La juventud política: crónica desde adentro

Los Inrockuptibles
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14 min readSep 22, 2015

Antes que nada, es importante diferenciar dos cosas: táctica de masa y estrategia de construcción.” Esto están diciendo en una unidad básica del oeste del conurbano bonaerense. De pie, el responsable político se explaya: “la construcción es hablar con Martha, Sonia, Gladys, Antonio; hacernos amigos de la comisión directiva del Club Tal y Tal, que nos conozcan; arreglarle el techo a don Eduardo, a quien también le conseguimos insulina; en fin, relaciones sociales, con contenido político, de modo de insertarnos en la sociedad civil local. Construcción: un pasito, luego otro, te conocen la cara, te quieren. La organización seduce al tiempo, se expande silenciosamente, con la lentitud del humor, las costumbres y el cambio social… Después, por otro lado, está la política de masa, donde salimos a lo loco, para los cuatro costados: es decir, ¡elecciones! Como acá precisamos el voto, no es quedarse dos horas tomando mate, sino que, si el vecino es compañero, le pedimos el teléfono y seguimos rumbo, porque ese ya nos acompaña. Hay 50 mil frentes en el distrito y resulta que tenemos que llegar a todos. Como suena. Así que importa lo cuantitativo, porque lo electoral es eso: números. Todo esto, claro”, prosigue el responsable, “ha de ocurrir bien rápido, en un par de meses eléctricos, furiosos, inolvidables. Se llama o le dicen ‘campaña electoral’. En cambio, la construcción, lo que hacemos el resto del año, y de la vida, es cualitativa y la llamaremos, con intencionado dejo religioso, ‘campaña cultural’”.

¿Qué es todo este idioma? El mes pasado fueron las elecciones primarias abiertas en las que se definieron las candidaturas a presidente, gobernador, intendente y legisladores nacionales, provinciales, locales y del Parlasur, y la prensa debió registrar el avance de una organización como La Cámpora en varios municipios emblemáticos de la Provincia de Buenos Aires (Moreno, San Vicente, Lanús, Hurlingham, Almirante Brown, Merce-des). Dicho fenómeno parecerá inexplicable: ¿tiene la juventud kirchnerista representatividad en la población? Al parecer, la tiene. ¿Cómo pasó? ¿Cómo no lo previeron los interesantes escritores de Le Monde Diplomatique, de la revista Crisis, del blog Panamá? La respuesta: el trabajo de construcción es silencioso, lento, paciente; el electoral es ruidoso. Y ha llegado el momento del ruido.

Estrategia de construcción

A las nueve de la mañana en Villa Tesei un sábado helado. En la calle Lángara cae hielo. Los compañeros se reúnen en torno al operativo de salud. Volantes fotocopiados cuelgan entre los dedos angulosos, rígidos, a duras penas retráctiles. Esperan que aparezcan las vecinas del barrio. No tardan nada. En fila, en procesión seudocristiana, con rostros pasolinianos, rigurosos… Vienen a que les firmen las libretas de la Asignación. A la derecha, sobre el descampado, puede oírse el viento, que mueve un manojo de hojas pútridas hasta la cabina de un auto incinerado, graciosamente –entreabierto, sin vidrios ya, su pintura roída, por arriba camina un gato.

Los compañeros deben hacer esto: charlar en la fila. No limitarse a entregar el volante, como el runflerío. El runflerío es el conocido “aparato”, lo que un guionista de televisión denominaría “punteros”, o sea, el reemplazo de la militancia una vez que la dictadura terminó: gente que por sus contactos puede resolver problemas (tal vez) de los vecinos, lo que sin duda es absolutamente meritorio, pero que luego no politiza la relación. Así la cosa no avanza nunca. Politizar sería, en un nivel mínimo, volver sensible el vínculo que existe entre un problema concreto y los grandes asuntos nacionales. Y emocionar, llamar a la acción.

Hoy, ahora, en julio, los militantes dicen: antes, cuándo hubo un operativo de salud acá. No hubo. Una vecina critica al municipio: en la salita no le quisieron firmar la libreta; qué culpa tenían ellos (los médicos) de que haya parido sin plata. Se hubiera cuidado. Esto le dijeron. Una barbaridad recurrente, el racismo medicinal… Los compañeros politizan, dicen: hay que luchar, los valores de este proyecto, el intendente debería controlar, faltan gasas, basta de frases nazis. Es un comienzo. Salta otra y alega que sube el costo de todo: el pan, la carne, gaseosas. Bueno, replican los compañeros, pero hablemos de política, o lo que es estrictamente idéntico, ¿de quién es la culpa? ¿De la Cristina? No. Arriba CRISTINA = ASIGNACIÓN, abajo EMPRESARIOS = INFLACIÓN… Este fraseo simple debe ser imaginado, brillante, en una pared. Reina la satisfacción de haber tenido una idea; pero cuidado.

