Mark Fisher sobre Joy Division: Arte y Vida

Se acaba de publicar “Los fantasmas de mi vida”, libro que reúne los análisis más agudos sobre la cultura popular del escritor, crítico y editor británico fallecido en 2017. Te adelantamos el capítulo en el que desmenuza la estela que dejó en el mundo (y en él mismo) la vida y la muerte de Ian Curtis al frente de Joy Division.

Los Inrockuptibles
Los Inrockuptibles
23 min readApr 17, 2018

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NO MÁS PLACERES: JOY DIVISION

por Mark Fisher

Si Joy Division importa hoy más que nunca es porque ha captado el espíritu depresivo de nuestro tiempo. Escuchen Joy Division hoy y tendrán la ineludible impresión de que el grupo estaba catatónicamente conectando con nuestro presente, su futuro. Desde el comienzo, su obra estuvo ensombrecida por una profunda aprensión, una sensación de que el futuro estaba clausurado, de que todas las certezas se habían disuelto, de que solo había una creciente melancolía por delante. Se ha vuelto cada vez más claro que 1979 y 1980, los años con los que siempre será identificada la banda, fueron el umbral de una época: el momento en que todo un mundo (socialdemócrata, fordista, industrial) se volvió obsoleto, y en el que los contornos de un nuevo mundo (neoliberal, consumista, informático) empezaron a mostrarse. Este es, por supuesto, un juicio retrospectivo; los quiebres raramente son experimentados como tales en su propio período. Pero los setenta ejercen una fascinación particular ahora que estamos atrapados en el nuevo mundo; un mundo que Deleuze, utilizando una palabra que sería asociada a Joy Division, llamó “sociedad de control”. La década de 1970 es el tiempo antes del cambio, un tiempo a la vez más amable y más severo que el actual. Hace mucho que han sido destruidas las formas de la seguridad (social) dadas por sentado entonces, pero también los despiadados prejuicios que circulaban libremente se han vuelto inaceptables. Las condiciones que permitieron la existencia de un grupo como Joy Division se han evaporado; pero también lo ha hecho cierta textura gris y lúgubre de la vida cotidiana en Gran Bretaña, un país que parecía haber abandonado a regañadientes el racionamiento.

A comienzos de este siglo, la década de 1970 quedó tan lejos como para transformarse en un escenario para el drama, y Joy Division formó parte de ese decorado. Así apareció en 24 Hour Party People (2002), de Michael Winterbottom. El grupo era poco más que una anécdota en la película, el primer capítulo en la historia de Factory Records y su genial y bufonesco director, Tony Wilson. Joy Division ocupó el centro de la escena en Control (2007), de Anton Corbijn, pero el film no consiguió conectar realmente. Para los que conocían la historia, era un viaje familiar; para los no-iniciados, sin embargo, la película no transmitía suficientemente el poder hechizante de la banda. Nos llevaba a través de la historia, pero nunca nos sumergía en la vorágine, no nos hacía sentir por qué era relevante. Quizás esto haya sido inevitable. El rock depende crucialmente de un cuerpo particular y de una voz particular y de la misteriosa relación entre ambos. Control no consiguió sobreponerse a la falta del cuerpo y la voz de Ian Curtis y terminó siendo un artístico karaoke naturalista; los actores simulaban los acordes, imitaban los movimientos de Curtis, pero no podían fraguar el torbellino de su carisma, ni congregar el involuntario arte nigromántico que transformó algunas simples estructuras musicales en un expresionismo feroz, un portal al exterior. Para conseguir eso, se necesitaban las secuencias del grupo mientras tocaba en vivo, el sonido de los discos. Y por ello, de los tres films en los que aparece la banda, el documental Joy Division (2007), de Grant Gee, armado a partir de fragmentos de super-8, presentaciones en la televisión, nuevas entrevistas y viejas imágenes de la Manchester de posguerra, fue el que más efectivamente nos transportó de regreso a esa época desaparecida. El film de Gee comienza con un epígrafe extraído de Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la Modernidad, de Marshall Berman: “Ser modernos es encontrarnos en un entorno que nos promete aventuras, poder, alegría, crecimiento, transformación de nosotros y del mundo y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos”. (1) Si Control intentó conjurar la presencia del grupo, pero nos dejó solamente un calco, un contorno, Joy Division se organiza alrededor de un vívido sentido de pérdida. Conscientemente, el film se vuelve un estudio de un tiempo y un lugar que hoy ya no existen. Joy Division es un listado de lugares y personas desaparecidos, muchas de ellas ya muertas, no solo Curtis, sino también el manager de la banda Rob Gretton, el productor Martin Hannett y, por supuesto, Tony Wilson. El golpe maestro de la película, su momento más electrizante, el sonido de un hombre muerto que vaga en la tierra de los muertos: un viejo cassette con el registro rechinante de Ian Curtis mientras era hipnotizado y conducido a una “regresión a vidas pasadas”. Viajé a lo largo y a lo ancho de muchos tiempos diferentes. Una voz lenta y dificultosa que conecta con algo frío y remoto. “¿Cuántos años tienes?”, “28”, un intercambio que se vuelve mucho más escalofriante porque sabemos que Curtis moriría a los 23 años.

