Sandro, el inventor del rock and roll argentino
Cantar por el sándwich y la cerveza, el nacimiento de Los de Fuego, Pipo Macera y su primera canción “Comiendo rosquitas alrededor de Puente Alsina”. Te mostramos un fragmento de la reedición de Sandro. El fuego eterno, el libro de Mariano Del Mazo sobre una leyenda de la música nacional.
Capítulo 2
Es sólo rock and roll
Por actitud, por ciertas acciones pioneras, por talento, se puede considerar a Sandro como el inventor del rock and roll argentino. La sintonía fina puede ir más allá y traer a la memoria a guras como Eddie Pequenino, pero el que cumplió cada uno de los requisitos para poner la piedra basal del rock and roll criollo fue Sandro. No sólo eso: en la proyección hacia otros géneros, nunca perdió el ADN de origen. Y en sus últimos tiempos, excedido de peso y crepuscular como el Elvis final, siempre se daba permiso para interpretar, gloriosamente, algún buen rock and roll.
Entre el ritmo “rock and roll” y sus derivaciones en términos como “beat” o simplemente “rock”, media un abismo. En el fondo de ese abismo aparecen mezclados el jopo desafiante del rockabilly y la porra hippie, el gesto urgente y poético del beatnik y la nueva izquierda estadounidense que se tensaba entre el paci smo opuesto a la Guerra de Vietnam y la iracundia de los Panteras Negras y tribus de raigambre inglesa como la de los mods y los rockers. Lo concreto es que la mayoría de los historiadores de los años fundacionales del luego llamado “rock nacional” han ignorado o minimizado a Sandro, tal vez bajo el peso de un sueño demasiado grande como el que representó una cara de los 60: el ideario contracultural. Esos conceptos, que aún perduran de un modo epidérmico, algunos sin superar la profundidad de un eslogan, derivaron en aquellos años en una radical división de aguas entre “complacientes” y “progresivos”, entre “comerciales” y “comprometidos”. Fue la visión hormonal de una actitud que pareció quedar congelada con el transcurso de las décadas. La historia de la cultura popular tiene una dinámica que devora cualquier dogma. Ahí está Bob Dylan honrando en la segunda década del nuevo milenio a uno de los enemigos más célebres del rock: Frank Sinatra.
El compromiso de Sandro con el rock and roll fue absoluto. Quedó muy pegado a la caricatura de Elvis, es cierto. Pero se despegó rápidamente. Fue el primer cantante en traer noticias de la obra de Los Beatles y de Bob Dylan y el primero en grabar sus canciones casi en simultáneo con las ediciones originales de los Estados Unidos y Gran Bretaña. Sus iniciáticos cuatro elepés — editados entre 1964 y 1966 — incluían versiones en español como “Niñito”, “Boleto para pasear”, “Perseguiré el sol” y “Es una mujer” (de Lennon-McCartney), “Música de rock and roll” (de Chuck Berry, que también grabaron Los Beatles) y “La casa del sol naciente” (el clásico de Alan Price). En reediciones de 1997 del sello Sony Music, a estos discos se les agregó una serie de bonus tracks que correspondían a simples. Se destacan temas como “Soplando en el viento” (Bob Dylan) y más Beatles: “Hombre de ningún lugar”, “El dinero no puede comprarme amor”, entre otros.
“Él era avasallante y tenía todo el futuro por delante. Llegó donde llegó por talento y por ambición. Seguimos siendo amigos.” (Héctor Centurión)
Las “traducciones” de las canciones de Los Beatles eran más bien adaptaciones y correspondían casi todas a Ben Molar. Ben Molar era en ese momento un importante personaje de la industria discográfica. Fue el responsable de las traducciones de los títulos de la mayoría de las canciones de Los Beatles (con algunas gemas, como haber traducido “Please, Please Me” — “Por favor, compláceme” — con el literal y desopilante “Por favor yo”). Otras versiones en español las hacía el propio Sandro, en adaptaciones de una libertad conceptual desaforada. El himno pacifista “Blowin’ in the Wind” se transformó en otro tipo de alegato social donde por ejemplo se menciona a “niños enfermos en sillas de ruedas”. “Yo casi no sabía inglés, me inspiraba apenas en el título — explicó Sandro — . Tenía una noción del movimiento de la canción testimonial. Pero me di cuenta de que nadie tomaba conciencia de nada. Y elegí otro camino.”
