “momentos que parecen no dejar nada detrás excepto por relaciones espectrales entre personas separadas por una gran distancia temporal y espacial, pero que de alguna manera hablan el mismo lenguaje”. ¿Ésta es la idea que atraviesa todo tu trabajo?
No sé si lo atraviesa, pero hacia ahí es donde toda mi obra se estaba dirigiendo sin habérmelo propuesto. Y por ese camino continué desde entonces, diría que de un modo un poco más consciente. Pero cuando estás escribiendo algo no pensás si encaja en algún género, formato, tema, o continuo; tratás de que funcione por sus propios medios, para darle forma a la historia que querés contar. Por lo tanto, si la obsesión, la preocupación o la fascinación está allí presente, no me doy cuenta en el momento. Más tarde me pregunto: “¿Cómo no me di cuenta? ¿No es algo obvio?”.

¿Recordás qué te llevó a escribir un artículo, incluido en esta recopilación, tan duro contra los libros de Susan Sontag, algunos de los cuales calificás de “irrelevantes”? ¿Era, tal vez, la percepción de cierta clase de malentendido alrededor de su figura como crítica de la cultura pop?
Sí, así fue: me indignaba que medios de comunicación respetables la promocionaran como árbitro de la cultura pop, cuando en verdad ella ni siquiera la entendía o le importaba. No digo que fuera su culpa; ella escribió acerca de lo que le interesaba, y de algún modo acerca de lo que a la cultura pop le interesaba también. Pero se agarraron de ella para silenciar muchas otras voces. Por otro lado, nunca hubiera sido tan cruel con Sontag si no detestara gran parte de su trabajo y lo considerara deshonesto, un intento por avergonzar a los norteamericanos por su tosco provincialismo, en favor de la “Ciudad Luz”.

También sos muy duro con la Generación Beat y con películas como American graffiti por su “mistificación” del cambio cultural que aparece a finales de los años cincuenta y principios de los sesenta. Y tus últimos libros están inspirados en Bob Dylan y The Doors. ¿Por qué te parece que el imaginario sobre esos años es todavía tan atrayente? ¿Considerás que los sesenta tienen una sección particularmente repleta en el “basurero de la historia”?
Esa es una noción genial, que exista “una sección completa” en la historia, en la anti-historia, en un libro, mío o de quien sea. Y si bien todavía creo que la Generación Beat fue un chanchullo –no tanto por el dinero o por la fama sino por la veneración, por eso de convertirse en santos vivientes, o en lenguaje beat, en “ángeles”– también estoy en estos últimos años mucho más receptivo y apasionado por su trabajo. Ginsberg siempre me cayó bien, pero no fue hasta que descubrí y me sumergí en su poema antibélico Wichita Vortex Sutra que se inmiscuyó en mi vida como una figura heroica. En cuanto a Kerouac, no toleraba lo que leía, las anotaciones que hizo –me parecía una pose, como alguien todo el tiempo en televisión. Pero nunca había leído En el camino: en los sesenta, cuando había muchos libros de culto, me dispuse a evitarlos. Lo leí recién este año, tanto la publicación con los nombres originales como la versión anterior. “Ah bueno”, dije al igual que otras diez millones de personas, “¡éste es un gran libro!”. Claro, no es más que la historia de Huckleberry Finn: pero vos ves realmente a Huck en el lugar de Kerouac, desconcertado, enamorado de su propio esclavo blanco, Neal Cassady, como Huck de su esclavo Jim. ¿Y esto se debe a que Twain creó roles diseñados especialmente para Kerouac y Cassady? ¿O es más bien que esos roles eran inherentes a la vida norteamericana y Twain no hizo más que entenderlos?

En el final de uno de los primeros artículos en el libro, escribís que “los libros, las películas, las canciones e incluso las historietas” son la institución cultural adecuada para contener, al menos por un instante, los hechos silenciados por la historia. ¿No te parece que en la época que fue escrito estabas teniendo mucha fe en el poder de la industria cultural?
No tiene nada que ver con la industria cultural, lo que sea que signifique esa expresión. Tiene que ver con obras individuales que encuentran sus propias audiencias, de alguna u otra forma. Audiencias que pueden ser muy pequeñas, y tal vez se construyen a lo largo de un período de tiempo muy extenso. En Historia de Mayta, Mario Vargas Llosa describe cómo funciona esto: un héroe revolucionario, devastado, que cae en el olvido, y cómo se convierte en un rumor que pasa de boca en boca, y luego, en una historia en la que todos creen.

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“Nunca había leído En el camino: en los sesenta, cuando había muchos libros de culto, me dispuse a evitarlos. Lo leí recién este año… ¡Es un gran libro!”
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¿Hoy día, escuchás lo que hay de nuevo en el rock? ¿Qué opinás de la escena, sobre todo teniendo en cuenta la fascinación tanto de las audiencias como de las bandas y de la industria por reciclar el pasado?
Sí, por supuesto, escucho la radio, discos que me llegan por correo o que me compro, rumores que me llegan sobre cosas nuevas que rastreo en Internet. Mis canciones favoritas de los últimos años son Bad Romance, de Lady Gaga, y Hey, Soul Sister, de Train, ambas sólo por escucharlas cientos de veces en la radio. Desde 1983 vengo escribiendo una columna mensual sobre música, Real Life Rock Top Ten, en distintas publicaciones –Village Voice, Artforum, Salon, ahora en Believer–, y la música nueva es siempre parte de este proyecto. Pero siento que no tengo la necesidad de estar al día, de tener que opinar sobre, por ejemplo, Adele, cuyo único fin es hacernos pensar que un poco de talento es suficiente y olvidarnos de Amy Winehouse.

¿Cuál es tu relación con la descarga de música en Internet? ¿Lo hacés, legal o ilegalmente?
Soy fan de la piratería. El deseo de escuchar algo supera cualquier escrúpulo.

Con la explosión de las redes sociales, en las que todo el mundo quiere ver y ser visto, parece que estuviéramos viviendo la versión actualizada de la “sociedad del espectáculo” que planteó Guy Debord. ¿Estás de acuerdo?
Estar en Facebook no es estar en lo que Guy Debord llamó “el paraíso del espectáculo”. El espectáculo es total, tiene que ver con la dominación, no solo con la mera presencia. Dicho esto, siempre me pareció que la teoría del espectáculo era la menos interesante, a nivel teoría, de la obra de Debord, en contraposición a su escritura, la violencia y la calma de su prosa, que me voló la cabeza cuando leí su libro La sociedad del espectáculo por primera vez, en un avión con destino a Europa en 1980.

En la medida en que nuestros registros pueden rastrearse y vivir “eternamente” en Internet, la ilusión sería que nada escapa, que toda historia es contada. ¿Cómo aplicarías el concepto de “basurero de la historia”, que desarrollaste hace veinte años, en este escenario?
Es sencillo: el basurero jamás se cierra. En ese sentido, el hecho de que puedas encontrar en Youtube los simples de doo-wop más oscuros de los años cincuenta, que antes eran imposibles de escuchar, es algo maravilloso y un poco espeluznante a la vez. Pero en su mayor parte, maravilloso.
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El basurero de la historia
(Paidós)
298 páginas. Traducción de Fermín Rodríguez y prólogo de Pablo Schanton

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