ASILOS A PUERTAS ABIERTAS

Conocí a Joy Division en 1982, así que, para mí, Curtis siempre estuvo muerto. Cuando los escuché por primera vez a los 14 años, fue como ese momento de In the Mouth of Madness [En la boca del miedo], de John Carpenter, en el que Sutter Cane obliga a John Trent a leer la novela, la hiperficción, en la que está inmerso. Toda mi vida futura aparecía intensamente compactada en esas imágenes sonoras: Ballard, Burroughs, dub, disco, gótico, antidepresivos, hospitales psiquiátricos, sobredosis, muñecas cortadas. Demasiados estímulos como para siquiera comenzar a asimilarlos. Si ni ellos mismos entendían lo que estaban haciendo, ¿cómo podría haberlo hecho yo?

New Order, más que ninguna otra banda, intentó huir del mausoleo de Joy Division, y solo en 1990 conseguiría escapar de él. La canción de la Copa del Mundo de Inglaterra, con la participación del receloso actor Keith Allen, un hombre que personifica como nadie el masculinismo cotidiano de la cultura superficial británica de fines de los ochenta y comienzos de los noventa, constituyó un consumado acto de desublimación. Finalmente, esto fue lo que Kodwo Eshun denominó “el precio por escapar de la ansiedad de la influencia (de la influencia de ellos mismos)”. En Movement, el primer álbum de New Order, la banda todavía sufría de estrés postraumático, congelada en un trance apenas comunicativo (“The noise that surrounds me/ so loud in my head…” [El ruido que me rodea/ tan fuerte en mi cabeza…]).

En la mejor entrevista que la banda dio –a Jon Savage, quince años después de la muerte de Curtis– quedó claro que no tenían idea de lo que estaban haciendo, y tampoco ningún deseo de saberlo. Por miedo a destruir la magia, no decían ni preguntaban nada sobre los hipercargados espasmos en trance de Curtis en el escenario, que eran a la vez persuasivos e inquietantes, ni de sus letras sedantes y catatónicas, que tenían la misma cualidad. Eran nigromantes involuntarios que habían encontrado la fórmula para conectar con las voces, aprendices sin un hechicero. Se veían a sí mismos como golems sin sentido animados por la(s) visión(es) de Curtis. (Por ello, cuando Curtis murió, dijeron que sentían que habían perdido sus ojos…)

Sobre todo, como es evidente, eran más que una banda pop, más que un entretenimiento, incluso aunque solo fuera por el tipo de recepción de la audiencia. Sabemos todas las letras como si las hubiéramos escrito nosotros mismos, seguimos sus pistas vagas, que conducían a todo tipo de habitaciones cada vez más oscuras; escuchar sus discos hoy es como ponerse una ropa cómoda y familiar… ¿Pero quiénes somos “nosotros”? Bien, puede haber sido el último “nosotros” del que toda una generación de todavía-no-hombres se sintió parte. Había una extraña universalidad disponible para todos los devotos de Joy Division (siempre que fueras hombre, por supuesto).

Si Joy Division importa hoy más que nunca es porque ha captado el espíritu depresivo de nuestro tiempo. Escuchen Joy Division hoy y tendrán la ineludible impresión de que el grupo estaba catatónicamente conectando con nuestro presente, su futuro.

