Moebius, el vengador del futuro

Los Inrockuptibles
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7 min readApr 30, 2012

Tanto en el terreno de la ciencia ficción alucinada con Arzak y El Incal, como en el más tradicional western polvoriento, e incluso por sus colaboraciones con Hollywood, desde hace décadas que Jean “Moebius” Giraud es considerado el historietista y dibujante más importante de Francia después de Hergé. Muerto el mes pasado, en esta entrevista realizada hace dos años ya trazaba un balance de su obra y se preguntaba por su legado de cara a la posteridad. / Entrevista Clarisse Bouillet y Anne-Claire Norot

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Es el hombre de los dos nombres y actividades múltiples: autor y dibujante de historietas de culto, desde El teniente Blueberry hasta El Incal; cofundador de Métal hurlant en 1975, revista experimental y transgresora de historietas de ciencia ficción; colaborador en películas (Alien, el octavo pasajero, Tron, The Abyss, El quinto elemento). Único en la historieta francesa, transformó las formas y los códigos de su disciplina y es elogiado en el mundo entero. En 2010 publicaba Arzak l’arpenteur, en el que volvía a darle vida al héroe de una historieta mítica publicada por primera vez a mediados de los setenta, y nos concedía esta entrevista.
ENTREVISTA> Sos a la vez Jean Giraud, padre de El teniente Blueberry, y Moebius, autor y dibujante de historietas de ciencia ficción. ¿Por qué esta doble identidad?
Moebius: Era vital para mí tener un seudónimo, necesitaba una contraseña para navegar de un mundo a otro y luego poder regresar. Pero Jean Giraud y Moebius han sido siempre el mismo. Hubo un cambio en la historieta a fines de los sesenta y principios de los setenta, y yo soy uno de los pocos que pasó de un tipo a otro. Tengo la sensación de haber logrado hacer ese cambio sin renunciar a mis orígenes.

La idea de transformación vuelve frecuentemente en tu obra…
Lo que me interesa es más bien la dificultad de mantener la identidad y la forma en la metamorfosis. Quizás venga de mi bipolaridad, pero siempre me costó mantener estables las formas. Algo se escurre en mí y vuelve las cosas evanescentes. El tema de la transformación sufrida se impuso. Cuando mis personajes viven normalmente y de repente les empiezan a crecer excrecencias, ¡no es normal sino monstruoso, casi una patología cancerosa, una anarquía celular! La inestabilidad física que traduzco en mis dibujos se junta con la angustia de la locura, como una metáfora de la inestabilidad psíquica.

Arzak l’arpenteur es la continuación de Arzach, una historia que empezó hace treinta años. ¿Cómo evolucionó el personaje?
Hace treinta años, esta historia sin palabras y muy enigmática tenía algo transgresor. Arzach era una especie de bola de energía. Se ve en el trazo, en el tema, en la elección de una ortografía inestable, como en el nombre del héroe, que cambia, y en el uso que hice de él a lo largo de los años bajo todo tipo de avatares: pósters, dibujos, películas… Generalmente, lo llamaba Starwatcher, “aquel que observa las estrellas”.

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“La inestabilidad física que traduzco en mis dibujos se junta con la angustia de la locura, como una metáfora de la inestabilidad psíquica.”

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Recientemente, en la editorial que creamos con mi esposa, y que se dedica a mis obras un poco “marginales”, tomamos la decisión de empezar a publicar un título más “importante”. Por otro lado, productores japoneses me habían pedido un tema para una película de animación. Había escrito un guión con Arzach. Pero la producción se desmoronó y el guión quedó. Arzak l’arpenteur viene de ahí.

Empezaste a dibujar de muy joven, en los años cincuenta. ¿Qué te llevó hacia la historieta?
Vengo de una familia sin tradición artística, ni del lado de mi padre, que era de una familia burguesa, ni del de mi madre, que tenía orígenes campesinos. Llegué al dibujo por dos caminos. En la biblioteca de mis abuelos había bastantes libros del siglo XIX; no literatura sino libros de imágenes, grabados de artistas como Gustave Doré, Edouard Riou o Alphonse de Neuville. Y paralelamente, en la escuela, conocí la cultura de la juventud de la época, dominada por Tim l’Audace, Les Pieds Nickelés, Tintin… De ahí los dos polos: el polo Moebius, a través de toda esa imaginería del siglo XIX, y el de la historieta de imágenes simples para niños con temas de aventuras.

¿Cómo te formaste?
Trabajé con Joseph Gillain (Spirou, Jerry Spring) durante un año. Se puede decir que él me inició. Ya estaba entonces en pleno período de crecimiento, había vendido muchas tiras en los diarios pero iban en todas las direcciones, sin forma. Gillain estructuró para siempre mi grafismo, fue genial. Un viaje a México en 1956 me aportó nuevos temas que anunciaban a Moebius. Pero la maduración fue larga. Recién una vez que volví a París encontré gracias a la ciencia ficción una pasarela posible entre mis publicaciones en los diarios y mi exigencia artística.