Sus credenciales rockers se definieron desde el exacto momento en que vio la película Semilla de maldad (Blackboard Jungle, 1955, de Richard Brooks, con Glenn Ford, Sidney Poitier y Vic Morrow). Su mensaje de rebelión se propagó como un virus en todo el planeta, y la voz de Bill Halley y su “Rock alrededor del reloj” alborotaron su cabeza definitivamente. Entraba en la adolescencia, pero la costumbre de estar siempre rodeado de muchachos más grandes lo despabiló prematuramente. No estaba solo: ese ritmo furibundo impactó en el corazón de una generación. En el lapso de dos o tres años, “la juventud triunfadora” a la que aludía el eslogan de Glostora cambió el uso de la gomina: de la biaba achatada tanguera pasó al jopo modelado por James Dean. Aun en barrios de estirpe arrabalera como Valentín Alsina, el rock and roll disputó los favores de los chicos y chicas al tango. Y el vuelco fue contundente. “Lo joven” comenzaba a ser un concepto y un producto.
Sandro pasaba tardes enteras en el Bar Pancho. Perdía el tiempo, discurría con sus amigos sobre mujeres, autos y artistas como Rosamel Araya, Los Cinco Latinos, Louis Armstrong, Tony Bennett, Ray Charles, Marlon Brando y Marilyn Monroe. Imperceptiblemente, entre café y Legui, el tono de los encuentros viró hacia otras temáticas y las conversaciones comenzaron a girar en torno a Little Richard — “Ricardito” — , Chuck Berry y Elvis Presley.
Su “debut” sería una de las tantas casualidades que signaron su carrera. Tenía trece años. “Fue un 9 de julio, durante un acto patrio del colegio República del Brasil. Con un compañero hicimos una parodia de una entrevista entre Blackie y Elvis Presley. Primero hacíamos una sanata en inglés como si fuera una entrevista, y después yo cantaba haciendo fonomímica, playback, dos temas de Elvis de los viejos discos de pasta, mientras detrás de mí salían a bailar grupos de pibas y muchachos. Tenía el jopo y las patillas pintadas con corcho quemado. Con el primer número no hubo problemas. Pero al segundo al disc jockey se le cayó el disco. Nos quedamos todos paralizados. ‘¿Y ahora qué hacemos?’ Era ‘Hotel de corazones solitarios’. Me largué a cantar a capella imitando al maestro, porque sabía la letra al dedillo. Fue un exitazo. Salí a bailar con las pibas más lindas de la noche, y me dije: ‘Esto es lo mío’.”
Sandro respondió a la encrucijada de su padre (“estudiás o trabajás”) ensayando con la guitarra que le compró el propio Vicente, tomándose con toda la seriedad del mundo la cuestión de la música. “Me dio el adelanto para sacarla a crédito, era una guitarra eléctrica con dos micrófonos. La condición era que le fuera devolviendo la guita con laburo.” Tocaba ocho horas por día sentado frente a un tocadiscos (“ponía discos de los gloriosos The Ventures, esos grupos surfers, de guitarras, y copiaba nota por nota”). Su primer maestro fue Enrique Irigoytía, uno de los chicos que paraban en el bar, que a veces llevaba la guitarra al café: Sandro lo miraba absorto. “Escudriñaba la mano izquierda, memorizaba la ubicación de los dedos para repetir los acordes en casa”, contó.
Formó un grupo al que bautizó Los Caniches de Oklahoma y escribió su primera canción, de título aún más inverosímil: “Comiendo rosquitas alrededor de Puente Alsina”.
Al poco tiempo tocaba mejor que su amigo. Formaron un dúo fugaz cuyo cenit fue hacer un olvidable recital de canciones de moda en el Recreo Andrés de Villa Jardín y luego, junto con otro amigo, Agustín Mónaco, debutaron en el Club Juventud Unida de Llavallol. Mónaco decidió no seguir. Irigoytía y Sandro continuaron como dúo, con el nombre de Los Caribes, pero a Irigoytía le tocó hacer el servicio Militar en un regimiento de la Patagonia. Sandro quedó solo. Y lejos de amilanarse, insistió. Sin saberlo, el protagonista de la prehistoria del rock argentino estaba recorriendo su propia, singular prehistoria como solista. Advirtió, y se fue convenciendo de ello íntimamente, que sin acompañamiento podía llegar a cautivar el interés del público.
