Instagram, la vida por delante

Paisajes, comidas, bebidas y hasta los detalles más ínfimos de la vida personal y cotidiana son el contenido de Instagram, otra ventana íntima abierta al mundo. Nos metemos de lleno en el universo de esta red social que, con una estética vintage y sus filtros símil Polaroid, logra embellecer hasta al más feo. / Por Diane Lisarelli

Los Inrockuptibles
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5 min readJul 15, 2013

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Antiguamente, antes de comer, la gente se lavaba las manos. Hoy, le sacan una foto al contenido de su plato. Además de los problemas de higiene relacionados con las bacterias que se encuentran en un teléfono (muchas más que en el lavabo de un baño, según un estudio británico de 2010), hay otra cuestión: ¿qué es esa extraña enfermedad moderna que lleva a muchísimas personas a desenvainar su smartphone para inmortalizar algo incluso antes de haberlo realmente mirado?

La escena es aplicable a una infinidad de situaciones. Durante un recital, en un viaje, en una salida, en la calle o incluso solos en sus casas, son muchísimos los que pasan un tiempo inaudito en documentar su vida, capturando cualquier momento (significante o no), casi por el placer del gesto. De hecho, desde hace algunos años, la práctica fotográfica amateur es gratuita, y en los dos sentidos de la palabra. Ya no hace falta pagar para hacer fotos: estas están directamente disponibles en la pantalla (ya sea la de una cámara de fotos digital, la de una computadora o la de un smartphone). Consecuencia lógica: ya no hace falta pensar desmesuradamente antes de tocar el botón disparador. Sin ningún ruido, como si nada, el momento clave se desplazó: la toma ya no es un instante sagrado y una foto solo parece tener valor si es seleccionada para ser compartida.

Así, las redes sociales reemplazaron a los álbumes de fotos y las noches en las que nos reuníamos a verlos. Facebook es hoy la mayor colección de imágenes del mundo. Y el smartphone se volvió la primera herramienta privada para sacar fotos. En la cima de este fenómeno, Instagram. Pequeña aplicación originalmente dedicada a los poseedores de un iPhone, iPod o iPad (hoy ampliada a los usuarios de los smartphones con Android), Instagram es un servicio para compartir imágenes.

Con más de cien millones de usuarios activos, que postean más de cuarenta millones de fotos por día, la fuerza de la aplicación reside en su simplicidad. Como Twitter, limitado a los 140 caracteres, Instagram es un flujo cronológico de fotos posteadas por aquellos que eligieron esta aplicación. “Es una forma divertida, fácil y gratis de hacer y compartir fotos de gran belleza con tu dispositivo. Escoge uno de los múltiples filtros disponibles o el enfoque tilt-shift para dar un nuevo aspecto a tus fotos. Transforma cualquier momento del día a día en una obra de arte que podrás compartir con amigos y familiares.” Así se vende la aplicación en iTunes Store. Facebook compró este servicio por mil millones de dólares el año pasado. Una suma desmesurada para una empresa de unas diez personas no rentable económicamente, pero una inversión estratégica para quien hace su negocio sobre “la vida de la gente”, según la fórmula regularmente usada por Mark Zuckerberg.

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Al alentar la publicación instantánea de fotos y ofrecer la posibilidad de agregarles un filtro que les dé un aspecto inmediatamente vintage, Instagram logra incitar al ser humano a vivir su presente como un futuro pasado.

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Para Nathan Jurgenson, estudiante, investigador y figura central de la teorización sobre la Web, la lógica en juego en la compra de Instagram por Facebook es también –y sobre todo– cultural. Permite, en efecto, que el gigante de las redes sociales se arraigue aún más profundamente en la existencia “de la gente”; al alentar la publicación instantánea de fotos y ofrecer la posibilidad de agregarles un filtro que les dé un aspecto inmediatamente vintage, Instagram logra incitar al ser humano a vivir su presente como un futuro pasado.

1967: una publicidad de Eumig, la marca de material de audio y cinematográfico, muestra a una joven rubia que tiene en su delicada mano una voluminosa cámara. El texto: “Me gusta mi cámara porque me gusta vivir. Grabo los mejores momentos de la existencia, los resucito cuando los quiero en todo su esplendor”. Una retórica publicitaria algo demodé, en ese entonces comentada por la Internacional Situacionista en estos términos: “La dominación del espectáculo por sobre la vida, en donde el presente es vivido inmediatamente como recuerdo”.

Aunque hoy la expresión “sociedad del espectáculo” se utiliza sin tino, alcanza con (re)leer el libro del mismo nombre para verlo confirmado desde las primeras páginas: “El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino un vínculo social entre personas, mediatizado por imágenes”. Es precisamente lo que sucede en las redes sociales que, desde hace diez años, desde MySpace hasta Vine (servicio de publicación de microvideos), pasando por Instagram, alientan a los internautas (que se inscriben al igual que las “estrellas”, desde Rihanna hasta Justin Bieber y Kim Kardashian o cualquier modelo) a vivir como el protagonista de una producción con un presupuesto más o menos elevado.

El fenómeno no es, evidentemente, nuevo. De hecho, es indisociable de toda la vida social. En 1959, el sociólogo Erving Goffman comparaba la vida cotidiana con una puesta en escena como en el teatro, con actores, un público, bastidores, etc. El advenimiento de las redes sociales hace evolucionar la metáfora teatral hacia algo entre la fotonovela y el cine. Campo y fuera de campo están ahora delimitados por la pantalla. El público es mucho más amplio, sin fronteras, y el actor actúa en medio de un sistema económico bien aceitado.

En Un arte medio: ensayo sobre los usos sociales de la fotografía, de Pierre Bourdieu, se afirma que cada fotógrafo amateur “revela sus valores al mostrar lo que juzga suficientemente digno para querer arrancarlo del paso del tiempo”. Zapatillas nuevas, el ala de un avión que sobrevuela el planeta Tierra, presencia en un lugar de alto valor agregado (simbólico, social, económico o cultural)… La mirada turística que en todos lados solo ve paisajes para fotografiar, como decorados de una vida de ilusión, se volvió universal. Son los valores del capitalismo artístico que triunfan sutilmente. En este sistema, según Gilles Lipovetsky y Jean Serroy en su reciente libro La estetización del mundo, “la ética puritana del capitalismo original cedió su lugar a un ideal estético de la vida basado en la búsqueda de sensaciones inmediatas, los placeres de los sentidos y de lo nuevo, el divertimento, la calidad de vida, la invención y la realización de uno mismo”.

Según esta perspectiva, cada imagen posteada en Instagram es una “obra de arte” (para retomar las palabras utilizadas en el texto publicitario de la aplicación), en tanto que reliquia de una vida que se está reinventando con más o menos imaginación. Y al documentarse de esa manera, el internauta hace acto de afirmación de sí en medio de una red en la que la mayoría de los individuos parece postear las mismas fotos.

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