Kate Moss: modelo para armar

Los Inrockuptibles
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7 min readMay 14, 2012

Surgida como objeto de deseo de la Cool Britania, Kate Moss lleva dos décadas en las pasarelas y en las tapas de diarios y revistas. Y aunque ahora los excesos y escándalos que la caracterizaron parecen haber quedado atrás, la supermodelo que hizo de la transgresión una norma sigue irradiando esa combinación única e irresistible de delicadeza y ferocidad, de sexualidad y androginia. / Por Karina Noriega

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Kate Moss está más allá del deseo, cautiva más que excita”, dice el escritor francés Christian Salmon en Kate Moss Machine sobre su objeto de estudio, el ícono más rocker y distante del establishment de la moda durante más de veinte años. Reina de las mutaciones, ave fénix que resemantiza el estilo sobre su piel, la supermodelo podría ser considerada producto y objeto de la modernidad líquida de Zygmunt Bauman, un maniquí para armar y desarmar al servicio de los caprichos más viles de la industria. Con sus dientes separados, su escaso metro setenta y sus cuarenta y dos kilos, en los noventa llevó muy lejos sus 83–57–88: desbancó a las supermodelos curvilíneas, fue acusada de promover la anorexia como emblema prematuro del “grunge chic” (campaña Calvin Klein jeans, 1992), y hasta tuvo novios como Leo DiCaprio y Johnny Depp, con quien en 1997 rompió unas cuantas habitaciones cinco estrellas. Incluso una del Ritz de París, donde en el Hemingway Bar se rendía al trago French 76 (vodka, azúcar, jugo de limón y champagne) y que tributó en la edición de abril pasado de la Vogue estadounidense.

¿Qué tenía esta desgarbada hija de un ama de casa y un carpintero de los suburbios proletarios de Croydon para convertirse en un mito? El fotógrafo Mario Sorrenti, amigo íntimo –y algo más– lo sintetiza así: “Belleza, charme y la habilidad constante para cambiar”. No fue una respuesta, pero como empresaria de su propio marketing, ensayó alguna vez esta definición: “una chica que se ve mucho mejor haciendo fiaca en casa en pijama, fumando porro y bebiendo una copa de vino”.

Y así aparece, entre lo profano y lo sagrado, con su bocota pintada entreabierta, y esos ojos gatunos capaces de hacerse flúo en su vida noctámbula, entre la estampita y el folletín pulp. ¿Qué es lo que atrapa de su imagen? Tal vez la epifanía de un misterio, como dice Gilbert Durand. O como Moss ordena en la canción Some velvet morning (versión del clásico de Lee Hazlewood y Nancy Sinatra, incluida en Dirty Hits, de Primal Scream): “Miranos, pero no nos toques”.

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“La excitación que sentís cuando la fotografiás sólo puede ser comparada con el momento en que retratás a un animal que acaba de nacer o a un niño salvaje.” (Bruce Weber)

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Kate Moss fue descubierta a los catorce años en el aeropuerto JFK de Nueva York por Sarah Douglas, la fundadora de la agencia de modelos Storm y, desde ese día, hizo de la transgresión una norma. Empezó a faltar al colegio solo para llegar a los desfiles, donde se hizo carne y uña con todo lo que el embriagante backstage te regala como bonus track. Debutó en la semana de la moda de París en 1990 de la mano de su mentor, el polémico John Galliano, que como toda indicación le ordenó: “Corré desesperada como si te estuviera persiguiendo un lobo”. ¿Cuánto de cordero sacrificado tiene esta ninfa a la que todos coinciden en enmarcar con la ambivalente sentencia “tan ordinaria como interesante”? ¿Que te haga “la vida más fácil”, como plantea el publicista Martín Romanella, que la dirigió el año pasado en el comercial de Basement? El fotógrafo Bruce Weber lo pone así: “La excitación que sentís cuando la fotografiás sólo puede ser comparada con el momento en que retratás a un animal que acaba de nacer o a un niño salvaje”.

Como estratega, cambia de piel, transgrede a la mujer reproductora (aunque no se pierde la experiencia, es madre de Lila Grace junto al editor de Dazed and Confused), y roza el mito, coqueteando con la idea de ser fuente inagotable de inspiración. Entrega, sublimación, pero jamás sumisión. En 2003, Lucian Freud la convenció de posar desnuda para él durante su embarazo. El retrato que pintó el nieto de Sigmund (más tarde vendido por varios millones) la alejó de la artificialidad del packaging y la mostró como a cualquier otra mujer, lejos de las miradas ensayadas y las poses esbeltas: echada sobre la cama, emperatriz sin autocontrol. En ese entonces, el diario The Guardian anunció “la muerte del arte británico” porque consideraba a Mossy un personaje hueco. ¿Qué tan hueco está un lienzo en el que se tallan conceptos y se vuelven a borrar? Una pizarra mágica, catalizadora sin fin de deseos.