Siempre que fueras hombre, por supuesto… La religión de Joy Division fue, de un modo consciente, una cosa de varones. Deborah Curtis: “No sé si fue intencional o no, pero las novias y las esposas gradualmente dejaron de ir a los recitales, excepto a los más cercanos, y ellos formaron un curioso vínculo emocional masculino. Parecía que los chicos solo se divertían estando entre ellos”/ (2) No se permiten chicas…

Siendo la mujer de Curtis, a Deborah se le negó la entrada al jardín de los placeres del rock, y tampoco pudo incorporarse al culto a la muerte que yace debajo del principio de placer. Solo se le permitió ordenar el desorden.

Curtis escribió sobre la vida como un film preescrito con la certeza de hierro de un depresivo. Su voz –desde el comienzo terrorífica en su fatalismo, en su aceptación de lo peor– suena como la voz de un hombre que ya está muerto, o que ha entrado en un atroz estado de animación suspendida, una vida muerta por dentro.

Si Joy Division era principalmente una banda de chicos, en “She’s Lost Control”, su canción más emblemática, Ian Curtis proyectaba su propia epilepsia, la “enfermedad sagrada”, en un Otro femenino. Freud incluye los ataques epilépticos –casualmente junto al cuerpo comprometido en la pasión sexual– entre los ejemplos de lo unheimlich, lo no-hogareño, lo que es familiar pero de un modo extraño. Aquí lo orgánico es esclavizado por los ritmos mecánicos de lo inorgánico; lo inanimado lleva la voz cantante, como ocurre siempre en la música de Joy Division. “She’s Lost Control” es uno de los encuentros más explícitos del rock con el encanto mineral de lo inanimado. El pulso del disco de Joy Division, escalofriante y muerto en vida, suena como si hubiera sido grabado dentro de los circuitos sinápticos dañados del cerebro de alguien que está sufriendo un ataque; es la voz sepulcral y anhedónica de Curtis, que le llega –como si fuera la voz de un Otro o unos Otros– a través de largos y lascivos ecos expresionistas que perduran como una acre niebla ácida. “She’s Lost Control” atraviesa catalépticos agujeros negros de la subjetividad al estilo de Poe, viaja ida y vuelta a la tierra de los muertos para confrontar el “borde del que no hay escape”, viendo en los ataques pequeñas muertes (petit mals como petites morts) que ofrecen liberaciones aterradoras pero excitantes de la identidad, más poderosas que cualquier orgasmo.

EN ESTA COLONIA

Traten de imaginar la Inglaterra de 1979 hoy…
Pre-vcr, pre-pc, pre-c4. Los teléfonos estaban lejos de ser ubicuos (creo que no tuvimos uno hasta alrededor de 1980). El consenso de posguerra se desintegraba en la televisión en blanco y negro.

Más que nadie, Joy Division transformó esa adustez en un uniforme que conscientemente transmitía una autenticidad absoluta; la formalidad deliberadamente funcional de su ropa se escindía del antiglamour tribalizado del punk, ellos eran, según las palabras de Deborah Curtis, “depresivos vestidos para la Depresión”. No en vano se llamaban Warsaw [Varsovia] cuando comenzaron. Justamente era en ese Bloque Oriental de la mente, ese abismo de la desesperación, donde se podía encontrar a estos chicos de la clase trabajadora que escribían canciones montados sobre Dostoyevsky, Conrad, Kafka, Burroughs, Ballard; chicos que, sin siquiera pensarlo, eran modernistas rigurosos que habrían desdeñado repetirse a sí mismos, que ni se preocupaban por desenterrar e imitar lo que había sido hecho veinte o treinta años antes (en 1979, los sesenta no eran más que un reel de noticias de Pathé que se desvanecía).

Mientras que la interpretación del dub de un grupo como PiL suena hoy demasiado trabajada y literal, Joy Division, y también The Fall, suenan como el equivalente blanco e inglés del dub. Ambas bandas eran “negras” en las prioridades y economías de su sonido, que era conducido por el ritmo y estaba repleto de bajos.

