La extraña fascinación de Paul Thomas Anderson

En El hilo fantasma, su última película, un cruel diseñador de alta costura encuentra por fin una musa que lo hace tambalear.

Los Inrockuptibles
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4 min readMar 15, 2018

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Por Jacky Goldberg

Fascinado por la fascinación, el cine de Paul Thomas Anderson se concentra en cada nueva película en encontrar una solución más pura químicamente que su precedente. En ese camino, aparece una excepción: Vicio propio, la adaptación caótica de la novela de Thomas Pynchon, que es, como por casualidad, una de las más discutidas (pero nuestra preferida). Si nos tomamos el trabajo de mencionarla es porque su octavo film, El hilo fantasma, parece construido en base a una reacción en contra de esta, como impulsado por una necesidad imperiosa de volver a encontrar el “hilo” de Petróleo sangriento y The Master, perdido en volutas de humo y los desaciertos cómico-psicodélicos de Doc Sportello, el detective privado de Inherent Vice. Una respuesta, sí, pero también una continuidad. Algo de la lección del film precedente quedó ahí, porque necesitaremos esperar hasta el final del viaje, un viaje tortuoso y a veces duro, para ver algo realmente interesante. Este algo es la posibilidad de encontrar la felicidad al soltar. Sin embargo, queda la sensación de que llega demasiado tarde.

Reynolds Woodcock (vaya apellido), el protagonista de El hilo fantasma, se parece bastante a Daniel Plainview, el petrolero misántropo de Petróleo sangriento que interpretó Daniel Day-Lewis (con la ostentosa técnica que le conocemos), pero toma cosas prestadas, en algunos aspectos, de Lancaster Dodd, el fundador de la falsa cientología, papel llevado a cabo en The Master por el otro bufón interpretado por Philip Seymour Hoffman. Al igual que ellos, él domina su entorno gracias a una firme imposición de su propia voluntad. Mientras que Plainview utilizaba la coerción y Dood la manipulación mental, Woodcock cuenta sobre todo con la seducción y el silencio (de la muerte) para gobernar en su pequeño reino doméstico confeccionado minuciosamente.

En la Inglaterra de 1950, Reynolds Woodcock es un diseñador de alta costura, que recibe a domicilio princesas y grandes mujeres para crearles lujosos vestidos a medida. Con el fin de inspirarse, se rodea de jovencitas a las que invita a pasar por su cama –y a quienes cambia constantemente, como uno cambiaría las sábanas, a través de un ritual cruel que lleva a cabo en conjunto con su hermana/ama de llaves/cómplice (la muy hitchcockiana Leslie Manville). Pero la llegada de una nueva musa destruirá esta rutina, y se convertirá en la contaminación, el lento derrocamiento de esta dialéctica amo-esclava que cuenta el film.

La escena de su primer encuentro es, por lejos, la más bella, porque se vale del talento del primer Paul Thomas Anderson: el que le permite filmar una fascinación recíproca que se marea en el presente, antes de que el poder llegue a pervertirla. En este restaurante ubicado en el campo donde Daniel Day-Lewis va a engullir su desayuno, el cineasta instaura un juego de miradas y lenguaje de un refinamiento muy alto, filmando un simple pedido a una moza de mejillas sonrosadas (la fabulosa Vicky Krieps, actriz luxemburguesa cuyo talento explota en esta escena) como un ejercicio de seducción de alto vuelo, integrando al mismo tiempo todos los elementos contextuales del relato: la visión de las clases sociales, la dominación masculina, pero también la capacidad de resistencia de la presa, que no es realmente tal.

El hilo fantasma se inscribe en un género inventado en los años 40 en Hollywood, que podríamos llamar “gótico psicoanalítico”, y que consiste en graficar la relación tóxica entre parejas o amantes, enredados en una espiral de pretensiones, generalmente en una casa grande. Rebecca y La sospecha de Hitchcock (a las cuales les agrega la música de Jonny Greenwood, fascinante pero demasiado omnipresente), Gaslight de George Cukor, Experiment Perilous de Jacques Tourneur o más recientemente Gone Girl de David Fincher son algunos ejemplos. Sólo que aquí, no hay misterio fuera del campo visual del espectador, quien comprende rápidamente lo que quieren los personajes, cuyos engaños venenosos se convierten rápidamente en pura materia para el voyeurismo. Es la otra cara de la moneda: a Anderson le gusta escudriñar a los demás, sus hábitos, sus actividades, pero hace lo mismo con la naturaleza muerta. Al igual que la de la Medusa, su mirada petrifica, convierte en estatua a quien le devuelva la vista.

Guionista, director y hasta operador de cámaras de su película, Anderson, evidentemente, puso mucho de sí mismo en este Woodcock que rechaza los encantos del modernismo (lo que él llama con desprecio “lo chic”) en beneficio de una idea fija de la gran forma clásica –de esta manera, él es el anti Saint Laurent (el diseñador de alta costura del film de Bertrand Bonello) que olfateó las características del tiempo para volverlo sublime con sus creaciones. Esta solemnidad, por mucho que tenga de impresionante, resulta sobre todo sofocante, y sería interesante que su próximo film comience por donde este termina, por ese bello momento en el que la fascinación se detiene, en beneficio de una simple mirada recíproca.

El hilo fantasma
(Phantom Thread)
De Paul Thomas Anderson
Con Vicky Krieps, Daniel Day-Lewis y Lesley Manville

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