Rafael Spregelburd: “Si el teatro no tiene relación con su presente, solo produce frivolidad”. Entrevista
“Hice la obra más corta que pude”, dice Rafael Spregelburd. Habla de La terquedad, cierre de su heptalogía teatral dedicada a Hieronymus Bosch (El Bosco), de más de tres horas de duración. En la obra escrita y dirigida por Spregelburd, quien cumplirá en abril 47 años y es sin duda unos de los nombres más relevantes del teatro argentino contemporáneo, una misma historia se repite tres veces, pero desde puntos de vista diferentes. “La que se cuenta al final es una variación de las otras dos, de tal modo que un espectador puede darse cuenta de que, antes de verla, había deducido cosas incorrectas”, aclara el prolífico artista, que también es uno de los protagonistas del espectáculo que se estrena este mes en un Teatro Cervantes visiblemente renovado, ahora bajo la conducción de Alejandro Tantanian. Lo acompaña un elenco de alto nivel: Alberto Suárez, Diego Velázquez, Pablo Seijo, Santiago Gobernori, Guido Losantos, Lalo Rotavería, Javier Drolas, Pilar Gamboa, Paloma Contreras, Analía Couceyro, Mónica Raiola y Andrea Garrote. La música original es de un colaborador habitual, Nicolás Varchausky, la escenografía y las luces de Santiago Badillo y el vestuario de Julieta Álvarez.
En La terquedad, Spregelburd es Jaume Planc, un comisario de la policía valenciana que inventa una lengua artificial a fines de los años 30, los tiempos del turbulento epílogo de la Guerra Civil Española. Y aunque en apariencia ese argumento no parezca ajustarse a la voluntad expresada hace unos días por Tantanian de transformar al Cervantes, nuestro único teatro nacional, en una caja de resonancia de los avatares del presente, en realidad circula bajo su superficie una idea que se aplica perfectamente a la actualidad política argentina: cómo un programa –el del fascismo, en este caso– puede presentarse en sociedad disfrazado de otra cosa, que para colmo es su notorio opuesto. “El protagonista es un alegre fascista con un plan humanista, la invención de una lengua como señal de identidad e independencia”, agrega Spregelburd, quien se pone en las botas de un comisario nacionalista y mafioso que presionó a una importante editorial española para que edite un diccionario con su no tan exótica ocurrencia (existen a lo largo de la historia unos cuantos proyectos de la misma clase, casi todos sepultados bajo la fama del más popular, el esperanto), en un momento crucial de la historia española. “Este hombre existió y pretendió llevar adelante esta idea en los años 70, durante la última etapa del franquismo. Preferí alejarme un poco del personaje real y acercarme a una época que me interesa especialmente, la de la Guerra Civil, que planteó todas las preguntas a las que se ha respondido mal hasta hoy, dentro y fuera de España, porque esa guerra también estuvo intervenida por muchos intereses internacionales”.
“En la Argentina, cuando se habla de “nuevo teatro”, por lo general se refiere a un nuevo texto, no a una nueva forma de dirección.”
En sintonía con la famosa frase del líder campesino mexicano Emiliano Zapata, los republicanos españoles creían que la tierra es de quien la trabaja. “Y el franquismo aplastó esa teoría sin darle ninguna respuesta y sin aclarar los tantos. Pero yo elegí ubicar la acción en Valencia, durante el último día de la Guerra Civil, en un ambiente caótico y tormentoso donde circulaban muchos temas que me interesan particularmente: la lengua, la ideología, la propiedad, la reforma agraria, la lucha de clases…”, sostiene Spregelburd.
Hace casi diez años, en 2008, La terquedad fue parte de la Bienal Frankfurter Positionen, que en esa ocasión había convocado a artistas plásticos, cineastas y dramaturgos para que intentaran dilucidar por qué la humanidad produjo en los últimos años numerosos avances tecnológicos destinados a mejorar y alargar la vida de las personas pero ninguno dirigido a operar virtuosamente sobre su ética. Para Spregelburd, el proyecto del comisario Planc tiene el atractivo de encerrar una paradoja: parece destinado a perseguir un objetivo encomiable, impulsado por un fascista que tuvo la sagacidad de crear una lengua artificial con palabras numeradas para facilitar su registro. “Es un invento parecido al de la computadora, pero nadie se podía dar cuenta de eso en aquella época. La anécdota es conmovedora: queriendo inventar una lengua humanista, el comisario produce un formidable invento tecnológico similar a la cibernética.”
ENTREVISTA> A primera vista La terquedad cuenta una historia que parece alejada de los problemas del presente, pero finalmente existen en ella algunos puntos de contacto con los objetivos que se plantea la nueva gestión del Teatro Nacional Cervantes.
