Nietzsche en la playa

Los Inrockuptibles
Los Inrockuptibles
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10 min readJan 25, 2012

¿Qué es preferible, ser un sátiro o un santo?, se preguntó alguna vez el filósofo alemán. La misma duda aguijonea al protagonista de este cuento inédito del uruguayo Ercole Lissardi, referente indiscutido de la literatura erótica rioplatense. Relato de un hombre solo que, mientras pasa sus días en un balneario esperando la llegada de su mujer, experimenta el costado más narcótico y alucinatorio del sexo. / Por Ercole Lissardi. Ilustración Paolina.

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En el prólogo del Ecce homo, un poco al pasar, enjuiciando someramente sus realidades más íntimas, Nietzsche declara que “preferiría ser un sátiro antes que un santo”. Léase: que no es lo uno ni lo otro, pero que de tener que optar, etc. Se trata de una alternativa en la que, de los pocos que se la planteen, sólo una pequeña minoría, estoy seguro, preferiría la segunda opción.

Abrí el libro mi primer día de playa, leí las poco más de veinte líneas hasta llegar a la declaración de marras, y ahí quedé. Me sobrevino una especie de desazón, una especie de nostalgia sin objeto que me quitó las ganas de seguir leyendo. Se me dirá que Nietzsche no es lectura para la playa. ¿Por qué no? Si casi todos sus últimos libros los escribió en balnearios.

Motu proprio nunca me planteé esa alternativa que Nietzsche considera tan importante como para explicitarla ya desde el prólogo de su autobiografía. Pero desde que, instalado en mi trono veraniego de lectura –hecho de resplandor solar, arenas ardientes y olas de color esmeralda– tomé nota de ella, no dejó de zumbarme alrededor, como un mangangá voluminoso y fiero, tan bello como peligroso.

Durante el año no echo de menos el rudo contacto estival con la naturaleza, a menos que, por la razón que sea, ese año no hayamos podido tener nuestro veraneo. Precisamente eso fue lo que sucedió el año pasado, de manera que, al terminar diciembre tenía yo tantas ganas de emigrar hacia el Este que, aunque Quina –Joaquina, mi mujer– no tenía libre sino a partir del 15 de enero, con todas las disculpas del caso el 1º de enero ya estaba yo instalado a ciento y pico de kilómetros de mis rutinas y haciendo playa. La casita que alquilé, lamentablemente, para la hora de la siesta tenía tan recalentada la planchada que resultaba absolutamente inhabitable.

Positivo como soy decidí de inmediato que la hora de la siesta era precisamente la mejor hora para ir al súper. Calculé que a esa hora estaría vacío, lo cual para mí es perfecto, porque me molesta sobremanera el gentío. Es por eso que elijo los balnearios poco poblados, los que no tienen playas mansas, los que no son más que algunas casas recostadas contra zonas de bosques, montes criollos o campo abierto. Quina, por supuesto, iba a reprocharme mi torpe elección cada día que pasáramos en esa casita, pero ya aquel primer día, camino del súper, afiné mi defensa: no siestear iba a ser una ventaja, porque de esa manera por la noche nos dormiríamos temprano y aprovecharíamos la mejor parte del día que, como se sabe, es el amanecer.

“Blanquísima y rubia una, morena la otra, ambas –quizá apenas por encima de la edad de imputabilidad– eran exactamente de la misma altura y delgadas como corredoras de maratón.”

El súper, un gran galpón caluroso y vagamente maloliente, efectivamente estaba vacío, o casi. Me pregunté si debido a la hora o porque todo el mundo se iba a hacer las compras a otro balneario. Estaba ya con el carrito medio lleno –mi idea era aprovisionarme como para una semana– cuando las vi. No soy mirón, para nada, pero estoy seguro de que nadie hubiera dejado de percibir el aura intensa y misteriosa –no se me ocurre otra palabra para describirla– de aquellas criaturas. Blanquísima y rubia una, morena la otra, ambas –quizá apenas por encima de la edad de imputabilidad– eran exactamente de la misma altura y delgadas como corredoras de maratón.

