Mariana Obersztern versiona a Kantor. “Se suele confundir actuación con histrionismo.” Entrevista
Cuenta Mariana Obersztern que cuando Mercedes Halfon y Carolina Martín Ferro, las curadoras del ciclo Invocaciones, la llamaron, ella pensó casi de inmediato en Tadeusz Kantor. Una cuestión de origen: igual que el creador de El teatro de la muerte, el padre de esta dramaturga y directora que fue parte de la renovación teatral porteña de los 90 nació en Polonia. Cuando Kantor vino a la Argentina, allá por 1986, fue justamente su padre quien compró las entradas y la invitó a ver la puesta de Wielopol, Wielopol montada en el San Martín, una experiencia que dejó huellas en el corazón y el intelecto de la futura teatrista. Efectivamente, la convocatoria del ciclo Invocaciones era para que trabajara sobre la figura del pintor, actor y director nacido en 1915 –cuando todavía existía el Imperio austrohúngaro– y fallecido en 1990. Y fiel a su estilo, Obersztern eligió un camino alternativo: en lugar de encarar la investigación acumulando información sobre Kantor, decidió usar como primera referencia su propia memoria. Construir primero a partir de un recuerdo entrañable y después sí ir incorporando lecturas, datos biográficos, corpus teórico y reflexión crítica alrededor de un autor que abrevó con pasión e inteligencia en las provocaciones estéticas del constructivismo, el dadaísmo y el surrealismo. “Yo me acordaba de aquella función de Wielopol, Wielopol, pero no sabía con exactitud en qué año había sido. Y decidí no averiguarlo”, señala Obersztern. “Creo que al final decidí eso en general: no averiguar. Confié en la memoria más que en la indagación. Tenía claro que ese día que vi a Kantor con mi papá no fue uno más en mi vida. No fue para nada un día corriente, me dejó una huella profunda. Pero ni siquiera recuerdo si la función fue con subtítulos, por ejemplo. Lo importante fue, y es, el golpe estético que significó para mí. Yo estaba muy enchufada a la obra, pero no a través de la razón. Sentía una especie de transmisión directa, como si yo fuera la destinataria de eso que estaba ocurriendo en escena. Me acuerdo también de que fue una de las primeras veces que tuve un contacto tan cercano con el polaco porque mi papá nunca me hablaba en su idioma natal. Cuando era chica, él me dijo ‘los polacos fueron muy hostiles con los judíos’. Creo que por eso no pronunciaba una sola palabra en polaco. Yo me quedé con esa frase, que ya de adulta entendí mejor.”
ENTREVISTA> ¿Sobre qué aspectos de la obra de Kantor elegiste poner el foco?
Sobre los objetos, sobre la relación entre la materia y el cuerpo humano, que en Kantor es fundamental. La obra no es muy argumental. Más bien pone el acento en el momento de fricción entre el actor y el objeto. Lo que vuelve en forma de pensamiento al actor es la fricción con el objeto, como si apareciera una especie de existencialismo residual. Una amiga me prestó El teatro de la muerte, pero lo dejé descansando en la mesita de luz. También encontré el video de Wielopol, Wielopol y lo guardé. Recién vi esa puesta cuando ya había avanzado bastante con los ensayos. Tenía ganas de reversionar algunas escenas de Wielopol, Wielopol, pero lo que hice fue ir recreando algunos momentos de la obra a partir de lo que me había quedado en la memoria. Una novia que vagaba con su vestido blanco por todo el escenario, por ejemplo… Hay dos líneas distintas en esta puesta: mi relación con la obra de Kantor y lo que pasa con un personaje que bauticé MK, que es un cruce entre él y yo. A ese personaje lo interpreto yo misma. Es alguien que está intentando dirigir una versión de Wielopol, Wielopol. Pero a medida que la obra avanza, queda claro que, antes que nada, el elenco está acompañando a MK a averiguar algo de su pasado, de su identidad.
Tus obras suelen tener desarrollos argumentales difusos. ¿A qué responde esa decisión?
Cada obra me pide algo nuevo, pero siempre hay una idea que se mantiene: la relación de sospecha con el saber. Durante el tiempo de trabajo necesito mantenerme en una zona de misterio que genera cierta tensión y se va revelando con el transcurrir de las funciones. ¿Cómo podría saber yo de qué se tratan mis obras? Controlo el tiempo, la imagen, las palabras, las atmósferas. Pero si me preguntás de qué se tratan, apenas puedo aventurar una respuesta. Es probable que un espectador sepa más que yo al respecto. Siempre he preferido lo inestable antes que lo estable.