Cantaba, y no es una frase hecha, por el sándwich y la cerveza. Ganaba sus primeros pesos. Seguía, frenético, practicando con la guitarra y ensayando pasos de baile. Intuía que el despliegue escénico era clave para el éxito. Se presentaba en el Recreo San Andrés ante un público integrado mayormente por paraguayos y correntinos. Formó un grupo al que bautizó Los Caniches de Oklahoma y escribió su primera canción, de título aún más inverosímil: “Comiendo rosquitas alrededor de Puente Alsina”. El nivel de absurdo continuó con el acontecimiento que pasó a la historia como “la primera grabación de Sandro”: el jingle para una sedería. El acetato se perdió irre- versiblemente, pero allí se lo escuchaba entonar estas glosas: “Sedería Bruno, sedería Bruno, / compra ella, compras tú. / Sedería Bruno, sedería Bruno, / la sedería de la juventud”.
En forma paralela, principalmente junto con Héctor Centurión y Enrique Irigoytía, y desandando una de las tradiciones más entrañables de los barrios porteños, salía a dar serenatas a pedido por Valentín Alsina. “Cobrábamos cien pesos por cabeza más el viático. Hacíamos mucho bolero, valsecito peruano, algún paso doble, algún tanguito. Enrique a veces tocaba algún chamamé. El repertorio era buenísimo. Empezábamos con un tema llamado ‘Mi ronda’ y siempre rematábamos con un rock and roll. Todos llegábamos en silencio y en puntas de pie. Nos acercábamos el novio y los amigos del novio a la casa a la que íbamos, que siempre estaba completamente a oscuras. Cuando arrancábamos con las guitarras, empezaban a ladrar todos los perros del barrio… y en medio de todo ese infierno se encendía la luz, nos invitaban al living donde nos esperaban la novia, la madre, las hermanas, catorce vecinas y los sándwiches de miga, las gaseosas y la sidra.”
Sandro respondió a la encrucijada de su padre (“estudiás o trabajás”) ensayando con la guitarra que le compró el propio Vicente, tomándose con toda la seriedad del mundo la cuestión de la música. “Me dio el adelanto para sacarla a crédito, era una guitarra eléctrica con dos micrófonos. La condición era que le fuera devolviendo la guita con laburo.”
Ya comprobaba con satisfacción — pero también con perplejidad — que en un par de semanas juntaba más dinero que el del salario de su padre en el frigorífico Wilson. El final de la recorrida de las serenatas era, siempre, el Pancho. El café era, como describió Discépolo, una institución, un sitio que representaba mucho más que el mero despacho de bebidas. Para la barra de Sandro era la trinchera donde el alcohol y la amistad dejaban potenciar sueños y deseos, y también delirios que se desintegraban con la sobriedad de la mañana siguiente. La música podía ser un camino viable y el rock and roll los tenía atenazados. Fueron delineando algo parecido a un proyecto: Roberto Sánchez, Héctor Centurión, Miguel Vázquez, Armando Quiroga y Carlos Ojeda no tenían nada, excepto la avidez por comerse el mundo de un bocado. Al mismo tiempo que en Liverpool cuatro hijos de la Segunda Guerra Mundial se preparaban para, efectivamente, comérselo, en los empedrados de Alsina “el loco Roberto” arrastraba a sus amigos al despeñadero del rock. Les faltaban instrumentos, repertorio, un nombre. Todo. Lentamente, uno a uno, fueron procurando los instrumentos. Centurión armó su bajo eléctrico con una madera y lo amplificó con un Wincofon. Alguien compró una guitarra criolla y le puso cuerdas de acero. Fueron, fugazmente, Los Sombreros de Copa. Pero a Sandro le pareció más apropiado e impactante para un grupo de rock and roll Los de Fuego. El modelo que aspiraban seguir era el de los mexicanos Teen Tops, que cantaban los éxitos sajones en castellano.