Estaban frente a la heladera de refrescos. Tenían la puerta abierta. Me dio la impresión de que estaban allí paradas refrescándose con el vapor frío del refrigerador. Como en un sueño se dieron vuelta hacia mí al unísono, como si hubieran estado esperándome, y se quedaron mirándome, como si esperaran de mí la respuesta a una pregunta que hubieran estado laboriosamente formulándose. A saber qué me veían con tanta insistencia. Sé qué imagen doy: la de un pelotudo que vive en la luna y que siempre tiene cara de estar despertándose de una mala siesta. Ignoré sus miradas casi impertinentes y actué como si fueran dos payasas promocionando alguna bebida cola. Pedí permiso, trasegué refrescos a mi carrito y puse pies en polvorosa sin dejar de sentir el aguijón de sus miradas.

De regreso en la casita amontoné las provisiones en la cochambrosa alacena y dentro del fatigado refri, y salí a dar una vuelta. Linda hora para pasear. El sudor me escurría desde la frente y desde las axilas. Quizá un chapuzón fuera lo indicado. Bajé a la playa. Caminé hasta la desembocadura del arroyo. Un banco de arena la había cerrado, y las aguas del arroyo, atrapadas, lucían quietas como las de un estanque. Me vino una especie de euforia. Éste era para mí el ideal de las vacaciones. Espacios inmensos, nadie a la vista, silencio absoluto –más allá de la monotonía del mar y de la queja destemplada de algún pajarraco insolado.

Decidí caminar por la orilla del arroyo alejándome del mar en busca de algún retazo de floresta umbría. Al principio fue fatigante pero soportable, pese a que la arena ardía. Superada la zona de médanos empezó otro tipo de exigencias. La arena de la orilla del arroyo estaba cada vez más impregnada de agua. Pronto me encontré caminando rápido, convencido de que, de detenerme, mi propio peso me hundiría en aquella gelatina. Y ya no había manera de alejarme del arroyo, que a esa altura corría entre barrancos de un par de metros de altura. Miríadas de pequeños cangrejos emergían de las arenas movedizas.

Sentí pánico. Me imaginé hundido hasta el cuello y con los cangrejos caminándome por la cara. Imaginé que sólo arrastrándome sobre codos y rodillas podría mantenerme sobre la superficie de aquella gelatina. Pensé en regresar, en intentar volver sobre mis pasos. Pero un juncal que tenía ahí delante me pareció una salida más rápida y segura. Llegué. No había allí tierra firme. Caminé separando juncos, con el agua por las rodillas. Una víbora verde, brillante y larguísima se deslizó en el agua entre los juncos. Se sumergió. Traté de correr para alejarme de ella, pero era como si tuviera enredadas en la vegetación las piernas.

Entonces fue que oí unas risas cantarinas. Tan cerca que miré al cielo, seguro de que alguien volador se burlaba de mi desgracia. Otra vez: voces y risas. Afiné el oído. Era a mi izquierda. Avancé unos metros y luego, separando los juncos, las vi. Desnudas, tendidas sobre una lengua de pasto, miraban hacia el arroyo, apoyadas sobre los codos. Era la parejita del súper: cabellos oscuros, cabellos rubios, empapados, como si acabaran de darse un chapuzón. Conversaban, y sus voces me llegaban con claridad en el silencio rumoroso de la espesura –apenas, muy lejano, se oía el motor de una cortadora de césped–, pero hablaban una lengua –dulce, repleta de vocales– de la que no pude entender una sola palabra.

