Leé un fragmento de “M Train”, el libro Patti Smith

Los Inrockuptibles
Los Inrockuptibles
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4 min readDec 26, 2016

Mi padre trabajaba en el turno de noche. Dormía de día, se marchaba de casa mientras nosotros estábamos en el colegio y no regresaba hasta entrada la noche, cuando dormíamos. Los fines de semana nos veíamos obligados a dejarlo tranquilo, ya que disponía de poco tiempo para sí mismo. Se sentaba en su sillón favorito y veía béisbol con la Biblia en el regazo. A menudo leía en voz alta pasajes intentando dar pie a una discusión. “Cuestiónenlo todo”, nos decía. A lo largo de todo el año llevaba un buzo negro, unos pantalones oscuros, gastados y enrollados hasta las pantorrillas, y mocasines. Estos nunca le faltaban, pues mis hermanos y yo ahorrábamos durante todo el año para comprarle un nuevo par en Navidad. En sus últimos años daba de comer a los pájaros a todas horas, hiciera el tiempo que hiciese, hasta conseguir que acudieran a él cuando los llamaba y se posaran sobre sus hombros. A su muerte, yo heredé el escritorio y la silla. Dentro del escritorio encontré una caja de puros en la que había cheques anulados, un cortaúñas, un reloj Timex estropeado y un recorte de periódico amarillento en el que aparecía yo, radiante, en 1959, cuando gané el tercer premio de un concurso de carteles de seguridad nacional. Todavía guardo la caja en el cajón superior derecho. La maciza silla de madera que mi madre irreverentemente decoraba con calcomanías de rosas bruñidas está colocada contra la pared, de cara a la cama. En el asiento hay una quemadura de cigarrillo que le da un toque de vida. Deslizo el dedo por ella recordando el paquete blando de Camel sin filtro. La misma marca que fumaba John Wayne, con el dromedario dorado y la silueta de la palmera evocando lugares exóticos y la Legión Extranjera francesa. Deberías sentarte, me apremia la silla. Pero no consigo armarme de valor. De niños teníamos prohibido sentarnos al escritorio de mi padre, de modo que no utilizo su silla, solo la tengo cerca. Me senté en la silla de Roberto Bolaño cuando visité la casa de su familia en la ciudad costera de Blanes, en el noreste de España. Pero me arrepentí en el acto. Le había hecho cuatro fotos, una silla sencilla que él acarreaba supersticiosamente de una casa a otra. Era su silla para escribir. ¿Creía que sentándome en ella me convertiría en mejor escritora? Con un escalofrío de reproche hacia mí misma quito el polvo al cristal que protege mi foto polaroid de esa silla. Bajo las escaleras y las subo de nuevo con dos cajas llenas que vuelco sobre mi cama. Es hora de vérmelas con la última correspondencia de este año. Primero hojeo los anuncios de departamentos en Jupiter Beach, inversiones únicas y lucrativas para la tercera edad, y folletos ilustrados a todo color sobre cómo canjear mis puntos de viajero por fascinantes regalos. Lo tiro todo sin abrir a la papelera de reciclaje y siento una punzada de culpabilidad al pensar en los árboles que se han necesitado para fabricar esta montaña de porquería no solicitada. También hay buenos catálogos que ofrecen manuscritos alemanes del siglo XIX, objetos de interés de la generación beat y carretes de hilo Belgium antiguo, que puedo amontonar junto al retrete para entretenerme en el futuro. Paso junto a la cafetera, que se yergue como un monje encapuchado sobre un pequeño armario metálico en el que solo guardo las tazas de porcelana.

Le doy unos golpecitos y, evitando todo contacto visual con la máquina de escribir y el control remoto, me digo que ciertos objetos inanimados son mucho más bonitos que otros. Nubes pasajeras ocultan el sol. Una luz lechosa traspasa el tragaluz y se derrama por mi habitación. Tengo la ligera sensación de que me llaman. Algo me está llamando, de modo que me quedo muy quieta, como la detective Sarah Linden mientras pasan los créditos del comienzo de The Killing, al borde de un pantano al atardecer. Avanzo despacio hacia mi escritorio y levanto la tapa. No lo abro muy a menudo, ya que muchos de los preciados objetos que guardo en él encierran recuerdos demasiado dolorosos. Afortunadamente no necesito mirar, pues mi mano conoce el tamaño, la textura y la posición de todo lo que hay dentro. Deslizo una mano por debajo de un vestido de mi niñez y saco una pequeña caja metálica con diminutos orificios perforados en la tapa. Respiro hondo antes de abrirla, presa del miedo irracional de que su contenido sagrado se esfume al entrar en contacto con una repentina ráfaga de aire. Pero todo permanece intacto. Cuatro anzuelos pequeños, tres cebos artificiales recubiertos de plumas y otro de goma transparente coloreada de morado, como tiras de chicle Juicy Fruit o gomitas Swedish Fish con la cola en forma de coma.

M Train. Memorias
(Lumen) 288 páginas
Traducción de Aurora Echavarría

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