Altercado en el paredón

Militantes se acercan a un clásico paredón ferroviario. Todo el mundo lo pinta. Evidente en su finalidad, indiferente en su ideología, en sí mismo resulta ser una cosa esencialmente disponible, lo más parecido que se pueda concebir a una “forma pura”.

Llevan un tacho de cal y unas botellas cortadas al medio, donde cargaron el ferrite azul. Arrancan blanqueando el paredón, tirando cal con rodillos harapientos; este fenómeno ha ocurrido mil veces, y volverá a ocurrir. El nombre del intendente va borrándose. Luego toca escribir la consigna y de esto se ocupa Luciana, clásicamente. La facilidad de su trazo es sorprendente; también la firmeza. Van a poner algo normal, sobre la Patria, nada muy provocativo.

Politizar sería, en un nivel mínimo, volver sensible el vínculo que existe entre un problema concreto y los grandes asuntos nacionales. Y emocionar, llamar a la acción.

Pero, pero: aparecen dos patrulleros. La policía municipal. Con más rigor, los patrulleros municipales, es decir, los coches comprados por la Intendencia. Porque la policía municipal, a mediados de 2015, todavía no existe. Claro que podría tratarse de una sutileza; en definitiva, la represión del enemigo político no es una ciencia exacta.

Hay que reconocer que, para no existir, la fuerza municipal es bastante numerosa. Unas ocho personas vienen a impedir lo que fuere. Pese a la cantidad, por ahora reina un ánimo de cooperación y vecinazgo. “Chicos. ¿Van a pintar? No se puede; todo bien, igual, pero no”, discurren los policías. Los compañeros desean averiguar el porqué; un agente replica que “es propiedad privada”, confiando en el poder mágico de estas palabras. “Todo el mundo pinta acá”, protestan los “chicos”, “y aparte son terrenos ferroviarios: pertenecen al Estado Nacional”. La remisión a una instancia superior irrita el clima casi benévolo que predominaba entre los efectivos. Empiezan a hacerse, o fingir hacerse, llamados telefónicos. Aparece el inevitable “policía malo”, en este caso revestido por la condición de su absoluta inexistencia jurídica. “Hay cámaras de seguridad. Basta. Eh.” El tono es rasposo y frío. El “policía malo” murmura que “nos mandaron” aunque “no queremos estar acá” y que “todos sabemos que esto va a ser así”. Los compañeros analizan el escenario: la propuesta policíaca es que no hay Orden Social y que todo funciona en el terreno del “vamos viendo”, del sobreentendido, los puntos suspensivos. Ante esto, se impone la resistencia pasiva: no pintan, pero tampoco se van. Y hacen también sus llamados. (¿Cómo era la política antes del teléfono celular?)

Hablan con un militante abogado, que se toma un remís para llegar volando a la escena. Otro, responsable político de la zona, coordina con Luciana. Ella está asustada; es flaca, un poco encorvada, como un junco. “Los que están ahí, seguro son mitad bonaerenses, mitad municipales. Todo verso. Esperamos al boga.” Llegan refuerzos al bando seudopolicial. Son “civiles”, esto quiere decir funcionarios. El revoltijo de poder localista incrementa la tensión. “Nos los vamos a llevar detenidos”, dice fuerte uno de los recién llegados, como para que lo escuchen. Surte algún efecto; Luciana vuelve a llamar al responsable político y reporta la situación. El mandato que le devuelven: esperar al boga. “Pero, pero… Nos quieren llevar. Piden DNI.” “No somos chorros. ¡Nada de DNI!”, el responsable político le responde a los gritos a Luciana, pero es para despabilarla y enojarla –funciona, como siempre. Y se levanta el espíritu de los compañeros. Empiezan a pedir identificaciones a los propios canas, quienes, por cierto, se niegan: van enervándose, entre un poco y mucho. Surge un debate acerca de quién debe identificarse ante quién. ¿Son acaso verdaderos policías? A todo esto, la sociedad civil propiamente dicha, en reducido número, curiosea de a ratos –y se aburre, porque en realidad no ocurre nada.