En 1979, el art rock todavía tenía una relación con la experimentación sonora del “Atlántico Negro”, según el término de Paul Gilroy. Parece impensable hoy, pero el pop blanco de la época no era ajeno a la vanguardia, así que un intercambio genuino era posible. Joy Division proveyó al Atlántico Negro de algunas ficciones sonoras que este luego reutilizaría: basta con escuchar el extraordinario cover de Grace Jones de “She’s Lost Control”, o “I’ve Lost Control” de Sleezy D, o incluso 808s and Heartbreak de Kanye West, con sus referencias en la tapa al diseño de Peter Saville para “Blue Monday” y sus ecos de Atmosphere e “In a Lonely Place”. Por todo ello, la relación de Joy Division con el pop negro fue mucho más fuerte que la de otros de sus colegas. La ruptura del postpunk con el rock and roll lumpen punk consistió en gran parte en un ostentoso regreso-reivindicación del pop negro, especialmente del funk y del dub. Nada de eso ocurría, al menos superficialmente, en el caso de Joy Division. Mientras que la interpretación del dub de un grupo como PiL suena hoy demasiado trabajada y literal, Joy Division, y también The Fall, suenan como el equivalente blanco e inglés del dub. Ambas bandas eran “negras” en las prioridades y economías de su sonido, que era conducido por el ritmo y estaba repleto de bajos. No era dub en un sentido meramente formal, sino como metodología: una legitimación que les permitía concebir la producción sonora en términos de ingeniería abstracta. Pero Joy Division también tuvo relación con otro sonido “negro” supersintético y artísticamente artificial: la música disco. Otra vez, fueron ellos, más que PiL, quienes fundaron el “death disco”. Como le gusta señalar a Jon Savage, el enjambre de sonidos sintéticos de “Insight” parece salido de los álbumes de música disco como “Knock on Wood”, de Amii Stewart.

Martin Hannett

El rol de Martin Hannett, un productor que debe ser considerado entre los más grandes del pop, no puede ser subestimado. Fueron Hannett y Peter Saville, el diseñador de las tapas de la banda, quienes garantizaron que Joy Division fuera más art que rock. La húmeda neblina hecha de insinuantes efectos de sonido de difícil escucha con la que Hannett envolvía la mezcla, junto con los diseños despersonalizados de Saville, hicieron que el grupo pudiera ser abordado no como una sumatoria de sujetos expresivos individuales, sino como una coherencia conceptual. Fueron Hannett y Saville quienes transformaron a los insolentes neurománticos de Warsaw en cyberpunks.

UN DÍA TRAS OTRO

Joy Division conectó tanto no solo por lo que fue, sino por cuándo fue. Thatcher acababa de llegar, el largo invierno gris de la reaganomía estaba en camino, la Guerra Fría todavía alimentaba nuestro inconsciente con pesadillas que derretirían las retinas durante toda una vida.

Joy Division era el sonido de la veloz depresión de la cultura británica, el grito de una lenta y prolongada cancelación neuronal. Desde 1956 –cuando el Primer Ministro Anthony Eden tomó anfetaminas durante toda la Crisis de Suez–, pasando por el pop de los sesenta –que había comenzado con los Beatles en choque contra las paredes a causa de los estimulantes en Hamburgo–, hasta el punk –que consumía speed como si no hubiera mañana–, Gran Bretaña ha estado, en todo sentido, acelerándose. El speed es una droga conectiva, una droga acorde a un mundo en el que las conexiones electrónicas proliferan locamente. Pero su efecto posterior es despiadado.

Massive serotonin depletion.
Energy crash.
Turn on your TV.
Turn down your pulse.
Turn away from it all.
It’s all getting
Too much.

La melancolía era la forma artística de Curtis, así como la psicosis era la de Mark E. Smith. Nada podría haber sido más apropiado para el comienzo de Unknown Pleasures que una canción llamada “Disorder”, ya que la clave de Joy Division era el “paisaje interior” ballardiano, la conexión entre la psicopatología individual y la anomia social. Los dos significados del ataque nervioso, los dos significados de la depresión. Ese fue el modo en el que Sumner lo vio. Como le explicó a Savage: “Había una gran sensación de comunidad donde vivíamos. Recuerdo las vacaciones de verano de mi infancia: nos quedábamos despiertos hasta tarde, jugando en la calle, e incluso a la medianoche había señoras mayores que hablaban entre ellas. Creo que lo que pasó en los sesenta fue que el ayuntamiento decidió que no era una zona demasiado saludable y algo tenía que cambiar. Desafortunadamente, fue mi barrio el que cambió. Nos mudaron del otro lado del río, a un bloque de torres. En ese momento pensé que era un cambio fantástico, pero luego, por supuesto, me di cuenta de que fue un absoluto desastre. Y tuve muchos otros quiebres en mi vida. Así que cuando la gente habla de la oscuridad en la música de Joy Division… a los 22 años ya tenía muchas pérdidas en mi vida. El lugar en el que vivía, donde transcurrían mis recuerdos más felices, todo eso había desaparecido. Y todo lo que quedaba era una fábrica de químicos. En ese momento me di cuenta de que nunca podría regresar a esa felicidad. Ahí está el vacío”.