Viajaban en colectivo por las calles del sur con los instrumentos a cuestas. Cargaban los estuches para cumplir con las actuaciones que iban saliendo. Les gustaba ese esfuerzo: los barnizaba de una mística que destacaba entre los otros chicos de Alsina. Nina les había diseñado un uniforme: pantalón gris, pulóver bordó y campera cruzada con una banda amarilla. Además de tocar el bajo, Centurión cantaba. Sandro sólo tocaba la guitarra. El domingo 6 de mayo de 1962, una hora antes de un recital en el Salón La Polonesa, Centurión tuvo una afonía inesperada. Primero el grupo largó con temas instrumentales con la ilusión de que recuperara la voz. Pero no había caso. Entonces Sandro lo reemplazó en los primeros temas y fue ovacionado. Nuevamente, se colaba el azar. Luego de ese instante, de la acción de esa vara mágica y misteriosa, ya nada fue como antes. La mecha estaba encendida: en poco tiempo Los de Fuego pasarían a ser Sandro y Los de Fuego.
La fama del grupo se extendió como un rumor en la noche del conurbano. El boca a boca funcionó a pleno. Tocaban en salones, clubes, sociedades de fomento, donde cuadrara. El amante cantante era también el encargado de la imagen y de los precarios mecanismos de difusión de la banda. Había pintado, a la manera beatle, un logo rudimentario con la inscripción “Los de Fuego” en el bombo de la batería de Quiroga. Cuando estaba en el Bar Pancho, cruzaba al Club Sportivo Alsina para pegar afiches. Estaba atento a encontrar lo que todo grupo beat que se preciase necesitaba: un representante. Buscaban su Brian Epstein. De todos modos, el trabajo no escaseaba. Todavía era menor y los esporádicos contratos los firmaba Vicente Sánchez, que seguía con el reparto de damajuanas. Por la precoz fama de su único hijo ya se había transformado en “el padre del loco de Los de Fuego”.
Paralelamente Sandro se anotaba en todos los concursos de cantores, que eran muchos. Rémora de la década de oro del tango, en uno de esos concursos lo presentó un locutor joven, con una dicción luminosa y una presencia cautivante, recién llegado de la ciudad de Bragado: Héctor Larrea. Se hicieron muy amigos. Sandro siempre tendría presente una deuda eterna con Larrea. “Él me prestó dinero en un momento muy difícil de mi vida, la muerte de mi viejo.” “No sé por qué siempre evoca esa anécdota — dice el locutor — . Lo que puedo decir es que ya en esos concursos se destacaba. Tenía ángel, energía, era una topadora. El pelo largo, el cuello de la campera levantada… Bien de barrio.”
Naón consiguió una actuación en Sábados Circulares de Nicolás “Pipo” Mancera, que se emitía por Canal 9. “Ahí me lo volví a encontrar — cuenta Héctor Larrea — . Yo trabajaba en el canal. Le pregunté qué hacía en el 9 y me respondió: ‘Vine a tirarme un lance’. Era una prueba, nada más. Me quedé a verla y fue… impactante. Estaba con la chaqueta de cuero, todo aquito, ágil, estético. Mancera, que era un visionario, me dijo después: ‘Este señor es éxito en quince días’.”
El circuito de presentaciones era intenso: llegaban a tocar ocho veces por noche. Sin embargo, hubo dos deserciones en Los de Fuego. Ojeda, más amante del folklore que del rock, se radicó en Córdoba, y Vázquez abandonó la música para dedicarse de lleno a estudiar. Fue el primero de una serie de cambios. Continuaron como trío hasta que una noche cayó al bar, fantasmal, Irigoytía. Tenía el pelo corto “de soldado viejo”: había terminado el servicio militar. Cuando se fue al regimiento del sur, la precariedad musical de sus amigos era total. Sandro lo invitó al garaje de su casa, donde su padre guardaba la moto de reparto, para mostrarle lo que a Irigoytía le parecía un sueño: una batería, dos guitarras, un bajo y un equipo con parlantes. El equipamiento era una señal de los progresos de sus amigos. Sandro le contó todo lo que había pasado en un año. Y le contó del accidentado debut en la televisión, en el programa vespertino Aquí, la juventud que Julio Vivar conducía por Canal 7, cuando después de un show virulento, en el que hasta rompieron una cámara, fueron echados del estudio. Fue el preanuncio de lo que en poco tiempo ocurriría en Sábados Circulares de Mancera.