Ya no soportaba estar en el agua barrosa, de manera que, tumbando juncos y chapoteando, salí al claro. Al oírme se volvieron hacia mí y se pusieron de pie. No parecían sobresaltadas, ni mucho menos temerosas. De hecho ni siquiera se veían incomodadas por mi presencia. Antes bien me parecieron encantadas de verme. Como si nos hubiéramos citado en ese discreto rincón de la espesura. “Lieblu” o algo parecido, dijo la rubia, y la otra se sonrió. No se molestaban en recoger las minúsculas ropas que llevaban en el súper. La exhibición de sus tetitas puntiagudas y sus pubis lampiños hacía más intensa su aura misteriosa. Quedé como tarado, mirándolas.

Desnudas como anfibios recién salidos del arroyo, se me acercaron lentamente, como si temieran mi reacción, fuera ésta saltarles encima o salir corriendo. Extranjeras, nudistas, quizá mutantes anfibias, tal vez menores de edad: la combinación no me pareció buena. Di un paso atrás, y ellas detuvieron su avance. Me aclaré la garganta y les expliqué que estaba perdido, y les pedí que me dijeran cómo regresar hacia el centro del balneario. A medida que les hablaba sonrisas, que se me antojaron maliciosas, quizá burlonas, afloraron en sus labios. Como si hubieran venteado el desconcierto, el vago temor que me provocaban, la morocha me soltó, suavecita, hipnótica, tranquilizadora, una retahila de bes suaves, eles cantarinas y vocales de todos los colores, que acompañaba con gestos de apaciguamiento y calma de sus manos abiertas.

En cierto modo su dulcísima tirada me tranquilizó. Sonrieron ellas y sonreí yo. La rubia me señaló mi brazo derecho. Lo miré. Tenía un rasguño del que manaba sangre. Tendió las manos hacia mí, me pareció que con ternura, y canturreó algo en lo que incluyó el “lieblu” que evidentemente me concernía, en forma exclusiva quizá. Se acercó y me tomó el brazo lastimado. Me miró y me hizo una especie de guiñada –que había aprendido ayer o que practicaba poco– con ambos ojos. Después inclinó la cabeza y sacando mucho la lengua lamió el rasguño todo a lo largo.

Cuando desperté era casi de noche. Me despertaron gritos de niños jugando. Estaba solo, y desnudo aun de la cintura para abajo. Me miré. Una sola pija. La mía. Me puse el calzón. Me sentía bien, ligero, aliviado. Me sentía… si se me permite enunciarlo sin explicarlo –porque no sabría cómo–: desintoxicado.

Creo, realmente lo creo, que la húmeda y cálida lamida cerró mágicamente la herida. Ni una gotita de sangre volvió a brotar. De lo que estoy seguro es que, además, su saliva tenía efectos narcóticos. Sentí que la cara se me estiraba en una sonrisa de felicidad plena. “Lieblu” les dije, como aceptando con serena resignación mi destino. Quedaron sorprendidas y maravilladas. Se besaron en la boca como para premiarse por la inesperada victoria sobre mi presunta reticencia.

Es una grosería inaceptable retirar la mano de una dama que se ha tomado la confianza de atraparnos por el rabo, como acababa de hacerlo la morena. De todas maneras hubiera incurrido en grosería si, para realizar la toma, ella no se me hubiera acercado lo suficiente como para envolverme con sus aromas acres, silvestres, definitivamente irresistibles. Aquello acabó con cualquier esbozo de resistencia y con cualquier habilidad mental que me permitiera evaluar objetivamente lo que estaba sucediendo. Frotó su nariz contra la mía y presionó con la otra mano sobre mi hombro sugiriéndome que me dejara ganar por la fuerza de la gravedad, a la vez que me explicaba que “lieblu” esto y que “lieblu” lo otro, argumentando seguramente en el sentido de que lo mejor para Lieblu era dejarse hacer y portarse bien.