Curiosamente, el militante no comienza luchando contra la Sociedad Rural ni la especulación financiera, sino que carga bolsas, pinta techos, camina muchísimo y habla, habla con el pueblo, habla y ve: un océano de sufrimiento.

Llega el militante abogado. Acá se define la política: o pueden seguir pintando, o no. Se presenta como tal, abogado Mengano; y cosa curiosa, su presencia resulta fulminante. Esto es, ¡se van! Esto es, el bando seudopolicial se desmiembra: un par suben al auto y defeccionan. Los polis distritales, la parte más irreal del grupo… Los funcionarios municipales también se borran. Quedan bonaerenses hablando cordialmente con el abogado: comentan, como quien oye llover, que no les gusta que los llamen para “asistir” en semejantes pavadas.

El deseo de no querer líos, que a veces gobierna el accionar policial, se expresa de diferentes maneras y algunas –por qué no decirlo– bien podrían ser un fragmento de la Constitución.

A sumar gente

Pero ¿cómo, por dónde se empieza a militar? La opinión pública no lo sabe. Tal vez no quiera saberlo; como decía Lacan, no existe ninguna “pulsión de saber”: la ignorancia es una pasión. Por cierto, la opinión pública jamás conduce a nada, así que el pre-militante debe tener la suerte de encontrarse con alguien que le brinde información certera sobre el asunto. Porque mejor que la impersonal alternativa de mandar un correo electrónico a alguna organización es, claro, conocer a alguien que ya esté militando. Armemos la escena. Es de noche. Están en un bar; como las vanguardias artísticas, la política también empieza en un bar (o en la casa de alguien que cumple esa función; no es difícil que esto pase, porque la gente tiene que juntarse en algún lado). Bajo neutrales tubos de luz, se habla de coyuntura. El mozo oye al azar palabras, sustantivos, “izquierda peronista”, “el campo”, “Primera Sección electoral”, flotando en el aire, entremezclándose con el barullo del ambiente y el humo confundido que dejan los cigarrillos, que para eso están. Todos hablan y dicen lo suyo, es decir, lo que han leído del tema. Cosas interesantes. Pero cuando le toca al militante, se nota que sabe. Suena distinto cuando él dice “Kirchner” o “poder político”; suena distinto, sí. Kirchner. Poder político. Palabras conocidas, pero que adquieren otra penetración, otra expresividad, llegan más lejos, se abren paso entre las columnas de humo que expulsan los fumadores, se le imponen incluso a la conciencia intermitente del mozo… Todos prestan atención. Lo más viejo del mundo, claro; está sumando gente; como se dice en la jerga, el primer paso del encuadramiento.

El encuadramiento

Supongamos que el pre-militante decide probar, salir del bar, ir a la cosa misma. ¿Qué pasa en las primeras semanas? Conoce gente. En forma imparable: Juan, Luciana, Andrea, el Colorado, Luis, Victoria, Alberto, José, José Carlos, todos mezclados e innumerables como en la Biblia, singulares, con sus características, su forma de hablar. En el medio del frenesí de reuniones, tal vez logra detener la vista en algo: una compañera que le gusta, y que canaliza (él no lo sabe) su deseo de otra vida, otra juventud… Pero las actividades arrancan inmediatamente; de entrada tendrá que exhibir la capacidad de levantarse, un sábado, a las siete y media de la mañana. Curiosamente, no comienza luchando contra la Sociedad Rural ni la especulación financiera, sino que carga bolsas, pinta techos, camina muchísimo y habla, habla con el pueblo, habla y ve: un océano de sufrimiento. Habla y ve: poder local, gente más inteligente de lo que suponía que podía haber. Habla y dice: al final, el Conurbano es… ya sabíamos cómo era: es común, está lleno de calles, tiene veredas con pasto, intendentes, hay pobres y no pobres, depende la zona, es irresumible. El pre-militante entra en los barrios periféricos. Sus compañeros son de varias clases sociales, quizá de todas. Saben preparar una mezcla de cemento, mover el fratacho sobre un revoque nuevo. Aprende mirando; no se explica cómo, pero está aprendiendo a pegar ladrillos. La política real le hace acordar que tiene un cuerpo, pero de manera distinta… Claro, es “poner el cuerpo” –en otras palabras, quedar demasiado cansado como para salir el sábado a la noche, quizá saliendo igual. Pero además, modelar el cuerpo. Bueno, mejor dicho, el espíritu: tener la orgánica en el cuerpo. Parecido a lo que dijo Alain Badiou a propósito del poder popular: “quienes nada tienen, solo tienen su disciplina”.