Sandro sabía perfectamente que esos desbordes servían a la promoción e invitó a Irigoytía a sumarse al grupo. Luego se fue Quiroga y otro Armando, Luján, también del barrio, se hizo cargo de la batería. Fue en ese instante que consiguieron una entrevista con Mario Naón, el representante del ascendente grupo Jackie y Los Ciclones. Naón quiso verlos en acción. Dudaba del grupo, aunque en la primera charla quedó impactado por el carisma y el arrojo del responsable de la voz. Fue a ver a la banda a una presentación en el Bomberos Voluntarios de Ramos Mejía. Nuevamente el azar torcía decisivamente la historia: en medio del show se rompió una cuerda de la guitarra del cantante. Irigoytía se hizo cargo de la parte musical y Sandro, con las manos liberadas, comenzó a contonearse endemoniadamente, como poseído. Finalizó su performance con el pelo revuelto, la camisa afuera y casi deshidratado. La ausencia de la guitarra potenció su arrolladora capacidad escénica. Naón entendió que estaba ante un diamante en bruto.
Un poco utilizando la fórmula de Jackie y Los Ciclones, y ante la evidencia de la personalidad avasallante del cantante, propuso que Los de Fuego pasaran a ser Sandro y Los de Fuego. Había observado que existía un abismo entre el carácter subyugante del vocalista y el mero entusiasmo del resto. Cuando el volcán entraba en erupción, no resultaba sencillo estar al nivel de esa clase de fuego. Naón los vareó sin suerte por algunos sellos discográficos. Si bien le resultaba relativamente sencillo venderlos para bailes y estas, las grabadoras no lo veían lo suficientemente comercial. Después de dejar el demo de “Hay mucha agitación” en la CBS y al tercer llamado de Naón, la compañía accedió editar un simple, pero sin Los de Fuego. El grupo aceptó la condición y Sandro grabó el 13 de septiembre de 1963 “¿A esto le llamas amor?”, de Paul Anka, y “Eres el demonio disfrazado”, de B. Giant, B. Baum y F. Kaye, con el acompañamiento orquestal de un tal Milo y su conjunto que era, en realidad, el seudónimo que utilizaba el maestro José Carli, violinista, arreglador y compositor de tango. Era habitual que grandes músicos que habían vivido el apogeo del tango y del jazz bailable se emplearan, bajo otro nombre, en compañías discográficas para sacarles brillo a las amantes estrellas de lo que sería “la nueva ola”. El disco vendió unas 2.000 unidades. CBS subió la apuesta y le hizo grabar otros dos singles: “Bésame pronto” y “Choza de azúcar”, y “Dulce” y “Polca Rock”.
Era un tiempo de mutaciones profundas en la cultura popular y por extensión en el mercado discográfico. La principal tenía que ver con que por primera vez se abrió una grieta entre los gustos y aspiraciones de padres e hijos. La tensión generacional se tradujo en nuevas formas que cristalizaron una serie de revoluciones estéticas que, todas juntas e incluso confusamente mezcladas, dieron lugar a una efervescencia inédita. Desde la sofisticación del bebop de Charlie Parker y el cool jazz de Miles Davis, la derivación del blues y el rhythm & blues hacia el rock and roll y el twist de Chubby Checker, la bossa nova de João Gilberto y Tom Jobim, la reformulación del tango que encaraba Astor Piazzolla hasta productos menos elaborados pero no inmunes al clima de época. Datos aparentemente inconexos confluían hacia una dirección unívoca: la muerte de James Dean en 1955, la generación de poetas beatniks y la Nouvelle vague, la irrupción de la Revolución Cubana en 1959 y la comercialización de la píldora anticonceptiva en 1960 hervían en un mismo caldo. A su vez, la televisión comenzaba a dictar pautas y crear novedosas plataformas de consumo.
