Reseña: “La infancia de Jesús”, de J.M. Coetzee

Entre dilemas morales y una puesta en crisis del sentido de la vida, J.M. Coetzee muestra una vez más sus grandes condiciones como novelista a través de la historia de un chico y su tutor en una ciudad extraña y conflictiva. / Por Martín Caamaño

Los Inrockuptibles
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5 min readJan 12, 2014

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¿Y si el mundo hubiese sido configurado de manera distinta? ¿Si ciertos acontecimientos no hubiesen sucedido nunca o los hubiésemos olvidado? En fin, si la historia hubiese progresado en otra dirección, ¿la humanidad habría llegado al mismo grado de ebullición en el que se encuentra ahora? La infancia de Jesús, la nueva novela del Premio Nobel sudafricano J.M. Coetzee, se pregunta esto todo el tiempo. “Dos y dos podrían ser tres, cinco o noventa y nueve, si quisiéramos”, dice un personaje, y otro le contesta: “Si dos y dos fuesen tres todo se hundiría en el caos. Nos hallaríamos en otro universo, con otras leyes físicas. En el universo existente, dos y dos son cuatro. Es una regla universal, independiente de nosotros, no hecha por el hombre. Aunque tú y yo dejemos de existir, dos y dos seguirán siendo cuatro”. La respuesta de Coetzee parece ser que, por más que intentemos proponernos una historia alternativa, el elemento humano nos llevará a enfrentarnos siempre con los mismos interrogantes y con los mismos conflictos: la naturaleza del trabajo, el límite de los deseos, los dilemas morales, el misterio de la muerte, el sentido de la vida.

Cada uno de los libros de Coetzee contiene historias sobre gente que busca encontrar su lugar en el mundo en medio de un ambiente hostil y enloquecido.

La anécdota de La infancia de Jesús es tan simple como críptica, algo que también puede decirse de la escritura de Coetzee, que en esta novela alcanza su punto más descarnado y parco, con una marcada impronta dialógica; es en los diálogos donde se teje el relato y no en la tercera persona en presente, marca registrada del autor. Un hombre y un niño llegan del desierto a la ciudad imaginaria de Novilla en busca de una nueva vida y de la madre del niño. Allí todo parece funcionar en el más estricto orden y hasta cabría pensar que muchas de las normas imperantes operan como una especie de utopía perfecta del mundo según Coetzee; cierta concepción ascética de la vida en aparente contraste con el estruendo mundano y fugaz de la sociedad actual. En Novilla la gente no tiene recuerdos, reina el vegetarianismo –cuando el recién llegado quiere comer carne, le ofrecen ratas–, los deseos personales y los placeres físicos están asordinados –una mujer llama al acto sexual “descongelarse” — y el propósito del trabajo no es enriquecerse sino producir alimentos. Pero enseguida aparecen las grietas, y ese mundo casi idílico comienza a resquebrajarse. “No quiero caer en una grieta”, dice en un momento el niño. “Qué tontería. ¿Cómo va a caer un niño tan grande como tú en una grieta tan pequeña?”, lo tranquiliza su tutor. “En esa no, en otra”, insiste el niño. A lo que el adulto replica: “¿En cuál?, enséñamela”. Y el niño concluye: “¡No sé! No sé en cuál. Nadie lo sabe”.

Coetzee no es proselitista. Vuelca sus ideas en el terreno de la ficción para contrastarlas, falsearlas, ponerlas en cuestión, sin llegar nunca a una conclusión determinante y tranquilizadora. Y quizás ese sea el rasgo que lo convierte en uno de los más grandes escritores en actividad: el hecho de escribir como si pensara en voz alta, como si la música de fondo de la narración fuesen los devaneos de su conciencia. Quizá por eso los personajes de Coetzee suelen decirse cosas que ningún otro personaje de ningún otro autor es capaz de decir. En esta novela, a un hombre convaleciente le ofrecen compartir una habitación en un asilo y este, antes de aceparla agradecido, piensa: “Compartir la habitación con un viejo. Que ronca por las noches y escupe en su pañuelo. Que rezuma resentimiento contra el recién llegado que está invadiendo su espacio”. Es en esta honestidad brutal donde reside la maestría del escritor sudafricano.

Coetzee no es proselitista. Vuelca sus ideas en el terreno de la ficción para contrastarlas, falsearlas, ponerlas en cuestión, sin llegar nunca a una conclusión determinante y tranquilizadora.

La infancia de Jesús se inaugura con un comienzo in medias res, en el que los recién llegados Simón y David (adulto y niño respectivamente) están frente a las puertas del Centro de Reubicación Novilla. “Reubicación, ¿qué significará eso? No es una de las palabras que ha aprendido”, se lee. Esa podría ser una clave de la novela, que, como toda gran historia, empieza con una llegada y culmina con una huida. Pero también es una clave para leer toda la obra de Coetzee. Cada uno de sus libros contiene historias sobre gente que busca encontrar su lugar en el mundo en medio de un ambiente hostil y enloquecido. Reubicarse. Michael K, un Molloy hiperrealista, traslada a su madre en el medio de una guerra civil y termina comiendo tierra en la cima de una montaña; o el profesor David Lurie, protagonista de Desgracia, que una vez expulsado del campus se refugia en la granja de su hija para compadecer y sacrificar perros. O incluso la escritora de Elizabeth Costello, perdida en el infierno de los congresos literarios, desemboca en un purgatorio extraño que prefigura la atmosfera enrarecida de Novilla. En esa ciudad, Simón y David pasaran su primera noche en el jardín de la casa de una funcionaria pública, vivirán en uno de los departamentos que les asigna el Estado; Simón residirá una temporada en un hueco en los muelles y en un hospital, mientras David no encaja en la escuela y es enviado a la fuerza a una especie de reformatorio del cual escapará para terminar otra vez en la ruta.

Hace mucho que el título de un libro no tiene tanto peso en el relato que se está contando. No hay ningún Jesús en esta historia, pero Coetzee nos hace querer buscarlo a cada página en la figura de David, el niño protagonista. Constantemente se dice que el niño es especial y uno espera que David realice algún tipo de milagro, que resucite a un caballo muerto o a un marinero ahogado, que de pronto se haga invisible. Pero nada de eso sucede. Sin embargo el niño escribirá en un pizarrón: “Yo soy la verdad”, será negado por su maestro León y por una especialista en niños con trastornos, tentando por esa suerte de Satanás que es el señor Daga y juntará a sus propios apóstoles –Simón, su tutor; Inés, su madre adoptiva; un perro y un autoestopista– en un coche a la deriva. Porque en el evangelio según Coetzee la salvación no llega nunca. O mejor dicho, radica en su búsqueda perpetua, que es la pelea misma por intentar reubicarse.

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La infancia de Jesús

J.M. Coetzee
La infancia de Jesús
(Mondadori)
272 páginas
Traducción de Miguel Temprano García

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