El axioma del Cervantes me encanta. Estoy muy de acuerdo. Pero también creo que tener que aclarar que el teatro debe cumplir esa función, a esta altura del partido, es una tautología. Si el teatro no tiene relación con su presente, solo produce frivolidad. Eso es algo que ya hemos olvidado porque los teatros públicos nos tienen acostumbrados a un eclecticismo en el que esto no se afirma contundentemente. De una manera u otra, todos los teatros intentan eso, sobre todo los teatros públicos, salvo en las coproducciones con capital privado, que suele imponer su disidencia en relación a lo que el Estado piensa que debería ser la teatralidad de un pueblo. Creo que la de Tantanian es una afirmación valiente en un momento de absoluto retroceso en términos de políticas públicas, pero al mismo tiempo es de una obviedad inquietante. Lejos de esa obviedad, yo propongo una obra donde se pueden leer relaciones con el presente, pero no de las maneras habituales. Quizá se pueda descubrir alguna clave que se nos esté escapando para entender por qué la gente, para manifestar su disconformidad, casi siempre adhiere al fascismo. La banalidad del mal… El mal no se suele anunciar como tal. De hecho, se postula como parte del sistema del bien. Pero hoy viene disfrazado de cambio, de alegría y de globos de colores.
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Ensayo de “La terquedad”.[/caption]
Toda la heptalogía está inspirada en la Mesa de los pecados capitales de Hieronymus Bosch (El Bosco). En este caso, el disparador es la ira. ¿Cómo llegaste a pensar en la historia de este comisario para vincularla con ese pecado?
El Bosco representó la ira como una pelea entre vecinos. Es una representación muy oscura: hay un personaje con una mesa partida en la cabeza, unos tacones blancos en el piso… Como siempre, pintó con un diccionario que nosotros hemos extraviado. Durante la guerra, cuando el triunfo ya era claramente de los franquistas, hubo una verdadera caza de brujas entre los terratenientes. Muchos denunciaban a sus vecinos de ser rojos, algo indemostrable, ya que la República había colectivizado los campos de manera automática. La intención de los denunciantes era anexar esas tierras a las propias cuando el Estado desalojaba a los acusados y los fusilaba. Todo esto debería sonarnos conocido. Cuando el Estado interviene para tergiversar la propiedad, lo hace de la manera más escabrosa.
La obra es un desafío para los espectadores, por la complejidad de su estructura y por su extensa duración. ¿Pensás en eso cuando producís teatro?
Lo pienso. Y pretendo evitar que nos acostumbremos a un teatro domesticado. Acabo de llegar de España, donde estuve de gira con Spam. Hacía rato que no iba, y tenía algunos temores porque mi relación con España, que fue muy rica en otro momento, empezó a ser más difícil a medida que mis obras se complejizaron. Como si la complejidad fuera, en algunas culturas teatrales, un problema. En otras, claramente no lo es. El encargo temático de la Bienal de Frankfurt, que fue el punto de partida de esta obra, era muy vasto, muy rico. Y de ahí surgieron muchas obras distintas, dignas de atención. Pero en España sentí, en las entrevistas con la prensa, que tenía que dar explicaciones porque mi teatro sería muy farragoso. Pensé que en mi país no me iba a pasar, pero aquí estoy frente a la misma pregunta… Creo que el público tiene sus opciones. Es imposible determinar con claridad qué quiere ver el público. Por momentos puede hacer de una pelotudez absoluta la joya del verano. Y en otros, adherir en masa a obras que están muy bien. Eso ya no es para mí un parámetro a la hora de pensar una obra.
“El mal no se suele anunciar como tal. De hecho, se postula como parte del sistema del bien. Pero hoy viene disfrazado de cambio, de alegría y de globos de colores.”
¿Tenías de entrada el plan de ser uno de los protagonistas de La terquedad?
No, y de hecho la obra no está escrita para mí, algo que me trae bastantes problemas. Estuvo pensada originalmente para cinco actores alemanes que, igual que en La estupidez, otra de las obras de la heptalogía, tenían que hacer todos los papeles, que son más de una docena. Pero sí estaba contemplado que el papel de Planc lo hiciera un solo actor. No porque sea más protagónico o porque esté en más escenas que los demás. Pero ese personaje lleva una línea ideológica que yo no quería contaminar. No me servía que lo interpretara un actor al que le tocaran también otros roles. En el momento de escribirla, no se me hubiera ocurrido porque ni siquiera tenía una edad parecida. Planc tiene dos hijas adultas… Pero pasó el tiempo, envejecí, y ahora me parece que sí puedo hacerlo (risas). Es el personaje que habla todos los idiomas que aparecen en la obra: ruso, inglés, el dialecto valenciano inventado… Y creo que en definitiva asumí la responsabilidad porque no hubiera podido soportar quedarme afuera de esta obra.
Entonces pagaste el precio de actuar y dirigir, que siempre es un problema.
Todos son problemas en el teatro. Pero más complicado aún era tratar de decirle a alguien cómo hacer un papel que vos en el fondo deseás. Porque ahí empezás a intentar que el otro encuentre las mismas soluciones que vos encontrarías, y eso no es una buena dirección. El buen director es el que puede explotar al máximo todos los recursos que tiene a mano. Que sabe aprovechar bien la riqueza del texto, pero también la riqueza individual de los actores. Por otra parte, Planc es un personaje que habla de una manera muy retórica. Y no es tan fácil encontrar actores de mi generación que se diviertan y puedan manejar ese grado de retórica que yo ya he probado mucho en obras como Apátrida y Spam.