El final de la década de 1970 es un callejón sin salida. En él estaba Joy Division, con Curtis que hacía lo que la mayoría de los hombres de la clase trabajadora todavía hacía: matrimonio temprano y un hijo…

Más que nadie, Joy Division transformó esa adustez en un uniforme que conscientemente transmitía una autenticidad absoluta; la formalidad deliberadamente funcional de su ropa se escindía del antiglamour tribalizado del punk, ellos eran, según las palabras de Deborah Curtis, “depresivos vestidos para la Depresión”.

Feel it closing in [Siéntelo acercarse]
Sumner nuevamente: “Cuando dejé la escuela y conseguí un trabajo, la vida real fue como un terrible mazazo. Mi primer trabajo fue en el ayuntamiento de Salford, tenía que pegar sobres y enviar tarifas. Estaba encadenado en una oficina horrible: todos los días, todas las semanas, todo el año, quizás con tres semanas de vacaciones por año. El horror me envolvió. Así que la música de Joy Division es acerca de la muerte del optimismo y de la juventud”. Un réquiem para una cultura joven condenada. “Here are the Young men/ the weight on their shoulders” [Aquí están los hombres jóvenes/ con el peso sobre sus hombros], decían las famosas líneas de “Decades” en Closer. Los títulos “New Dawn Fades” [El nuevo amanecer se desvanece] y Unknown Pleasures [Placeres desconocidos] podrían también referir a las promesas traicionadas de la cultura joven. Sin embargo, lo que es remarcable de Joy Division es la total aquiescencia con este fracaso, el modo en que, desde el comienzo, armaron un campamento antártico más allá del principio de placer.

AJUSTA LOS MANDOS HACIA EL CORAZÓN DEL SOL NEGRO

Lo que impresionaba y perturbaba de Joy Division era la fijación de su negatividad. “Implacable” no es la palabra. Sí, Lou Reed, Iggy, Morrison y Jagger habían incursionado en el nihilismo; pero incluso Iggy y Reed se habían visto mejorados por el extraño momento de la euforia o, al menos, en su caso había alguna explicación para la desgracia (frustración sexual, drogas). Lo que separaba a Joy Division de todos sus predecesores, incluso de los más sombríos, era la falta de un objeto o causa evidente de su melancolía. (Esto es lo que hacía que fuera melancholia más que melancolía, que siempre ha sido un deleite aceptable, sutilmente sublime, del que las personas disfrutan.) Desde sus inicios (Robert Johnson, Sinatra), la música popular del siglo XX tuvo más que ver con la tristeza masculina (y femenina) que con la euforia. Sin embargo, tanto en el caso del blusero como en el del crooner, hay, al menos aparentemente, razones para el dolor. Como la desolación de Joy Division no tenía una causa específica, ellos cruzaron la línea que separa el azul de la tristeza del negro de la depresión, pasando al “desierto y el páramo” en el que ya nada produce ni alegría ni dolor. Cero afecto.

No hay calor en las entrañas de Joy Division. Sobrevivieron a “los problemas y los demonios de este mundo” con la siniestra indiferencia del neurasténico. En “Insight”, Curtis cantó “I’ve lost the will to want more” [Perdí la voluntad de querer más], pero no hay ningún indicio de que un deseo tal haya existido en primer lugar. Escuchen por arriba las canciones de sus comienzos y fácilmente podrán confundir su tono con el gesto adusto de la furia irritada del punk, pero, incluso entonces, parece que Curtis clama contra la injusticia o la corrupción solo para utilizarlas como evidencia de una tesis que ya estaba firmemente establecida en su mente. La depresión es, después de todo y sobre todo, una teoría sobre el mundo y la vida. La estupidez y la venalidad de los políticos (“Leaders of Men”), la imbecilidad y la crueldad de la guerra (“Walked in Line”), son señaladas como pruebas de un caso contra el mundo, contra la vida, que es tan abrumador, tan general, que hace que parezca superfluo apelar a una instancia particular. De cualquier modo, Curtis no espera más de sí mismo que de los demás, sabe que no puede condenar desde una superioridad moral: “I let them use you/ for their own ends” [dejé que te usaran/ para sus propios fines] (“Shadowplay”); él deja que ocupes su lugar en el enfrentamiento (“Heart and Soul”).

