mbv, el nuevo disco de My Bloody Valentine

Veintidós años después de desaparecer del mapa, My Bloody Valentine edita mbv, el sucesor de Loveless, y aviva una polémica que excede la grandeza del disco mismo. / Por Javier Diz

Los Inrockuptibles
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5 min readFeb 26, 2013

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La cantidad de caracteres que se gastaron alrededor del llamado “sucesor” de Loveless es incalculable. Casi hasta el ridículo. O lo que es lo mismo: similar a lo que ocurrió con Guns N’ Roses y su postergadísimo –y hoy olvidadísimo– Chinese Democracy. Por esas casualidades, ambas bandas apagaron su producción discográfica en 1991, pero con realidades diferentes. A los pelilargos machotes los liquidó una nueva manera de entender el rock –y la vida–: Nirvana. Y, si vamos más lejos, la edición de Loveless le meó la tumba a todo el rock que hasta ese momento hacía del exceso de testosterona un arma de seducción. Fuera, bicho. Esto es el futuro. Pero el futuro nunca llegó. Tuvo, sí, ecos, reflejos, hijos (más o menos) bobos. El shoegaze, el dream pop y bla, bla, bla. Todo eso que ya conocemos, extrañamos, recuperamos (hasta ahí) en una nueva y saludable relectura de buenos viejos tiempos. Pero My Bloody Valentine desapareció del mapa. Lo hicieron cuando más se los necesitaba. Casi que huyeron luego de entregar Loveless, cuya importancia, por entonces, no era perceptible. Era como estar al lado de una pirámide, tan grande que no se podía ver. ¿Exageración? ¡Esta! Veintidós años después, cada nuevo representante de un posible “futuro del rock” tiene elementos, ideas, guiños y tics que están, de una u otra manera, trabajados en Loveless. Un disco que hasta puso en jaque la experiencia de escuchar. “¿Esto es así o me patina el walkman?” Y estamos hablando de un disco de 1991. Cuando el grunge venía a comerse el mundo, MBV ya estaba haciendo la digestión.

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El llamado “sucesor de Loveless” es una realidad. ¿Puede estar a la altura? ¿A la altura de qué? ¿Con qué se mide esto? ¿Por qué no poner play y dejarse llevar por lo que sea?

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“Nunca conseguiré acercarme a lo que oigo en mi cabeza”, dijo alguna vez Kevin Shields –líder, compositor e ideólogo de la banda, por si alguno no lo sabe–, en alguna entrevista. Quizás sea esa mueca angustiante de perfeccionismo extremo lo que hizo que Shields parara la máquina. Se ha hablado mucho. Que fueron las drogas. Que tenía demasiada presión. Que lo único que hacía era mirar televisión. Que era un indigente. Que estaba quemado. Que había un disco sin terminar. Que había un disco sin terminar. Que había un disco sin terminar. A ver si se entiende: alguna vez en algún lado alguien dijo que Kevin Shields, el tipo que había hecho Loveless, tenía grabaciones sin terminar, y que eso iba a ser otro disco. Eso, por entonces, era importante. Y ahí empezó el mito, las entrevistas vacías, los caracteres para llenar espacio. La ilusión. Pero lo que encontrábamos era un tipo que llenaba sus días colaborando con proyectos de amigos: primero Manic Street Preachers y J Mascis, luego Primal Scream y Dot Allison. Y así. De MBV ni noticias. Y ahí lo íbamos a buscar de nuevo. Sobre todo cuando daba a conocer esa gema que fue “City Girl”, la canción que compuso para Perdidos en Tokio, la película de Sofia Coppola. ¿Y? ¿Qué más? Nada. Nada por ahora. “Pero el disco está, solo falta masterizarlo”, dijo hace diez años, hace ocho, hace cinco, hace dos, el año pasado.

2013. El disco es un hecho. La página oficial de la banda colapsa. En ese instante brevísimo en el que conseguimos hacernos de él, mil cosas pasan por la cabeza. Sí, hay emoción, claro. Se mezclan imágenes, tiempos pasados, historias, experiencias personales. Pero eso queda en casa. También entra la razón: My Bloody Valentine edita, veintidós años después, un disco nuevo. El llamado “sucesor de Loveless” es una realidad. Y ahora: ¿es necesario? ¿Puede estar “a la altura”? ¿A la altura de qué? ¿Con qué se mide esto? ¿Hay que plantearse estas cosas? ¿Por qué no poner play y dejarse llevar por lo que sea? ¿Pero esto no debería ser, otra vez, el futuro del rock? Enseguida, el miedo. El temor ante la posibilidad de que aquello que antes era una ilusión hoy sea una desilusión. Así, mbv (así se llama el disco) está contaminado por su propia historia, por nuestra propia experiencia. Su escucha se hace confusa, porque no lo estamos escuchando. Los temas se suceden, mientras el corazón va hacia un lado y la cabeza hacia otro. Intentamos entender qué es esto, para qué se hizo, y qué tiene que ver con nosotros hoy. Mientras eso ocurre, nos damos cuenta de que eso no nos pasa con ningún disco. Con ningún disco. Nos emociona y nos sorprende. Después nos deja fríos y nos desilusiona. Y nos vuelve a emocionar. Y así. Van varias escuchas. Epa, varias escuchas. Eso tampoco pasa con muchos discos. Y cuando el corazón vuelve a latir normal, y ya entendimos que esto definitivamente no es el futuro del rock, empezamos a concentrarnos en las canciones, en la producción. Ok, no hay nada revolucionario. Pero, ¿comparado con qué? Únicamente con los propios MBV. Miramos a los costados y notamos que, en pleno revival del shoegaze, nadie nunca pudo llegar a transmitir esto. Nadie arrastra la voz como Bilinda Butcher, no hay guitarras que suenen así, y no hay una banda de pop que se anime a llegar tan lejos (¿se dieron cuenta?: colapsa el sitio de una banda que hace pop experimental que nunca nunca se va a pasar en la radio).

Ya el arranque con “She Found Now” no puede ser más evocativo. Entonces nos damos cuenta de que ese reencuentro, ese reconocer aquel sonido, es como volver a casa, después de mucho tiempo, aunque esto vaya en contra de lo que dicta su historia –y, así, a favor de nuestro prejuicio–: que MBV tiene que marcar el pulso de lo que se va a hacer. Los tiempos cambiaron. Y nosotros con ellos. Hoy parece ser más fácil tener gestos revolucionarios que hacer un buen disco. O un disco como mbv. Por algo, en veintidós años, nadie pudo volver a hacer algo parecido. Que el futuro lo escriba Ariel Pink. O tu vieja.

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My Bloody Valentine
mbv
(Pickpocket)

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