Los militantes y funcionarios que acompañan a Cristina cantan también, ponen los dedos en V, porque es lo que hay que hacer y porque quieren hacerlo. Es un espacio libre de ironía, de suspicacia, de temor, de tedio.

¿Qué es esto? La orgánica, la disciplina, significa que “yo no soy yo”. Más bien, “yo soy uno” –el pronombre indefinido donde intersectan la voluntad personal y la estrategia del conjunto: en definitiva, la fuerza radica en esto, en que se pueda tener una vida no-individual. Digamos lo mismo con una imagen. Cuando el militante se pone, por primera vez, la pechera de la organización, piensa en cómo lo verán sus amigos, los otros, aquellos, los de antes: él, que nunca había… no es un nene, en fin… La semana pasada no pudo ir a uno de esos casamientos campestres a mediodía porque le coincidía con una actividad. ¿Lo decidió él? En tanto “yo”, no; pero en tanto “uno” –se enreda. No hay tiempo. Es de noche; está en una fiesta con música que antes no hubiese escuchado. No conoce a nadie. Está lleno de compañeros. En la penumbra, mientras vuelca cerveza en un vaso de plástico transparente, oye: los que tienen novia, la van a terminar dejando, suele pasar, cuando termine el encuadramiento.

La buena nueva

Hoy los compañeros se vinieron directo desde el Oeste, en el ramal San Martín, y temprano. El sol les pegó un rato en la cara. Con algunos apretujones ingresan en la Casa Rosada, esa importante mansión consciente de sí misma, luego de atravesar la entrada ojival y los controles; por las claraboyas penetra la última claridad del día, un tono pardovioláceo sentimental… Cruzan como pueden el Salón de los Patriotas y se dirigen al Patio de las Palmeras; conocen el camino porque lo han hecho infinidad de veces. El clima adentro: es un recital, pero esos recitales chicos, en los que pasan las cosas importantes, los que no se filmaron, como ver a Sumo en el Parakultural. Todo está cerca, la gente contenta, hay columnas que no dejan ver bien, las canciones suenan como un trueno. ¿Cuándo pasó esto? ¿Volverá a pasar? El sol va ocultándose entre las pesadas hojas de las palmeras. Ya tuvo lugar el anuncio. Sale Cristina, micrófono en mano. Sí, esto debe ser un recital… La forma en que la masa ocupa el espacio, la forma en que ella saluda, “los quiero mucho”. O es al revés y los recitales “copiaron” de la política el elemento místico: la noción de aglomeramiento como un hecho positivo, liberador. Se canta eléctricamente “no pasa nada/ si todos los traidores se van con Massa”. Los militantes y funcionarios que acompañan a Cristina cantan también, ponen los dedos en V, porque es lo que hay que hacer y porque quieren hacerlo. Es un espacio libre de ironía, de suspicacia, de temor, de tedio.

En este momento, uno puede retraerse un segundo y observar a los presentes. En general, y de forma continua, están los compañeros, claro, pero también todas esas personas vistas diez o doce veces, a medias conocidas, con las que uno está vinculado por una vida en común, por objetivos compartidos y por un destino que bueno o malo les caerá a todos, uniformemente, en la cabeza. Eso los junta. Y toda esta escena puede configurar también una lección de teoría política: la potencia colectiva, para no desperdiciarse, se concentra en un punto –el líder, en este caso, la líder. Se ve fácil eso: hay conducción.

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El pogo antes del pogo

Del “no nos han vencido” a los auspiciosos resultados de las primarias abiertas, una genealogía de la juventud peronista actual.

Por Martín Gambarotta

En algún momento de la primavera alfonsinista las juventudes políticas decidieron hacer una marcha en contra del Fondo Monetario Internacional. Las columnas de esa protesta eran muy grandes, en especial las de la Juventud Radical y del Partido Intransigente. Todavía se respiraba el impacto que habían dejado las manifestaciones de cierre de campaña de la Unión Cívica Radical y el Peronismo en la Avenida 9 de Julio. La UCR había ganado las elecciones de 1983 y ahora su aparato, controlado por la Junta Coordinadora Nacional, dominaba la calle. Pero, desde esa marcha contra el FMI en adelante, apareció una columna más deshilachada que bajaba por Avenida de Mayo tronando con furia, acallando por momentos los bombos para que prenda una consigna, dejando a unos ocho mil jóvenes (con aspecto de haber sido molidos a palos más de una vez) cantando a viva voz, para luego avanzar de modo desenfrenado a los saltos por el ancho asfalto despejado. Comandada con un megáfono por Patricia Bullrich, ahora una diputada clave de la centroderecha, era la columna de la Juventud Peronista. Eso fue el pogo antes del pogo.