Esta es la razón por la que Joy Division puede ser una droga sumamente peligrosa para los hombres jóvenes. Pareciera que presentan La Verdad (se presentan a sí mismos como si eso hicieran). Su tema, después de todo, es la depresión. No la tristeza ni la frustración, los estados deprimentes estándar del rock, sino la depresión: la depresión cuya diferencia con la mera tristeza consiste en su declaración de haber descubierto La Verdad (final y sin adornos) sobre la vida y el deseo.

El depresivo se experimenta a sí mismo aislado del mundo de la vida, de modo que su helada vida interior –o muerte interior– sobrepasa todo; al mismo tiempo, se experimenta a sí mismo como una oquedad, completamente despojado, una cáscara: no hay nada excepto el interior, pero el interior está vacío. Para el depresivo, los hábitos anteriores del mundo de la vida parecen ser hoy, precisamente, un modo de simulación, una serie de gestos pantomímicos (“a circus complete with all fools” [un circo lleno de tontos]) que ya no son más capaces de –y que tampoco quieren– representar: nada tiene sentido, todo es una farsa.

El rol de Martin Hannett, un productor que debe ser considerado entre los más grandes del pop, no puede ser subestimado. Fueron Hannett y Peter Saville, el diseñador de las tapas de la banda, quienes garantizaron que Joy Division fuera más art que rock.

La depresión no es tristeza, ni siquiera un estado mental, es una (dis)posición (neuro)filosófica. Más allá de la oscilación bipolar del pop entre la excitación evanescente y el hedonismo frustrado, más allá del mefistofelismo miltoniano de Jagger, más allá del carnaval negativo de Iggy, más allá de la melancolía reptiliana propia de un lounge lizard de Roxy Music, completamente más allá del principio del placer, Joy Division fue el más schopenhaueriano de los grupos de rock, tanto es así que prácticamente nunca pertenecieron al rock. Dado que desnudaron minuciosamente el motor libidinal del rock, sería mejor decir que fueron, tanto sonora como libidinalmente, anti-rock. O quizás, como ellos mismos pensaron, fueron la verdad del rock, el rock despojado de toda ilusión. (El depresivo siempre está convencido de una cosa: que no tiene ilusiones.) Lo que hace que Joy Division sea tan schopenhaueriano es la dislocación entre el desapego de Curtis y la urgencia de la música, su implacable resistencia a la tonta insaciabilidad del deseo vital, el beckettiano “debo continuar” experimentado por el depresivo no como una positividad redentora, sino como el máximo horror, el deseo vital que asume paradójicamente todas las desagradables propiedades de los muertos en vida (sin importar lo que hagas, nunca podrás extinguirlos y ellos continúan regresando).

ACEPTA UN TRATO DESAFORTUNADO COMO UNA MALDICIÓN

Joy Division siguió a Schopenhauer a través del velo de Maya, salió al Jardín de las Delicias de Burroughs y se atrevió a examinar los horrorosos engranajes que producen el mundo-como-apariencia. ¿Qué vieron allí? Solo lo que todos los depresivos y todos los místicos siempre ven: el espasmo obsceno y muerto en vida de la Voluntad que busca mantener la ilusión de que este objeto, el que está obsesionado con el ahora, la satisfará en un modo en el que todos los otros objetos han fallado hasta el momento. Joy Division, con una sabiduría antigua (“Ian sonaba viejo, como si hubiera vivido toda una vida en su juventud”, dice Deborah Curtis), una sabiduría que parece premamífera, previda multicelular, preorgánica, vio a través de todos esos ardides reproducidos. Ese es el “Insight” que detuvo el miedo de Curtis, la calma desesperación que apaga cualquier voluntad de querer más. Joy Division vio la vida como la había visto el Poe de “El gusano conquistador”, como Ligotti la ve: como un baile de marionetas animadas, que “Through a circle that ever returneth in/ To the self-same spot” [A través de un círculo/ siempre vuelve al mismo lugar], una cadena de eventos sobredeterminada que realiza sus movimientos con una inevitabilidad despiadada. Nosotros vemos ese film preescrito desde afuera, condenados a mirar los rollos mientras se agotan, tomándose brutalmente su tiempo.

