Michael Jakson por Simon Reynolds
Leé un fragmento de "Jacksonismo. Michael Jackson como síntoma", el libro compilado por Mark Fisher y editado por Caja Negra.
Un par de meses antes de la muerte de Michael Jackson sentí por primera vez la necesidad de escribir sobre él. Estaba en un café y empezó a sonar “Don’t Stop ’til You Get Enough”. Y me golpeó como un rayo, aunque la debo haber escuchado cientos de veces desde 1979, cuando vi el video por primera vez en Top of the Pops. Con su tersura sedosa y su falsetto funk, con su agresividad sonora blasfema, su tensión rítmica y la voz de Jackson penetrante como un cuchillo, la canción salía al ataque con la fuerza de los Stooges o los Sex Pistols. Pero lo que me tomó por completo fue una idea vaga, apenas una frase: “música total”, es decir, la idea de una categoría de música pop más allá de lo meramente excelente. Escuchando la canción, en pleno rapto, imaginé la electricidad de las sesiones de Off the Wall: Quincy Jones reuniendo a los intérpretes del mejor calibre posible, sin escatimar gastos, persiguiendo la perfección con una concentración y una energía propias de las fuerzas armadas. El resultado fue un nec plus ultra tan absoluto que no solo trascendía su carácter comercial, sino que golpeaba a través de él con toda su fuerza, con un dominio de la situación de escucha de la radio y la discoteca tan completo que se manifestaba solamente como un accidente, un beneficio secundario de una búsqueda mayor.
La “música total” ocurre gracias a la sinergia del talento, el financiamiento irrestricto, una idea realmente buena… y algo más: un impulso sobrehumano, esa “cosa especial” que, según Tom Wolfe, tuvieron las misiones de la NASA a la Luna. Me puedo imaginar ese deseo intangible mezclado con la música de ABBA, con los clásicos de los Beatles, con Phil Spector, con Brian Wilson. Una buena parte de la música que adoro y que posiblemente significa más para mí que el “pop total” proviene de artistas que eran, a la vez, más ingenuos y, en cierto sentido, más enfocados en sí mismos, narcisistas e idiosincráticos que Jackson. Pero no puede negarse la carga especial de la que está imbuida la música hecha por personas que saben que están haciendo historia y que pueden confiar en llevarla al mayor escenario imaginable.
En los sesenta hubo un largo período en el que el mejor pop (el más avanzado y el de mayor calidad) también era el que mejor vendía: Beatles, Rolling Stones, Hendrix, Byrds, Dylan, Beach Boys, Doors… (hay algunas excepciones: Love, Velvet Underground). En esa época, la ambición estética y la ambición comercial eran indivisibles. La memoria oral de ese ideal persistió incluso cuando dejó de ser aplicable; e inspiró a todos, desde Bowie y Roxy Music y las principales bandas punks hasta proyectos como U2, Björk y Radiohead. En las últimas décadas, estos dos tipos de ambición parecieron volver a conectarse tenuemente incluso si un fenómeno como el de los Beatles resulta completamente imposible.
Mi padre tenía una máxima que era más o menos así: apunta a lo más alto que puedas, porque si fallas llegarás al menos más arriba que si hubieras fallado apuntando al medio. Esto no es completamente cierto: la ambición total puede resultar en lo que se llama “fracaso épico”, mientras la estrategia inteligente de las aspiraciones modestas y la constancia puede llevar a un éxito sostenido. Sin embargo, acordarme de ese eslogan me hizo pensar en lo siguiente: si quieres hacer algo grande en la música o en otra forma de arte, tan importante como el talento o la imaginación es el deseo de ser grande. Puedes tener el mayor don melódico y la mente musical más sutil, pero si no tienes voluntad de poder, ambición y fortaleza…
“El caso más flagrante y rancio de voluntad de grandeza es, definitivamente, Michael Jackson.”
Algunas bandas tienen sentido solamente situadas en la cima del pop mundial: Springsteen y U2 están hechos para correr en la pista grande, con sus mensajes lacrimosos que le hablan a “todo el mundo”. “Extenuantes”, “grandilocuentes”; los insultos que cosecharon son la medida de su éxito, y nadie puede pasar de largo esos momentos en los que Springsteen y U2 realmente importaron (Born to Run, Born in the USA, para Bruce; la secuencia majestuosa entre “Pride” y “Streets Have No Name” para Bono y compañía). Por supuesto, hay artistas que tienen el temperamento y el genio histórico mundial pero que no tienen, sin embargo, nada que valga la pena decir. El mejor ejemplo es Jim Steinman, el cerebro afiebrado detrás de Bat Out of Hell de Meat Loaf, “Total Eclipse of the Heart” de Bonnie Tyler y “It’s All Coming Back to Me Now” de Celine Dion. Steinman no carece ciertamente de voluntad de grandeza; tiene, de hecho, un sentido notable de lo grandioso, además del perfeccionismo necesario. (Se sabe que gastaba una buena parte de sus ingresos personales en sus proyectos cuando se quedaba sin presupuesto.) Desafortunadamente, su ambición no iba a la par de su sentido del gusto, por decirlo de forma sutil.
Hablando de dinero, el surgimiento en los últimos diez o veinte años de estudios hogareños e islas de edición de audio digitales significó que de repente fuera posible producir discos de sonido masivo y apariencia cara por una fracción de lo que costaba antes. Es mucho más barato y fácil crear la ilusión de una orquestación suntuaria, o hacer trucos sonoros exuberantes que les habrían tomado días de trabajo minucioso a George Martin y los técnicos de Abbey Road. La ambición artística, en los viejos tiempos, debía ir mano a mano con la ambición comercial, aunque fuera para pagar las cuentas. Hoy en día, los dos tipos de aspiración se encuentran fuertemente golpeados. El típico álbum ambicioso y de sonido colosal es una especie de subgénero del rock, administrado por bandas como Flaming Lips. Y no solamente del rock: pensemos en Erykah Badu, que supo renovar la tradición de obras maestras del soul progresivo, políticamente comprometido y de rasgos autobiográficos, en la línea de Stevie Wonder, Sly Stone y Marvin Gaye. Su ambiciosísima New Amerykah Part One (4th World War) se vendió muy bien, pero no pudo de ninguna manera aspirar al impacto cultural masivo de Songs in the Key of Life o What’s Goin’ On. Son otros tiempos, y Badu, como sus colegas de The Roots y Common, apunta a un nicho de mercado de conocedores informados que todavía buscan la épica capaz de capturar la medida del Zeitgeist.
(…)
El caso más flagrante y rancio de voluntad de grandeza es, definitivamente, Michael Jackson. Más o menos cuando comenzó a llamarse (e insistió en hacerse llamar) el Rey del Pop, su trabajo viró del “pop total” al “totalitarismo kitsch”: piensen en las nueve estatuas gigantescas de Jackson como dictador construidas a su pedido por Sony e instaladas en ciudades europeas como parte de la promoción de history: Past, Present & Future, Book 1. Piensen también en el film promocional fascista con Jackson ataviado como una especie de Khadafi en medio de centenares de soldados, la indulgencia y la corrupción versallesca de Neverland y ese peculiar y casi dinástico casamiento con Lisa Marie Presley, la hija del Rey. Cuando las estrellas pop tratan de exteriorizar la grandeza intrínseca a su música, cuando quieren que la realidad vaya pareja con sus absolutos utópicos, los resultados pueden ser grotescos: una catástrofe tragicómica y kitsch de nuevo rico.
Jacksonismo. Michael Jackson como síntoma
Mark Fisher (ed.)
(Caja Negra)
Traducción de Cecilia Pavón