“No hace falta gritar”, Celina Eceiza en Big Sur
No sería falso decir que las obras de Celina Eceiza parecen regirse por una economía precaria, de tipo familiar. Frente a otras producciones escultóricas más vinculadas a la museificación de las formas o a la continua institucionalización de los espacios, su obra opta por una construcción más especulativa de la narración, en lugar de apostar por el objeto sometido a una épica espectacular.
Su muestra No hace falta gritar nos sumerge sin escafandra en la pequeña sala de Big Sur en una situación inicial de extrañeza y desorientación ante estos objetos que se niegan a ser escultóricos, y, sin embargo, están ahí expuestos.
En este sentido, la médula de su obra reside en la exposición de ciertos aspectos de lo que podríamos considerar como lo frágil y lo absurdo de estos materiales comunes y corrientes, ampliamente ligados todos ellos al ámbito privado. A primera vista, este cruce se podría entender como un postminimalismo escultórico, algo como lo que sugería el escultor polaco Miroslaw Balka, que pensaba a principio de los noventa el objeto como algo “antimonumental”. De esa misma forma, alejada de la perorata discursiva del objeto como reflectante del espacio total, Eceiza construye su propia voz. Su muestra No hace falta gritar nos sumerge sin escafandra en la pequeña sala de Big Sur en una situación inicial de extrañeza y desorientación ante estos objetos que se niegan a ser escultóricos, y, sin embargo, están ahí expuestos. Mientras más observados son, más desarrollan narrativas que permiten establecer sintonías anómalas pero, a la vez, identificables. La captación de la atmósfera en que los objetos están dispuestos, el retorno de ciertas tonalidades que con el azul general de la sala nos envuelven en relaciones difíciles de traducir, todo ello tiene algo nostálgico. La disposición misma del espacio dialoga con cierta melancolía; de hecho, el azul era el color favorito de Schopenhauer cuando hablaba de la tristeza del espíritu, y para la poeta Elizabeth Bishop era un color que nos remitía a nuestro nacimiento. Desde esta perspectiva, la construcción de Eceiza no deja de sorprender: ante lo desaparecido de su propia narrativa se alzan estos objetos y situaciones que remiten a un lugar existente en otro momento, previo a los efectos arquitectónicos o espaciales a los que estamos acostumbrados, previo a la demarcación de fronteras y a los pasaportes que hay que enarbolar para cruzar de un país a otro. Sus frágiles esculturas son indicios en su totalidad, y lo que los indicios tienen que hacer es catapultar una nueva creación de memorias.
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Celina Eceiza
No hace falta gritar
En Galería Big Sur (Carlos Calvo 637, CABA). Hasta el lunes 15.