Las condiciones que permitieron la existencia de un grupo como Joy Division se han evaporado; pero también lo ha hecho cierta textura gris y lúgubre de la vida cotidiana en Gran Bretaña, un país que parecía haber abandonado a regañadientes el racionamiento.

Uno de mis estudiantes una vez escribió en un ensayo que simpatizaba con Schopenhauer cuando su equipo de fútbol perdía. Pero los momentos verdaderamente schopenhauerianos son aquellos en los que alcanzamos nuestras metas, concretamos los deseos más preciados de nuestro corazón, y nos sentimos engañados, vanos, no, más –¿o menos?– que vanos, vacíos. Joy Division siempre sonó como si hubieran vivido demasiados de esos desoladores vacíos, como si ya no pudieran ser traídos de vuelta al carrusel. Sabían que la saciedad no es sucedida por la tristeza, sino que es ella misma, inmediatamente, tristeza. La saciedad es el punto en el que se enfrenta la revelación existencial de que realmente no queríamos lo que parecíamos tan desesperados por tener, que nuestros deseos más urgentes solo son un sucio truco vitalista para mantener el espectáculo en funcionamiento. Si “no puedes reemplazar el miedo o la excitación de la persecución”, ¿por qué obligarte a ti mismo a buscar otra muerte vacía? ¿Por qué continuar con la farsa?

La ontología depresiva es peligrosamente seductora porque, como la gemela zombi de una cierta sabiduría filosófica, es una verdad a medias. Al retirarse de las vacías delicias del mundo de la vida, el depresivo sin darse cuenta se encuentra a sí mismo en concordancia con la condición humana tan minuciosamente diagramada por un filósofo como Spinoza: se ve a sí mismo como un consumidor serial de simulaciones vacías, un adicto enganchado con todo tipo de embriagueces atenuadas, una marioneta de las pasiones. El depresivo ni siquiera tiene derecho al confort del que disfruta el paranoico, ya que no puede creer que los hilos son manejados por alguien. Nada fluye, no hay conectividad en el sistema nervioso del depresivo. “Watch from the wings as the scenes were replaying” [Miramos desde los bastidores cómo las escenas se repetían], dicen las fatalistas líneas de “Decades”, y Curtis escribió sobre la vida como un film preescrito con la certeza de hierro de un depresivo. Su voz –desde el comienzo terrorífica en su fatalismo, en su aceptación de lo peor– suena como la voz de un hombre que ya está muerto, o que ha entrado en un atroz estado de animación suspendida, una vida muerta por dentro. Suena prematuramente vieja, una voz que no puede ser vinculada a ningún ser viviente, mucho menos a un hombre joven apenas en sus veinte.

UN ARMA CARGADA NO VA A LIBERARTE, ESO DIJISTE

“A loaded gun won’t set you free” [Un arma cargada no va a liberarte], cantó Curtis en “New Dawn Fades” de Unknown Pleasures, pero no sonaba muy convencido. “Luego de reflexionar sobre la letra de ‘New Dawn Fades’”, escribió Deborah Curtis, “le mencioné el tema a Ian, tratando de que me confirmara que eran solo palabras y no el reflejo de sus verdaderos sentimientos. Fue una conversación unilateral. No quiso confirmar ni negar ninguno de los puntos que planteé y se fue de la casa. Yo sí me quedé preguntándomelo a mí misma, pero no me sentía lo suficientemente cercana a nadie como para comentar mis miedos. ¿Realmente se casó conmigo sabiendo que todavía estaría buscando suicidarse a comienzos de sus veinte? ¿Por qué tener un hijo si no tenía la intención de estar ahí para verlo crecer? ¿Había estado yo tan ajena a su infelicidad que se había visto forzado a escribir sobre ella?”. (3) La lujuria masculina por la muerte siempre ha sido un subtexto del rock, pero antes de Joy Division había sido contrabandeada al interior del rock bajo pretextos libidinosos, un perro negro en la ropa de un lobo –Tánatos disfrazado de Eros–, o había sido cubierta con un maquillaje pantomímico. El suicidio era una garantía de autenticidad, el signo más convincente de que ibas en serio. El suicidio tiene el poder de transfigurar la vida –con todos sus desórdenes cotidianos, sus conflictos, sus ambivalencias, sus decepciones, sus asuntos sin terminar, “su derroche y su fiebre y su calor”– en un mito helado, tan sólido, bien acabado y permanente como “el mármol y la piedra” que Peter Saville simularía en el arte de los discos y que Curtis acariciaría en la letra de “In a Lonely Place”. (“In a Lonely Place” era una canción de Curtis, pero fue grabada por New Order en un estado zombi de desorden postraumático tras su muerte. Suena como si Curtis fuera un intruso en su propio funeral, de luto por su propia muerte: “How I wish you were here with me now” [Cómo desearía que estuvieras aquí conmigo ahora].)