Como un color neutro que va con todo, Kate combina muy bien con el capitalismo, como recuerda Salmon: “Flexible, móvil y capaz de reinventar, sin parar, una vida llena de nuevos desafíos y performances”. Su economía de belleza e incorrección que puede ir de la mano con la situación de la bolsa, el centimil en la prensa amarilla, las primeras filas, las recaídas en las drogas, y todas las roturas del corazón. Empresaria de su propia mercadotecnia, la socióloga de moda Susana Saulquin elige extraerla del arquetipo de mito y centrarse en la “identificación que produce en los jóvenes” y en su categoría de producto de consumo. “Kate es una sabia mezcla entre desenfado y vulnerabilidad”, apunta. Como señala la biógrafa de la modelo, Katherine Kendall, “estas contradicciones son las que explican la resonancia de Moss en la actualidad. A la vez es accesible e inalcanzable, real y fantástica, delicada y feroz, sexual y andrógina”.

El capítulo de los grandes escándalos comenzó a escribirse con más fuerza en septiembre de 2005, cuando el Daily Mirror publicó unas fotos robadas en las que Mossy (en el mismísimo día de su cumpleaños) esnifaba cocaína. “Cocaine Kate” fue el titular para el nuevo demonio de tasmania de los tabloides, a quien las altas marcas que la tenían contratada le cancelaron todos sus compromisos. “Tuvieron que resignarse y volver a llamarla porque es vendedora: representa muy bien a una franja de consumidores”, sintetiza Saulquin. “Es una rebelde integrada que experimenta consigo misma hasta la ruptura, por eso teníamos que verla con la nariz metida en la cocaína”, ensaya el autor de Kate Moss Machine, quien la califica como una especie de droga para la sociedad que provoca adicción porque es una aceleradora de experiencias. No en vano el escándalo la agarró a Moss en 2007 apuntando al candidato más trash: Pete Doherty, músico de The Libertines, apasionado por Thomas de Quincey, el opio y hasta la heroína, por mencionar solo un puñado de sus mejores amigos. En alquimia con el cantante británico, Kate hizo todo lo inapropiado para una celebridad y siempre hubo foto robada para contarlo. Reinó en los backstages más álgidos, cantó fuera de sí en videos caseros subidos a YouTube, la fotografiaron cabeza abajo desde la ventana de un departamento mientras su noviecito tocaba la guitarra para los fans, y fue bailarina de caño para el video I Just Don’t Know What to Do With Myself, de los White Stripes (bajo la dirección de Sofia Coppola). Dos años después, Moss lo dejó a Doherty como se abandona a un paquete de cigarrillos, de un tirón. Un simple mensaje de texto que dejó al romántico poeta de bruces en el suelo y con una canción (de tantas) en la punta de la lengua. “Oh, qué vas a hacer Katie. Sos una chica muy dulce. Pero es un mundo cruel, muy cruel”, se desgañitó, herido del corazón, Doherty en What Katie Did.

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Lucian Freud la convenció de posar desnuda para él durante su embarazo. El retrato que pintó el nieto de Sigmund (más tarde vendido por varios millones) la alejó de la artificialidad del packaging y la mostró como a cualquier otra mujer, lejos de las miradas ensayadas y las poses esbeltas.

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“También escuché que Winona volvería con Johnny si Kate Moss se evaporara por el aire o un pequeño tornado la devolviera a Auschwitz, que es lo que todos estamos esperando”, le hacía decir Bret Easton Ellis al frívolo Victor Ward en Glamorama. Y sí, como él, no faltan los odiosos empedernidos (aunque, claro, menos exagerados), que en Londres o en cualquier punto del planeta, sobre sus fotos le escriben “skinny bitch” o le pintan bigotes a la chica que tiene más de trescientas tapas de Vogue. Pero los detractores no hacen mella: llueven citas a ella en la cultura pop. “Podés ser mi Kate Moss negra esta noche. Jugá a mi secretaria, esta noche soy el jefe”, rapea Kanye West en “Stronger”. No solo eso: Mossy se robó videos como “An Emotional Fish”, de Lace Virginia, “Delia’s Gone” y “God’s Gonna Cut You Dow”, de Johnny Cash, y “Kowalsky” de Primal Scream. Todos le rinden pleitesía, incluso sus ex. Como el cantante Bobby Gillespie, que no faltó el año pasado a la boda de Kate con Jamie Hince de The Kills. La chica mala de la moda al fin pisó el altar y juró amor para toda la vida. Eso sí, despidió su soltería a lo grande: en el festival Glastonbury, donde perdió su anillo de compromiso, le negaron el acceso al backstage de Pulp, e impuso como nunca las botas de lluvia Hunter. “Esa imagen en una situación incómoda, que derrocha estilo en medio del caos, inspira a componer riffs afilados y rabiosos como los de Get It On, de T-Rex”, dispara Leandro Lolo Fuentes, guitarrista de Miranda! En su casamiento, Mossy tuvo su propio “Mini Glasto” de tres días, que la prensa inglesa llamó Mosstock: fiesta de quinientas mil libras para trescientas personas, alcohol para abastecer a un estadio de fútbol, y shows de Iggy Pop, Beth Ditto y Snoop Dogg. Su imagen de novia etérea y virginal bajando de un impoluto Rolls Royce blanco se suma al millón de fotos que componen toda su iconografía. “Su sentido de la moda es un visado para franquear las fronteras sociales. Es un símbolo de individualidad y de su creencia en la libertad personal”, dice Christian Salmon, mientras el escritor Jean-Jacques Schuhl declaró haberla usado como inspiración para su novela Les Fantômes, y el artista británico Marc Quinn la esculpió en oro y afirmó: “Es la única persona que tiene la ubicuidad y el silencio que requiera una imagen de la divinidad”.

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Foto: Getty Images / AFP

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