Ricardo Bartís: “Sé perfectamente que no le movemos el amperímetro a casi nadie”. Entrevista
Adaptación libre de un clásico del noruego Henrik Ibsen, la nueva obra del fundador del mítico Sportivo Teatral se propone lidiar con el peso monumental de un material que el propio artista siempre consideró tedioso y excesivamente informativo. En pocas palabas, un experimento de sacrificio autoinfligido del que sale felizmente indemne. En manos de Ricardo Bartís, el crítico retrato de las taras y frustraciones de la alta sociedad de fines del siglo XIX se transforma en pintura sutil pero incisiva de los avatares políticos de la actualidad: el consumismo como narcótico eficaz, la eterna promesa de una prosperidad que empieza a lucir inalcanzable para el grueso de los argentinos, y la derrota concluyente de todo proyecto de equidad social en un país que parece entregado a la fatalidad de un destino decadente. “Como Hedda Gabler, la Argentina va directo al muere”, explicita Bartís. “Ella se imagina singular, inteligente, seductora y cree tener un hombre a sus pies. Pero la realidad la lleva hacia el abismo. A los argentinos nos pasa algo parecido: nuestra clase media descerebrada, estúpida, anulada por su deseo mercantil, es incapaz hasta de tener una sexualidad dinámica. Vive alienada, a expensas de un invento, de una completa fantasía.”
ENTREVISTA> Declaraste que Hedda Gabler te parecía una obra densa, explicativa, poco interesante. Y aun así decidiste abordarla. ¿Cuál fue la motivación principal?
No sé muy bien por qué elegí esta obra. Tal vez porque hace unos años intenté hacerla, no me salió y me quedé bastante caliente. La empecé a ensayar de nuevo y, una vez que estás en el medio de ese proceso, querés llegar a alguna orilla. Nadás, aunque no haya mucho placer en ese movimiento. La sensación que tuve siempre es que la obra es mala, que es valorada básicamente porque modifica el canon literario de la época. Esa valoración habla a las claras de la preeminencia de lo literario sobre lo teatral. Es una especie de novela policial antes que una obra de teatro. Casi no hay situaciones, todo es información. Las opciones que teníamos eran parodiar, ponernos distantes o tratar de aceptar la dificultad y ver cómo hacíamos para mantenernos cerca del material. Durante el proceso sufrimos la zancadilla espantosa del aburrimiento, del tedio que produce un texto que te confunde: lo leés y no sabés en qué lugar de la obra estás, porque todo se parece mucho. Todo el tiempo hay entradas a escena de personajes que vienen a informar cosas que otros confirman un rato después. Es todo así… Pero viéndola en las funciones y pudiendo pensar sobre el trabajo en su totalidad, creo que la obra que hicimos es una forma de hablar del vacío, del tedio y de todo lo que produce el neoliberalismo. Es una metáfora de la Argentina actual. Eso es lo que debe haberme motivado y lo que me ayudó a estar cerca de un material que en muchos momentos padecí. Hedda Gabler no es demasiado linda, ni demasiado inteligente. Pero todo el mundo habla de ella y ve sus potencialidades. Es como la Argentina. Tiene que escapar de una tragedia inminente y queda atrapada en la obligación de ser nombrada, de la importancia que, se supone, tiene eso.
¿Esa mirada sobre el original te condujo en algún momento hacia el terreno de la parodia?
No, para nada. A pesar de que jodía mucho durante los ensayos para superar el tedio que me producía la obra, nuestro trabajo sobre el material fue y sigue siendo muy serio. No hay una mirada paródica. Estoy decididamente en contra de la parodia, sobre todo cuando la actuación se pone cínica y no defiende con hidalguía el lugar del actor, su territorio. Entonces todo se convierte en una especie de juego presuntamente inteligente. Hay todo un tipo de trabajo escénico que va en esa dirección. Yo lo veo muy críticamente. No me atrae como espectador, incluso me produce cierto encono. Ahí no hay consecuencias, es una gimnasia sin peligro. En esos casos, los textos y el estilo de actuación se encargan de desmoronar cualquier hipótesis crítica, están totalmente blindados.
¿Por qué seguís con los ensayos después del estreno?
Si fuera por mí, ensayaría todo el tiempo. La verdad es que el público no me interesa especialmente. Entiendo el nivel de importancia que tiene para un espectáculo, particularmente para la actuación, porque ahí va a fluir la potencia que solo la mirada del espectador puede generar. Pero desde el punto de vista de la dirección no me importa: yo no interactúo, no hablo, no tengo intercambio con el público. Y siempre siento que la función es menos interesante que el ensayo. Definitivamente, es mucho más epifánico lo que sucede en los ensayos que lo que pasa en las funciones. Aun con los errores y los disparates que son moneda corriente, los niveles de teatralidad están más latentes en el ensayo que en la función. Hace rato que me importa muy poco la fecha de estreno de una obra, o la opinión de la crítica. Ya no tengo expectativas alrededor de todo eso. No lo digo haciéndome el vivo. Lo que más me interesa es la búsqueda de lenguaje.