Joy Division fue el más schopenhaueriano de los grupos de rock, tanto es así que prácticamente nunca pertenecieron al rock. Dado que desnudaron minuciosamente el motor libidinal del rock, sería mejor decir que fueron, tanto sonora como libidinalmente, anti-rock. O quizás, como ellos mismos pensaron, fueron la verdad del rock, el rock despojado de toda ilusión.

Los grandes debates sobre Joy Division –¿eran ángeles caídos o unos tipos ordinarios? ¿eran fascistas? ¿fue el suicidio de Curtis inevitable o prevenible?– todos refieren a la relación entre Arte y Vida. Deberíamos resistir la tentación de ser encantados por el hechizo de Lorelei de los Estético-Románticos (en otras palabras, nosotros, en la medida en que lo éramos) o de los lumpen-empiristas. Los Estetas quieren el mundo prometido en las cubiertas de los discos y en el sonido, un reino prístino en blanco y negro sin la mancha de los asquerosos compromisos y bochornos de todos los días. Los empiristas insisten exactamente en lo contrario: en enraizar las canciones en lo menos elevado de lo cotidiano y, lo más importante, en lo menos serio. “Ian era una risa, el resto de la banda eran unos muchachos a los que les gustaba emborracharse, todo era muy divertido hasta que se les fue de las manos…” Es importante resistir a ambos Joy Division a la vez: el Joy Division del Arte Puro, y el Joy Division que era “solo una risa”. Ya que si la verdad de Joy Division es que eran unos muchachos [lads], entonces Joy Division también tiene que ser la verdad de la cultura Lad. (4) Y así tendría que aparecer: debajo de toda la jovialidad de narices rojas cargada de sedantes de las últimas dos décadas, las enfermedades mentales han crecido un 70% entre los adolescentes. El suicido es todavía una de las causas de muerte más comunes entre los varones jóvenes.

Su tema, después de todo, es la depresión. No la tristeza ni la frustración, los estados deprimentes estándar del rock, sino la depresión: la depresión cuya diferencia con la mera tristeza consiste en su declaración de haber descubierto La Verdad (final y sin adornos) sobre la vida y el deseo.

“Entré sigilosamente en la casa de mis padres sin despertar a nadie y me quedé dormida segundos después de que mi cabeza tocara la almohada. El siguiente sonido que escuché fue ‘This is the end, beautiful friend. This is the end, my only friend, the end. I’ll never look into your eyes again…’ [Este es el fin, hermoso amigo. Este es el fin, mi único amigo, el fin. Nunca volveré a mirar en tus ojos nuevamente…]. Sorprendida de escuchar “The End”, de The Doors, me costó despertarme. Incluso dormida, sabía que era muy difícil que pasaran esa canción un domingo a la mañana en Radio One. Pero no había ninguna radio, todo era un sueño.” (5)

// Notas
(1) Marshall Berman, Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad, Buenos Aires, Siglo XXI, 1988.
(2) Deborah Curtis, Touching from a Distance. Ian Curtis y Joy Division, Buenos Aires, Dobra Robota, 2017.
(3) Deborah Curtis, ibíd.
(4) Subcultura británica inicialmente asociada con el movimiento britpop. Surgida a comienzos de los noventa, la figura del “lad” era la de un joven de clase media que adopta actitudes estereotipadas que refuerzan prejuicios sobre las clases trabajadoras (antiintelectualismo, alcoholismo, violencia y sexismo).
(5) Deborah Curtis, Touching from a Distance, op. cit.

Los fantasmas de mi vida
Escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos
Mark Fisher

Prólogo: Pablo Schanton
288 páginas
(Caja Negra)

> cajanegraeditora.com.ar/libros/los-fantasmas-de-mi-vida

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