“Es imposible determinar con claridad qué quiere ver el público. Por momentos puede hacer de una pelotudez absoluta la joya del verano. Y en otros, adherir en masa a obras que están muy bien. Eso ya no es para mí un parámetro a la hora de pensar una obra.”
¿Cómo suelen ser tus procesos con los actores? ¿Sos flexible con sus propuestas?
Soy muy flexible. Mis textos suelen funcionar bien como literatura, pero muchas veces, cuando leo la obra con otros antes de iniciar el proceso de sostenerla sobre el escenario, hay situaciones que yo había imaginado como muy dramáticas y que en realidad terminan siendo mejor presentadas como cómicas. Esto tiene que ver con distintos accidentes: pasa en la etapa en la que los actores no saben todo el texto, cuando se pisan o se superponen, cuando prueban lo que yo no probaría. Pero en mis ensayos está muy claro que no pretendo imponer una única dirección, sino más bien organizar la lógica caótica que surge ahí. Los actores fluyen en ese mismo mar desordenado en el que también estoy fluyendo yo. Nunca llego al primer ensayo sabiendo completamente lo que tengo que hacer.
No es una discusión nueva, pero persiste en el teatro argentino: los que se inclinan por la dramaturgia del actor suelen desechar la importancia del texto. ¿Dónde te situarías en relación a ese problema?
Hay un poco de eso, es verdad, pero mucho menos que en otros países. Acá se le presta bastante atención a lo que el texto propone. A veces, incluso, la única novedad de una obra viene planteada en el texto, ya que los mecanismos de producción son muy acotados, están democráticamente pauperizados. En otros países puede haber directores con ideas de puestas estrafalarias a los que les viene bien cualquier texto. Pero acá las ideas de puesta siempre están vinculadas con la dinámica de los teatros independientes, que no suelen ofrecer demasiados recursos ni posibilidades. Puede haber más o menos investigación en cuanto a los lenguajes actorales, pero en términos de puesta hay poca experimentación. No tenemos la chance de hacer lo que los alemanes hacen todo el tiempo, con los clásicos y desde hace un tiempo también con los contemporáneos: desarmar una pieza y presentarla a su manera. De las tres posibles dramaturgias que existen, la del director, la del texto (o del autor), y la de los actores, creo que estoy más cerca de esta última. Hablo de una dramaturgia en la que el actor, por la gran autoridad con la que se ha instalado en el sistema teatral como factor poético, tiene amplios derechos para corregir el destino de un texto y de sugerir cortes, o de hacer lo que en otras culturas hacen los directores con cierta impunidad. En la Argentina, cuando se habla de “nuevo teatro”, por lo general se refiere a un nuevo texto, no a una nueva forma de dirección. Creo que en parte pasa eso porque los autores son los que dirigen sus propios textos. Habría que ver qué ocurre en una relación mixta. Qué siente un autor que no interviene en la puesta cuando ve lo que un director hace con lo que escribió.
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Rafael Spregelburd[/caption]
En varias oportunidades llamaste la atención sobre el desinterés de los teatros oficiales por tu obra, aun cuando muchas han circulado con buenos resultados por Europa. ¿Esta convocatoria del Cervantes termina con ese problema?
No necesariamente. Hablamos de teatros con una estructura muy pesada y difícil de cambiar. Sigo pensando todo lo que pensaba, a pesar de que en el Cervantes están siendo encantadores con nosotros. En los teatros públicos uno sigue teniendo la obligación de presentar una escenografía diseñada y armada al menos ocho meses antes de empezar los ensayos. ¿Qué idea puedo tener de la eficacia de ese sistema? En este caso, hubo flexibilidad de ambas partes: yo entendí que si no cumplía con esa exigencia, tenía que presentar una obra sin escenografía o con recursos muy sencillos y muy elásticos, algo que me parecía un desperdicio para una sala tan grande; y Tantanian aceptó algunas cosas que yo propuse, como ensayar cinco meses en lugar de dos, lo más habitual. Los actores estuvieron de acuerdo con la idea de ensayar más, aun cuando lo tuvieron que hacer sin cobrar un peso extra. Pero los horarios de ensayo siempre dependen de una grilla de técnicos. Y para conseguir los actores que quería, y con los que estoy trabajando con mucho gusto, tengo que coordinar permanentemente con sus filmaciones y sus trabajos en otras obras o en la televisión, justamente porque, al no cobrar, no pueden abandonar esos compromisos. El problema no es que no me convoquen a mí, sino el sistema de producción del teatro público.
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La terquedad
De Rafael Spregelburd
Con Paloma Contreras, Analía Couceyro, Javier Drolas, Pilar Gamboa, Andrea Garrote, Santiago Gobernori, Guido Losantos, Monica Raiola, Lalo Rotaveria, Pablo Seijo, Rafael Spregelburd, Alberto Suárez y Diego Velázquez.
Desde el 11 de marzo hasta el 3 de junio (de jueves a domingo a las 20) en el Teatro Cervantes (Libertad 815, CABA).
> teatrocervantes.gov.ar