Colaboraste en las películas Alien, el octavo pasajero, El quinto elemento. ¿Cómo descubriste la ciencia ficción?
Cuando era adolescente, mi padre un día me trajo la revista Fiction, diciéndome que la leyera. Le obedecí ¡y me encantó! Esta revista mensual publicaba cuentos traducidos por revistas estadounidenses y cuentos franceses. Conocí a todos los grandes autores, Heinlein, Asimov, Philip K. Dick, Jack Vance, Philip José Farmer, que muy rápido se volvieron mis escritores de referencia. Me encantaba la ciencia ficción sociocósmica, o la idea de que un hombre puesto en una situación de exterioridad representa al género humano.

¿Ese interés por la ciencia ficción engendró la revista Métal Hurlant en 1975?
Era necesario inventar una revista así. Para alcanzar la máxima capacidad de creación, era necesario actuar con mucha astucia, de forma insoportable. Hergé creó una suerte de malentendido mágico pero poderoso: hacer creer que trabajaba para chicos mientras que lo hacía para todo el mundo, expurgando su creación de toda sexualidad. Queríamos emanciparnos de ese método. Emanciparse quería decir trabajar en el interior, en su mente, pero también socialmente, porque había estructuras de vigilancia muy activas: la educación nacional, los políticos, las asociaciones de padres y la policía. No hay que olvidar que, cuando sacamos Métal Hurlant, también creamos una revista llamada Ah! Nana, su equivalente femenino y feminista, que se terminó en el noveno número luego de una convocatoria en el Quai des Orfèvres [N. de la R: un edificio de justicia relacionado con la policía], que prohibió colgar carteles, lo que significaba la muerte de la revista.

Pisaste fuerte…
Eh, no, se trataba de un número especial sobre el incesto, ¡era cool! (risas) En todo caso, sacudía. En esa época, la experimentación se imponía, queríamos establecer una suerte de espectro de lo que era posible. Para eso, había que probar. Pero las ganas de poner en tela de juicio, de chocar, no eran tan deliberadas. Se parecía a la salida de clases, cuando los chicos corren hacia el patio del recreo. Gritan, y al cabo de treinta segundos se empiezan a calmar. ¡Nosotros entramos en el período “grito”! Era simpático, como todo. Además teníamos la sensación de estar al unísono con todo lo que pasaba en literatura, en música, en moda, en arte, una explosión artística en todos los niveles.

¿Siempre te gustó la transgresión?
No sistemáticamente. Pero hay momentos en los que es necesaria. Ahora estamos más bien en un período de resistencia, de consolidación de conquistas que parecían adquiridas pero que, al fin de cuentas, no lo son. No es fácil. ¡Y toda la gente que ama por naturaleza la transgresión hoy debe morirse de impaciencia!

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“Me encantaba la ciencia ficción sociocósmica, o la idea de que un hombre puesto en una situación de exterioridad representa al género humano.”

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¿La resistencia a la autoridad es importante para vos?
Tengo realmente un problema con la autoridad y aquellos que la encarnan, ya se trate de un policía o de una persona de mi entorno que, de repente, se vuelve autoritaria. Cada vez, tengo que hacer un esfuerzo para tomar distancia, ¡para salir de mi patología de resistencia! Tengo que reconstituir toda la estructura social para decirme que esa manifestación de autoridad puede justificarse por dos millones de años de historia o no sé qué. De hecho, ¡soy un anticuerpo con patas! (risas)

Jamás escondiste el hecho de haberte drogado…
Formaba parte de la cultura de toda una época. Usé la marihuana como herramienta de trabajo, en dosis homeopáticas. Fumaba hierbas naturales, ni procesadas ni potenciadas. Una inhalación, incluso suave, me conectaba con otra percepción del mundo, de mí mismo, de mi reserva emocional, de palabras y de referencias. Mi relación con la marihuana es particular: empecé en México en 1956 por intermedio de artistas que me transmitieron una suerte de reglamento: solo usar la hierba para trascenderse y sobre todo jamás poner en peligro la integridad personal. Jamás me encontré en una situación de dependencia. Me desentiendo absolutamente de la forma, profana y perversa, en que el porro se expandió en las sociedades occidentales. Ver a amigos prenderse un porro a la mañana fue la señal de la deriva. Me dije: “¡Ah, bueno! Se acabó lo sagrado”. La marihuana es un amo un poco cruel, potente y peligroso, hay que acercarse con muchas precauciones y recelo.

¿Te sentís cómodo con tu éxito?
Rápidamente consideré el talento de dibujante como una suerte de trato preferencial extraordinario, con todo lo que eso puede implicar como riesgo de corrupción. El éxito da poder, permite no tener que hacer cola. Recientemente, estaba en el correo para retirar algo certificado y no tenía mi documento. El chico me dijo: “No hace falta, señor Moebius, le traeré su paquete”. Cada vez me lo cuestiono, es solo para evitar que sea algo obvio. No se empieza una carrera artística diciendo: “No quiero ser famoso, no quiero ser amado”. Enfrento el éxito con la mente tranquila, con la voluntad de ir hacia adelante, de progresar, de extender todavía la imagen lo más posible, sin restricciones. Siempre quise ser conocido no solo por mis contemporáneos, sino también en el porvenir y encontrarme reintegrado en el pasado.

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