Minit, el videojuego que nos obliga a aprovechar el tiempo
La nueva joya independiente, minimalista en los gráficos pero conceptualmente imparable, es una metáfora de izquierda en la que el protagonista muere cada sesenta segundos exactos.
Por Erwan Higuinen
Morir y revivir, hasta el final. En el videojuego, desde los primeros años de los arcade, esa siempre fue (un poco) la base: el fracaso es casi inevitable en la ruta que lleva al éxito. Como en Hechizo del tiempo o Al filo del mañana: volvemos a empezar, aprendemos y, al final, logramos pasar a la siguiente etapa, si no nos volvimos locos en el medio, claro. Todo esto es historia repetida y, sin embargo, nada nos preparó para Minit, que lleva este principio un nivel más lejos. Aquí, la muerte (a la que sigue una resurrección inmediata) no solo es frecuente, sino también inevitable e incluso programada. Si un desafortunado accidente o un encuentro funesto con, por ejemplo, un toro belicoso no vienen a cortarnos el impulso antes de tiempo, al cabo de exactamente un minuto nuestro personaje entregará su alma. Sesenta segundos, ni uno más: ese es el tiempo del que dispone el jugador para avanzar en la aventura antes de ser reenviado al punto de partida. No les faltarán razones para sentirse desestabilizados a quienes salgan a descubrir el mundo minimalista de Minit. Algunas cosas permanecen cuando la aventura se reinicia, como las armas que acumulamos (una espada, una regadera, una taza de café, un par de patas de rana o, extrañamente, una tarjeta de prensa) y algunos cambios operados en el mundo Minit a causa de nuestras acciones. Por ejemplo, el barco del tipo que nos cruzamos a lo largo de nuestras peregrinaciones permanece siempre listo para llevarnos hacia las olas más allá del minuto en el que podemos ayudar a repararlo. Lo mismo sucede con la terraza (con pileta, no podía ser de otra manera) del hotel que, una vez que está hecha, se aprovecha hasta el final.
El otro truco que hace mucho más jugable a Minit, y que podría haber sido un simple ejercicio de estilo más o menos sádico, es que nuestro minuto comienza siempre en un lugar distinto. Tenemos nuestro propio hogar (donde, como en toda casa digna de ese nombre, tenemos un perro), y luego una casa rodante, y más tarde un hotel… El problema, entonces, consiste en llegar a tiempo de un lugar al otro en menos de sesenta segundos (sobre el final del juego se hace posible teletransportarse). Hay que decidir a qué lugar es mejor llegar para nuestra próxima resurrección, ya que, a pesar de que el universo Minit no es inmenso, no es posible recorrer su superficie en menos de un minuto. Sin contar con los objetivos a cumplir (matar a cinco cangrejos, darle agua a un viajero perdido en el desierto) que, si bien son simples y rápidos, exigen aprovechar perfectamente el tiempo programado. Fracasar a dos segundos de que se termine la cuenta es cruel, pero lograr el objetivo in extremis nos llena de orgullo. Y poco importa si morimos en el intento. Eso es secundario.
En alguna parte entre el buen chiste y la apuesta furiosamente experimental –un buen espacio para evolucionar, en general–, Minit hace pasar al jugador por distintos estados. Al principio, está el pánico, esta impresión de que no, no es posible: un minuto es demasiado poco. Después llega el sentimiento de urgencia y esa euforia frágil que lo acompaña muy seguido. La rapidez y el ingenio son las dos claves. Por eso, hay que organizarse. A veces, hay que hacer que el personaje se suicide (“Tuviste tu tiempo”, leemos en la pantalla) porque perdimos cuatro o cinco o diez preciosos segundos saliendo de casa. Otras se puede decidir bajar un cambio y salir a dar un paseo de 25 segundos. En el torbellino de Minit, el tiempo parece pasar distinto. Veinticinco o treinta segundos están bastante bien, sesenta ya es un lujo: se deben aprovechar a pleno. En Minit no hay miedo a perderse porque de cualquier forma, al cabo de un minuto, se vuelve a casa. Esta maldición es reconfortante.
Por otro lado, Minit es un juego político con obreros descontentos con sus condiciones de trabajo. De la vida de trabajador alienado y explotado a la locura repetitiva de las vueltas temporales de Minit, no hay un solo paso que demos sin dudar. Es una proyección metafórica, radical y discretamente exaltada. Jugar Minit es redescubrir no el precio, sino el valor de cada instante y la elegancia que puede haber en dilapidarlo sin hacer nada productivo, al menos en apariencia.