Guillermo del Toro se pone políticamente correcto en La forma del agua

La nueva película del director mexicano es un relato fantástico que conjuga su amor por el cine de género clásico con su tendencia a plasmar alegorías en la forma de cuentos de hadas.

Los Inrockuptibles
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6 min readFeb 21, 2018

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Por Mariano Kairuz

Cualquiera que se haya criado viendo películas fantásticas clase B como las de los años 50 y 60, y al día de hoy se exponga a sagas repletas de criaturas y escenografías digitales fotorrealistas, habrá comprobado que los efectos especiales pueden ser más o menos impresionantes, pero nunca van a constituir el corazón del relato, y que si la cosa (the thing, para decirlo con propiedad) está contada con convicción, nos creeremos al monstruo de goma de ojos como huevos duros durante el tiempo que nos lo pidan. En otras palabras, que El monstruo de la laguna negra (1954), de Jack Arnold, con su mensaje corresponsable y su historia de amor entre chica bella y hombre-sireno compuesto básicamente por un tipo en un disfraz de caucho más bien rígido es, a sesenta y tres años de su estreno, una película absolutamente moderna. Dicho esto, de entrada uno no puede menos que sentir simpatía por la nueva película de Guillermo del Toro, en la que un hombre pez enamora a la muchacha porque sí.

Todo empezó con el director de Cronos, Mimic y El espinazo del diablo viendo alguna vez en la tele, hace mucho, cuando era chiquito, el film de Arnold, y enamorándose perdidamente. Enamorándose del concepto de aquella película de Arnold, que es irresistible, y de la fotografía subacuática, pero especialmente enamorándose de Julie Adams, que era hipnóticamente hermosa de un modo bastante intemporal: es probable que quedar hechizado por Julie Adams de chico en los 50 o 60 fuera el equivalente a dejarse hechizar por Jennifer Connelly en Laberinto o incluso en Rocketeer. Todo esto para decir que es obvio que La forma del agua tiene, en principio, el corazón puesto en el lugar correcto: en el más noble vínculo con una película adorada del pasado. Y sin embargo, cuando uno es muy prejuicioso, se encuentra con que esta es la película de Del Toro –quien ha hecho unas cuantas muy buenas– que más elogios se lleva por todos lados (crítica, rumores de nominaciones, etc.) en más de una década, y se empieza a sospechar, a oler un poco el pescado rancio. La última vez que le pasó esto a Del Toro fue cuando estrenó su “unánimemente aclamada” El laberinto del fauno (2006), que pareció encantar a todo el mundo. Que no se malentienda: El laberinto del fauno tenía momentos brillantes, pero no tantos en el contexto de una obra que no recibió todos esos elogios por sus aventuras basadas en cómics (Hellboy, Blade) ni luego tampoco por sus salvajes experimentos visuales y sensoriales de Titanes del Pacifico o La cumbre escarlata. Tal vez lo que tenía El laberinto del fauno –especulamos los prejuiciosos– era ese elemento tan caro a la crítica internacional más seria, que suele ser un tema histórico, social, político, “de agenda” y potencial prestigio; en este caso, la Guerra Civil Española, a la cual los factores fantásticos servían antes que nada para alegorizar sus horrores. En este marco tan serio, el Fauno en cuestión era el bicho de goma que solo podía resultar distractivo y ridículo. Lo cual probaría por la contraria lo que se decía al principio: no importa de qué estén hechos los efectos, lo que importa en verdad es otra cosa.

“Cuando el alegato en favor de la diversidad se impone sobre el bizarro relato de amor entre la chica y el hombre pescado, nos olvidamos un poco del romance originario entre un cineasta cinéfilo y una película de su infancia, y se nos devuelve mecánicamente a la agenda social y política del presente.”

La forma del agua empieza con algunos detalles muy prometedores: la voz de Richard Jenkins nos introduce en la historia como si se tratara de un cuento de hadas ambientado a principios de los 60 y probablemente un poco macabro. Enseguida nos describe a su protagonista, la muda Elise (la inglesa Sally Hawkins) y sus rutinas, entre las cuales se cuentan regulares y cronometradas sesiones de autosatisfacción en la bañadera llena. Elise es una mujer solitaria y sensible, desprovista de maldad, que trabaja como personal de limpieza en un laboratorio secreto del gobierno norteamericano en Baltimore, junto a una mujer simpática y expresiva con una tendencia a hablar por ambas (Octavia Spencer). El detalle de la masturbación –contado con un desnudo completo– nos adelanta lo mejor de la película: que por momentos será una fábula como aquellas que se producían en la época en que esta está ambientada, pero con la ventaja de poder incluir todos aquellos elementos que en los 50 y 60 se reprimían y solo podían, en el mejor de los casos, sugerirse. Como apuesta, reversionar un poco el gran cine de otros tiempos corrigiendo lo que la censura –la institucional y la social — no permitía decir. En el laboratorio donde trabaja Elise, los agentes del gobierno –entre ellos, el pérfido Strickland (Michael Shannon) y el razonable doctor Hoffstetler (Michael Stuhlbarg)- tienen encerrada a esta criatura anfibia, antropomórfica, en la que al menos el primero está interesado solo por su rareza y sus potenciales aplicaciones en plena Guerra Fría.

La carga de sexualidad explícita con que nos sorprende al principio el relato se despliega luego sobre la historia de amor, que tiene rastros de King Kong o de La Bella y la Bestia, con una inusual vuelta de tuerca: imagínense si –cuidado, spoiler– en alguna de estas historias de chica-conoce-monstruo, el amor pasara de platónico a consumado; en pantalla, sin eufemismos. El problema es, una vez más, que detrás de todo esto acecha una alegoría: la del amor por el otro, por el distinto. Están el “sireno” y la chica muda, y su amiga del trabajo –que es negra en una época de segregación–, y también el hombre de la voz en off, interpretado por Jenkins, el vecino artista, gay y un poco perdedor de Elise, un hombre solitario, frustrado y enamorado sin esperanza.

La forma del agua es una película acerca de conectarse con el otro; sobre enamorarse de aquél de quien se supone que uno no tiene que enamorarse. Esta película fue concebida como un antídoto contra el cinismo y la desconexión que experimentamos hoy”, ha dicho Del Toro, y un poco en el acto mismo de explicarla, le arrebató parte de su magia. De la misma manera que, cuando en la película esta suerte de alegato en favor de la diversidad se impone sobre el bizarro relato de amor entre la chica y el hombre-pescado, nos olvidamos un poco del romance originario entre un cineasta cinéfilo y una película de su infancia, y se nos devuelve mecánicamente a la agenda social y política del presente. Con mucha seriedad, con un gran sentido de la responsabilidad, con innegable inventiva visual, pero sin tanta pasión por la narración, sin tanto encanto. Este es el que le gusta a críticos y festivales, pero algunos preferimos al Del Toro más comiquero, más sanguíneo y salvaje, más brutal y caprichoso.

La forma del agua
De Guillermo del Toro
Con Sally Hawkins, Michael Shannon y Richard Jenkins

Estreno en la Argentina 22 de febrero de 2018

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