Retrato: Fabián Casas

Después de diez años –en los que probó suerte como co-guionista de Lisandro Alonso, escribió una considerable cantidad de ensayos bonsái y tuvo dos hijos–, Fabián Casas vuelve a la novela con Titanes del coco, escrita e impulsada, según indica en las páginas finales, gracias a una residencia artística en un castillo italiano de la Toscana. Al igual que sus últimas publicaciones, la tapa lleva un gran dibujo de Santiago Motorizado, cómplice y amigo de Casas en varias aventuras.

Titanes del coco pertenece a un tipo de libros que podríamos agrupar bajo el rótulo de “novelas de redacción” porque transcurre –no en su totalidad, pero sí una buena parte– entre los escritorios de un diario, y sus protagonistas son periodistas creativos y deteriorados que, a fuerza de verse cotidianamente, van tejiendo lazos fuertes e imprevisibles –cualquier semejanza con los años que pasó Casas en Clarín es efecto de esta ficción. La suya no es una novela tradicional, sino una novela atomizada, porque sus partes están ensambladas a medias: más que una sucesión ordenada de hechos, el libro tiene varios núcleos temáticos y anecdóticos que van y vienen en el tiempo, que se superponen y estallan.

En esos cruces, en el relato de una experiencia y una misión que se va desgajando, en las anécdotas barriales, en los gestos de camaradería entre hombres y en los intensos y tormentosos romances con mujeres, Casas va diseminando sus marcas personales. Son estas andanzas las que mejor cuenta, con su pulso sincero y entrañable, con ese estilo que nace de un humor porteño nostálgico y literario.

Y también descolla a la hora de poner apodos, de nombrar a sus poderosas criaturas: el Sereno, la Giganta, el Flaco Pantera, la Garza, Blanca Luz y Jorge Alucino son algunos de sus personajes sombríos y amigables.

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Titanes del coco
(Emecé) 224 páginas