“Creo que la obra que hicimos es una forma de hablar del vacío, del tedio y de todo lo que produce el neoliberalismo. Es una metáfora de la Argentina actual.”
La obra también puede leerse como una provocación. Un gesto inesperado de alguien que durante años elaboró un discurso en contra del texto como timón de un espectáculo teatral y ahora elige a Ibsen.
Sí, y de hecho pensé más de una vez que me iban a querer matar todos. Un sector por sentirse cerca del lenguaje del Sportivo: me los imaginaba diciendo: “Che, ¿qué está haciendo este tipo? ¡Se volvió loco!”. Y después los otros, los que podrían decir: “Ves, ahora que se enfrenta con el desafío de un gran texto, este tipo no está a la altura”. Creo que todas esas especulaciones terminaron siendo un estímulo. Empecé a ver la obra como un movimiento de fuga hacia otro territorio, como algo que podía desorientar a todo el mundo. “Nadie va saber cómo ubicarme”, pensaba. Pero quizá sean todas especulaciones provocadas por el miedo a que me pase lo que me suele pasar cuando veo teatro. Por lo general, para mí ver teatro es mortal, sobre todo por la distancia que tengo con el objeto. Me abruma la sensación de un mundo ajeno, ingenuo, en el que las convenciones no se pueden sostener.
¿Tenés mucho miedo a equivocarte o pensás el error como parte de un proceso de investigación?
Cada vez estoy más abierto a la posibilidad de probar y equivocarme sin que eso sea un problema que me torture. Pero si no estás seguro de que conseguiste algo, tenés que ser honesto y revisarlo. Hay una responsabilidad que tiene el teatro alternativo. No se puede mostrar cualquier cosa. Suena como algo solemne, como una declaración de un viejo militante del PC argentino, dogmático e ingenuamente “político”. Pero creo que el teatro alternativo argentino supo construir una ética perturbadora, un pensamiento crítico, modificador. Sobre todo porque la actuación pone en juego un cuestionamiento permanente a lo dado. Eso es lo que tiene que primar. Y si uno no lo logra, debe dar un paso al costado. A mí me interesa discutir la noción más instalada de teatro clásico: cómo funciona esa noción en la nomenclatura cultural y cuáles son las zonas de prestigio que ocupa, aun cuando los textos clásicos sean muchas veces un bodrio, teatralmente hablando. ¿Por qué Ibsen es el padre de la dramaturgia moderna? ¿Por qué tiene más prestigio que Strindberg, que es mucho mejor? O que Florencio Sánchez, que le lleva kilómetros de ventaja. En el caso de Florencio, supongo que pasa eso porque es un autor de un país chiquito como Uruguay. Ese tipo de operaciones culturales me hace pensar en la estafa de Al Pacino, que se llevó de acá 600 mil dólares sin hacer nada, mientras muchos de nosotros no tenemos ni para el café con leche.
¿Culpa del chancho o de los que le dan de comer?
De todos. Lo de Pacino es una tocada de orto extraordinaria. Pensemos en esa gala ridícula, esos cuerpos operados, esos cabellos trabajados, esas figuras esculpidas, esa melindrosa humanidad desfalleciente, babeándose cholulamente por un tipo que, la verdad, es un piola bárbaro, que tiene una novia argentina joven y que también se llevó de acá una pasta infernal. Ahora quizá esté en un piso 46 jalando la mejor merca y pensando en lo simpática que fue la experiencia en Buenos Aires. Es doloroso, porque Pacino es un gran actor. Hemos visto trabajos extraordinarios de él. No tanto en los últimos años, porque ha hilvanado porquerías a granel, pero es innegable que hizo grandes laburos. Es triste verlo hacer el pelotudo. Por mucha guita, claro, pero haciendo el pelotudo al fin y al cabo. Digo esto porque los territorios y las sensibilidades de la actuación parecerían expresar algo alternativo a la idea de ser un pelotudo. Por lo menos es eso lo que a mí me sigue estimulando para tener un vínculo con el teatro: la búsqueda de algún tipo de alternativa a la abulia de la vida cotidiana, o al pavoroso espectáculo de ver al presidente de la Nación meneando su pelvis y pidiéndonos que esperemos unos años más, que ya van a llegar las inversiones para que seamos felices.
Hablaste de la plata que le pagaron a Pacino y de lo que te cuesta ganarla a vos. ¿Te generan resentimiento esas cosas?
