“Los incapaces”, de Alberto Montero

Los Inrockuptibles
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4 min readJun 16, 2016

Existen varios ejemplos en la literatura argentina de textos constituidos por un solo párrafo. “Un caso de ignorancia”, el relato que abre el primer libro de Saer, es célebre. Otro más cercano en el tiempo podría ser Pequeña flor, la última novela de Iosi Havilio. Pero en Los incapaces, Alberto Montero lleva esta apuesta al límite. Se trata de una novela de casi cuatrocientas páginas compuesta no solo por un único párrafo sino también por una única y enrevesada frase. Desde la primera página comprendemos que estamos ante un texto autosuficiente, con reglas propias, que para bien o para mal es imposible que nos resulte indiferente. La lectura de Los incapaces es una suerte de tour de force, de carrera de resistencia donde la brillantez comulga naturalmente con lo insoportable. Por lo general, esta clase de libros reclaman una exigencia extra de parte del lector, que muchas veces durante la lectura tiene que aprender a convivir con la incomodidad para poder seguir adelante. Pero vale la pena llegar al final del recorrido.

Este sorprendente debut literario de Montero (que publica su primer libro a los 61 años) retrata el encierro opresivo del analista T. Monroe –anagrama del propio autor– en una casa construida por él mismo. Ahí se pone a escribir de un tirón una novela titulada “Los incapaces”. Así comprendemos rápidamente que estamos ante una puesta en abismo radical, que entre “Los incapaces” que escribe T. Monroe y Los incapaces de Montero que estamos leyendo no hay demasiadas diferencias. “‘Los incapaces’ de T. Monroe se sobreimprime y cuaja en mi propia novela”, admite Montero. “Escribo que T. Monroe escribe y es ahí donde de alguna forma consumo mi tragedia, no en el sentido de que la agoto por supuesto, sino, al contrario, en el sentido de que al menos intento que perdure y se expanda en lo escrito como tragedia propia.” Entonces ambas novelas, que en definitiva son solo una, narran lo mismo: parte de la historia de la familia Monroe –Manny, el padre despótico muerto de cáncer y de rabia; Purdie, la madre demandante, los hermanos– y cómo esta condiciona a T. Monroe a lo largo de su vida hasta llegar al desastre, lleno de frustraciones y rencores, en que nos instala el presente de la escritura. “Creo que la familia como institución es, como en definitiva toda institución, en sí misma tremenda”, dispara Montero. “De hecho, somos arrojados de cabeza a esa institución al momento de nacer, es decir, dominante y coercitivamente en todos los casos, sin ninguna consideración, a un mundo que no nos pertenece, y así a un enorme pozo de infelicidad del que uno se las tiene que arreglar como sea para salir, para intentar salir, al menos, porque la vida, y en cierta medida la felicidad, de última es eso, el intento siempre desesperado por dejar el fondo del pozo sin el auxilio de nadie.

La lectura de Los incapaces es una suerte de tour de force, de carrera de resistencia donde la brillantez comulga naturalmente con lo insoportable.

El intento desesperado por salir que elige T. Monroe es la escritura. Porque ante todo Los incapaces es una novela sobre su propio proceso de gestación, sobre la incapacidad de ser escrita y también sobre la incapacidad de renunciar a escribirla. Montero confiesa: “Creo que Los incapaces para mí fue en efecto tan intolerable que, o me la sacaba de encima publicándola, o reventaba…”. La computadora Dell en la que T. Monroe escribe, los archivos desechados de una novela inconclusa junto con el nuevo que abre para componer esta; las lecturas previas de Faulkner, de Beckett y de Joyce pero sobre todo de Thomas Bernhard, al que T. Monroe vuelve una y otra vez para terminar replicando sus procedimientos formales (sus “formas bernhardianas de hacerse a la palabra escrita”) y las copitas de jerez que bebe son los materiales con los que se procrea el texto en la ficción. Conocemos bien la cocina de T. Monroe y eso nos lleva a preguntarnos de qué modo Montero escribe un libro como Los incapaces: “Siquiera se me ocurrió de antemano que se plasmaría en un párrafo único, pero así fue como se plasmó, porque la desesperación a ese T. Monroe no le dio respiro y su desesperación tampoco me dio respiro a mí. Supongo que por eso la escritura de Los incapaces duró escasos dos meses y medio, aunque después hayan sido ocho meses de una muy trabajosa corrección”.

Los incapaces parte de una premisa muy simple pero, como toda gran novela que se precie de serlo, tiene la vocación de agotarlo todo. Temas como la familia, la soledad, el fracaso, el dinero, la literatura o el psicoanálisis son algunos ejes sobre los que T. Monroe reflexiona exhaustivamente mientras escribe. Pero además el libro ofrece una construcción del espacio extraordinaria en la que el paisaje reconocible del conurbano bonaerense se transfigura en una región teñida de cierto aire anglosajón, ya sea por el nombre de los barrios y sus calles –Clayboug, Kellner, Bloomfield, Broom– o por ciertas costumbres como las omnipresentes barbacoas que se celebran en las casas vecinas. La novela propone en sí misma esa “enajenación de lugar” que aqueja a T. Monroe. Todo esto hace de Los incapaces un universo. Y así como Saer destacaba de Antonio Di Benedetto un “estilo reconocible incluso visualmente”, lo mismo se puede decir, si bien todavía no de su autor, sí de esta novela con sus nombres foráneos, su plaga de bastardillas y sus aposiciones infinitas, que convierten la página en un bloque macizo y su lectura en una experiencia intensa.

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Los incapaces

Alberto Montero
Los incapaces

(Entropía)
380 páginas

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