Los que vociferaban un desafío que por entonces sonaba absurdo eran los que quedaban de la Juventud Peronista. Alguien plantaba una bandera en una esquina y alrededor de ese trapo celeste y blanco estampado con letras negras se comenzaban a juntar. Era una JP que ya nada tenía que ver con la conducción oficial de Montoneros. Pero los que organizaban venían de romper con esa experiencia y trataban de reconstruir un frente de masas en un contexto adverso.

Se insiste mucho con que la nueva militancia peronista es heredera directa de los setenta. Pero la narrativa de la JP, en realidad, fluye como esa columna caótica perdida en la noche de los ochenta. La consigna que ahora se canta en todos los actos del kirchnerismo, esa que habla de la gloriosa Juventud Peronista y de que “a pesar de los desaparecidos, no nos han vencido”, viene de esa década.

Resulta al menos desconcertante que ese canto haya logrado llegar hasta hoy aun cuando, con el triunfo de Carlos Menem en 1989, la JP quedó otra vez defenestrada y expuesta a las chicanas. Pero su resiliencia tal vez se explique porque logró plasmar una poderosa historia subterránea: trajimos a Perón, en los barrios todavía se acuerdan de los chicos con brazaletes de la JP, resistimos la dictadura, le tiramos un palo por la cabeza al líder de la Unión Obrera Metalúrgica, Lorenzo Miguel, en el acto de Vélez en 1983.

Se insiste mucho con que la nueva militancia peronista es heredera directa de los setenta. Pero la narrativa de la JP, en realidad, fluye como esa columna caótica perdida en la noche de los ochenta.

De esa narrativa parece venir la juventud peronista actual. Al principio, a la mirada de un observador político desde una redacción, la reorganización de la JP una vez que Néstor Kirchner asume el poder en 2003 parecía errática. En la calle, incluso ya asumido el nombre de La Cámpora, muchas veces se los veía desmembrados y en grupitos embanderados pero sin rumbo. Sin embargo, como en los ochenta, bastaba con reafirmarse en las consignas para que empezara la aglutinación. Por ejemplo, de modo fugaz, se anunciaban al ritmo del éxito de Dread Mar I: “Acá está/ ya llegó/ esta es/ la gloriosa jotapé/ la que siempre va a bancar/ el proyecto nacional”…

La conexión de la JP de los ochenta con el presente del peronismo parece haberse dado de forma definitiva en aquel acto del Luna Park en 2010, justo antes de la muerte de Kirchner. Y eclosiona en las manifestaciones luego de su muerte ese mismo año en Plaza de Mayo. En el Luna Park, la juventud canta la marcha peronista a viva voz y simbólicamente logra arrebatársela al viejo partido a sus ojos traidor (algo que el consultor de centroderecha Jaime Durán Barba llama parte de un asombroso acto de rejuvenecimiento). En la larguísima fila para entrar a Casa de Gobierno a despedir a Kirchner, por momentos se lanzaban, sin prender del todo, consignas peronistas que se cantaban antes del menemismo.

Hecha la conexión, esa narrativa ahora sigue. La novedad es que finalmente una presidente hizo lo que la juventud exigía: les abrió las puertas del poder en términos aceptables para la izquierda peronista.

Si en los ochenta solo quedaba andar gritando consignas en la calle hasta reinventar el pogo, ahora se le suma ocupación de poder y de territorio a fuerza de militancia. Es parte de una puja interminable que parece nunca resolverse en el peronismo. Hay muchas maneras de leer el resultado de las PASO del 9 de agosto. Pero, en la clave interna del peronismo, hay que mirar lo que pasó en el Gran Buenos Aires.

De muestra alcanza un caso. El intendente pejotista de Merlo desde 1991, Raúl Othacehé, perdió la interna contra un (relativamente) joven peronista que a modo de presentación declara “yo fui secretario general de la UES”. No existen ya columnas del Partido Intransigente. En paz descansa la Junta Coordinadora Nacional. Pero la saga de la Juventud Peronista se resiste a morir, continúa. Negarlo, algo que se intentó muchas veces, sería equivocar el análisis.

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