Me despierto todos los días con un gran resentimiento por la cantidad de pelotudos que ganan plata haciendo un teatro que aborrezco. Y ni hablar de la que ganan los funcionarios. Veo eso y se me suben los huevos hasta la garganta. Tal vez sea todo eso lo que me obliga a ensayar y a terminar cada proceso, incluso cuando voy por la mitad y ya pienso que lo que estamos haciendo es una basura. Sé perfectamente que no le movemos el amperímetro a casi nadie, que nuestro poder de fuego es muy limitado. Pero eso es para mí motivo de orgullo, porque la mayor parte de las personas me parecen estúpidas. Creo que un porcentaje muy importante de mis compatriotas son unos pelotudos. No estoy para nada de acuerdo con lo que piensan de la política, del teatro y hasta del fútbol. Ahora, por ejemplo, se han puesto de moda las obras “buenas”, de pensamientos nobles. Una recuperación de los sentimientos primarios: el amor, los vínculos afectivos que permiten superar lo traumático. Y todo en un contexto “moderno”: ambientes blancos, fríos, discursos abstractos, obras sin historias, sin personajes, sin actuación, cargadas de referencias culturales bobas, como poner personajes del mundo de la cultura interpretándose a sí mismos. Todo eso me parece una pelotudez infame. Liberarse del relato es una forma de liberarse de un problema técnico, pero además es una definición ideológica. Sin relato no hay historia, sin historia no hay hombres y sin hombres no hay política. Ojo, en ningún espectáculo de todos los que hice se habla de forma directa de política, porque me parece que es una forma de anularla. De hecho, los políticos hablan todo el tiempo del mundo de la política y quedan atrapados en su propia lógica, imposibilitados de pensar sobre la vida real que llevamos adelante las personas comunes. Carecen de una sensibilidad profunda en relación a imaginar otra forma de pensarnos socialmente, otra forma de pensar las relaciones humanas, otra manera, superadora, del modelo que la política impone.
¿Te parece que hoy una obra de teatro puede tener un impacto verdadero sobre la realidad?
El teatro no necesariamente tiene la fórmula para evadirte del sistema. Pero están las microafectaciones, lo que se conoce como micropolítica, la idea de salir del modelo de la política como gesto macro. De repente, cinco o diez personas se conmueven con una obra, logran establecer ahí una relación con algo del orden de lo bello, de lo noble. Entonces, al menos momentáneamente, esa impregnación puede surtir un efecto, aunque sea muy tenue, muy difuso. Y eso empieza a circular en la memoria colectiva. Tengo la sensación de que algunos espectáculos del Sportivo van a perdurar en la memoria colectiva. Así sean muy pocas las personas cuya experiencia en el teatro quede determinada por alguno de nuestros espectáculos, eso para mí ya es importante. Y lo mismo corre para nosotros, que tenemos la chance de quedar afectados, determinados por esa experiencia que no es pura información. Es más bien una experiencia física, corporal y emocional muy profunda, que nos hace más plenos, más inteligentes, más sensibles, más abiertos. Después, por supuesto que la realidad te golea. Te gana 16 a 0, o 22 a 1. Pero en algún momento se produce un movimiento soberano, un ratito donde uno detiene la maquinaria y se coloca en otro lugar.
“Sé perfectamente que no le movemos el amperímetro a casi nadie, que nuestro poder de fuego es muy limitado. Pero eso es para mí motivo de orgullo, porque la mayor parte de las personas me parecen estúpidas.”
Eso pudo haber pasado en los 80, cuando la Argentina se reencontraba con la vida democrática. Pero hoy suena a una ilusión un poco vana.
Creo que la dictadura produjo un fenómeno a favor del teatro alternativo: sentíamos que no había más padres, porque durante siete años hubo un vacío total. Entonces llegó la democracia y nosotros no reconocíamos a nadie, no sentíamos ningún tipo de identificación con el teatro que se hacía ni con los espacios en los que se hacía. Por eso salimos a buscar espacios nuevos, a tomarlos por asalto. Así nació el Parakultural. Nosotros decidimos discutir el lenguaje, el tema de la representación, que no es un problema meramente teatral, es un problema filosófico, más complejo, más abarcativo. En aquel momento estaba muy instalada la idea del texto como lugar previo a la escena. ¿Por qué teníamos que aceptar eso sin chistar, si nuestra impresión era que las cosas surgían cuando empezábamos a definir el espacio, los cuerpos y los vínculos energéticos? Claro que lo que se dice es importante, pero siempre es la consecuencia de relatos propios de la escena. Por eso el teatro alternativo tuvo la potencia que tuvo. Pero hoy esa pelea se mantiene. En mi opinión, es una discusión que sigue vigente.
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Hambre y amor
Sobre textos de Henrik Ibsen
Dirección Ricardo Bartís
Con Claudia Cantero, Pablo Díaz, Carolina Faux, Leo Martinez, Micaela Rey y Jada Sirkin
Viernes y sábados a las 21, y domingos a las 20, en el Sportivo Teatral (Thames 1426, CABA).