“Algunas veces el personaje tiene que estar más sensible, más conmovido. Y otras, más distante. Es como si estuvieras afinando un piano, con una forma nueva para cada obra. En esta puesta incluí una frase de Kantor que de algún modo sintetiza esto que digo: el actor tiene que ser él mismo; no existen personajes sino personas en una situación falsificada.”
¿Esa preferencia no genera ansiedad o dudas con los actores? ¿Cómo conseguís despejar las incertidumbres?
Casi siempre pasamos por un momento de vértigo porque tomamos conciencia de que ya nos separamos bastante de la orilla de la que partimos y que tenemos muy lejos la otra. Ese momento experimental necesita de la intervención del director. Ahí es cuando debo contener, porque aparecen zonas de viscosidad. Intento mostrarme más segura de lo que realmente estoy. Me gusta andar en rutas investigativas, no saber del todo hacia dónde estoy yendo. Entonces busco actores que entiendan eso y puedan manejarse a gusto con esas zonas de la creación. Pero los más traviesos, los que aceptan ponerse en jaque y que se les mueva el piso en el que están parados, los que se entregan a transformar sus perspectivas en relación al mundo también pasan por momentos de zozobra. Hay algo de lo humano que busca la comodidad. Este tipo de trabajo tiene un costo. Y es bueno que lo tenga.
¿Qué es lo que te interesa en términos de actuación, más allá de ese espíritu aventurero al que hacés referencia?
Como decía antes, cada obra pide cosas distintas. A mí me gusta la actuación, pero no el histrionismo. Se suele confundir actuación con histrionismo. Y creo que no hay un solo modo de actuar. No me parece que actuar sea únicamente conectarse con la emoción y dejar que los caballos salvajes salgan a galopar hacia no sé dónde (risas). Prefiero los actores-artistas que pueden encontrar casi conceptualmente la química necesaria. La actuación puede estar centrada en lugares muy distintos de las personas, es algo que forma parte de la creación. No hay un modo de actuación que preexista y del que una obra deba hacerse cargo. Es algo que tenés que encontrar, como encontrás el material visual o el lenguaje, más racional o más cotidiano. Algunas veces el personaje tiene que estar más sensible, más conmovido. Y otras, más distante. Es como si estuvieras afinando un piano, con una forma nueva para cada obra. En esta puesta incluí una frase de Kantor que de algún modo sintetiza esto que digo: el actor tiene que ser él mismo; no existen personajes sino personas en una situación falsificada. Eso me identifica mucho. Y también elegí un elenco en el que no hay solamente actores, como el propio Kantor hacía. Hay gente conectada con el teatro a través de otras disciplinas, como Ángeles Piqué y Lucas Cánepa, que son bailarines, y Verónica Walfish, que si bien es actriz también está muy vinculada con el canto.
Tus obras están plagadas de operaciones intelectuales. ¿Eso implica necesariamente un distanciamiento de lo emocional?
Entiendo que desde afuera se perciba algo así porque mis obras suelen estar bastante manipuladas estéticamente y tienen un lenguaje trabajado muy milimétricamente. Pero yo trabajo muy emocionada, nunca hago nada que no me tenga agarrada desde algún lugar. El contacto que tengo con el material mientras estoy torturando la materia, el lenguaje y el tiempo, manipulándolos, es siempre amoroso, afectivo, emocional. No me meto con lo que pasa con el público, eso sí. Me parece bien si le gusta o si no le gusta lo que ve. Y de hecho no entiendo bien qué significa “gustar” en el contexto de una obra. Es una palabra chata en relación a todo lo que se mueve en un proceso de trabajo teatral.
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Kantor
De Mariana Obersztern
Con Juan Barberini, Lucas Cánepa, Cristina Coll, Lucio Giuggioloni, Walter Jakob, Agustina Muñoz, Mariana Obersztern, Valentina Pagliere, Ángeles Piqué y Verónica Walfish.
Viernes a las 20 y sábados a las 21 en El Cultural San Martín (Sarmiento 1551, CABA) hasta el 1º de julio.