La rubia, que parecía haberse desvanecido en el aire húmedo, picante y caluroso, en realidad estaba allá abajo, tironeando de mi calzón de baño. Considerando el doble ataque de que era objeto me pareció que lo más sensato sería dejarme ir al piso, para desde allí mirar cómodamente el cielo, la copa de los árboles, la avionetita que remontaba las nubes, arrastrando penosamente su gran cartel publicitario. “Olvidate” me dije, aflojándome todo, muy seguro de mi juicio y muy resignado a lo que viniera. “Quién sabe qué te pusieron estas minas en el café”.

Sentía, en mi delirio, que para tan peculiar circunstancia, en realidad yo no estaba tan mal preparado. El pasto fresco me picaba en la espalda, bichitos de todo tipo, tamaño y color saltaban alrededor y sobre mi cuerpo, y allá abajo ocurría el milagro más milagroso de todos los milagros: no que estuviera tan duro como una rama de roble, sino que tenía no una sino dos pijas, tan largas que me las hubiera podido chupar yo mismo si no fuera porque cada una de las gemelas tenía bien agarrada la suya y chupaba de la boquita con la fuerza irresistible con que puede chuparte, si te agarra, un tornado que chupara con la fuerza de un ciclón.

Ni pensar en resistir semejante saqueo. Me abrí de piernas, apreté el culo y dejé que pasara lo que tuviera que pasar. Saltaron los chorros de semen, uno para cada lado. Chorros de semen, digo bien: no chumbazos, escupidas o goterones de semen, sino chorros. Chorros como para ducharse en ellos. Traté de levantar la cabeza y hacer foco para apreciar el fenómeno, pero no pude. Apoyaron sus manos sobre mis hombros para que no pudiera despegarme del piso. Aquello no era para mis ojos profanos. “No puede salir tanto, litros y litros, no es real”, me decía. Y poco a poco vi con claridad: no, no era real, era una fantasía, la fantasía de ellas. Sentí como que me iba por un embudo cuyo final no terminaba de alcanzar.

Cuando desperté era casi de noche. Me despertaron gritos de niños jugando. Estaba solo, y desnudo aun de la cintura para abajo. Me miré. Una sola pija. La mía. Me puse el calzón. Me sentía bien, ligero, aliviado. Me sentía… si se me permite enunciarlo sin explicarlo –porque no sabría cómo–: desintoxicado. Orientado por las voces de los niños no tardé en salir a una especie de parque. Familias preparando fuegos en parrilleros, niños correteando alrededor, y, de pronto, desde los altorparlantes, una musiquita machacona.

Caminé sin apuro hasta la casita. Repito que me sentía muy bien, pero también, de manera indefinible, me sentía raro. Oía con espantosa nitidez. Cada olor que la brisa me traía penetraba hasta el centro de mi cerebro. Cada movimiento en derredor, por mínimo que fuera, captaba mi atención, como si pudiera entrañar algún peligro. Me crucé con una mujer y sus hijos. Iban cantando. Desde lejos distinguí los olores más íntimos de la mujer. Tuve que detenerme, girar el cuerpo, fingir que miraba la copa de un árbol, como si allí se escondiera el pájaro más raro del mundo, para que no notara la mujer, o, peor, los niños (“¡Miren, miren!”) la erección demoníaca que se me declaró en cuestión de segundos.

A las diez de la noche, como estaba previsto, llamó Quina. Le pedí por favor que inventara una manera de venirse ya para el balneario. Quina, quien para todo, al igual que yo, es muy de las rutinas, muy de cada cosa en su lugar y de tomarse todo con mucha calma, percibió la urgencia dramática con que la convocaba. Quedó desconcertada, y aunque no fui capaz de explicarle lo que me pasaba, me aseguró que haría todo lo posible por zafar cuanto antes.

Por la mañana volví a bajar a la playa con el Ecce homo. Ya cómodamente instalado bajo la sombrilla, antes de volver a empezar el libro desde la primera página, me permití la siguiente reflexión: pensé que Nietzsche preferiría ser un sátiro antes que un santo seguramente porque no tenía una idea perfectamente acabada de lo que significa ser un sátiro.

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