Naón consiguió una actuación en Sábados Circulares de Nicolás “Pipo” Mancera, que se emitía por Canal 9. “Ahí me lo volví a encontrar — cuenta Larrea — . Yo trabajaba en el canal. Le pregunté qué hacía en el 9 y me respondió: ‘Vine a tirarme un lance’. Era una prueba, nada más. Me quedé a verla y fue… impactante. Estaba con la chaqueta de cuero, todo aquito, ágil, estético. Mancera, que era un visionario, me dijo después: ‘Este señor es éxito en quince días’.”
Se quedó corto. Sandro fue contratado y lo que ocurrió una semana después funcionó como símbolo de lo que representaba el rock and roll en relación con la moral de la época, en 1963. La anécdota cuenta que el director de cámara, llamado Potín Domínguez, le pidió que en medio del show se sacara el saco y lo arrojara al público. El cantante tomó al pie de la letra el pedido, pero fue más allá. Se contoneó con una sensualidad poco habitual para esos tiempos televisivos de la candidez de Viendo a Biondi, que arrasaba el rating. Levantó la temperatura de los hogares a puro quiebre de pelvis y logró lo que buscaba: escandalizar. A Mancera le objetaron el número por procaz, pero se mantuvo firme. Al animador lo motivaba menos su espíritu transgresor — que lo tenía — que la certeza de que estar ante un producto formidable. Cuando el ciclo pasó a Canal 13, se llevó a Sandro y Los de Fuego con él, y el gesto de revolear el saco se convirtió en un ritual. Las botas y la campera de cuero, las patillas, el modo de moverse eran realmente el espejo criollo de Elvis. Un día, tanto desborde hizo que el público rompiera una cámara, y el canal decidió parar y poner paños fríos.
Sandro había entablado una relación con Billy Bond, que también fue artista de Mario Naón. Cuando podía, después del maratón de recitales, solía caer en La Cueva, un local que había subalquilado de la mano de Zaguri, con el aliento de gente como Horacio Martínez y Bernardo Baraj.
La medida de la moral de esos años la marcaba el elenco de El Club del Clan: un grupo de jóvenes optimistas y chispeantes, aptos para todo público. En ese sentido, con la diferencia de un par de años, Sandro quedó en un sitio equidistante entre el famoso producto creado por Ricardo Mejía — que propuso por primera vez la conjunción del negocio discográfico, en este caso la RCA, con el negocio televisivo — y el rock argentino (que entonces no se llamaba así) que se configuraba desde algunos puntos clave de la ciudad como Plaza Francia, la confitería La Perla de Once y el club de jazz La Cueva. Sandro era demasiado salvaje para las sonrisas “de clavicordio” de Jolly Land, Johnny Tedesco, Violeta Rivas, Lalo Fransen y Palito Ortega que tallaron un par de años atrás, y demasiado “profesional” para la bandada de náufragos que comenzaba a definir sus estilos con Pajarito Zaguri, Moris, Tanguito, Javier Martínez y Litto Nebbia. En verdad, estaba todo revuelto bajo el paraguas de la palabra beat. No era tan nítida la antípoda entre propuestas comerciales y alternativas: la carrera evolutiva de Los Beatles creó en ese sentido una plataforma resbaladiza. Estaba el que anclaba en 1962, 1963, años de los mohines de la beatlemanía, y el que se mostraba receptivo y contemporáneo al progreso lírico y musical del grupo. Fue el paso dado entre los uniformes con cuello Mao que les obligaba vestir en vivo Brian Epstein y el estallido de la moda psicodélica a partir del disco Rubber Soul. Ya no era (sólo) entretenimiento, eran las señales musicales de una (contra) cultura en la que también pisaban fuertes los Rolling Stones, Bob Dylan y otros.
Sandro había entablado una relación con Billy Bond, que también fue artista de Mario Naón. Cuando podía, después del maratón de recitales, solía caer en La Cueva, un local que había subalquilado de la mano de Zaguri, con el aliento de gente como Horacio Martínez y Bernardo Baraj.
“En Callao 11 existía un bar con unos veinte billares. Abajo, en un sótano, había un espacio enorme que utilizábamos como sala de ensayo. Un día viene un pibe, todo peinado a la gomina y con tres pelos parados. Igual, igual a Isidoro Cañones. Era Pajarito, que entró y dijo: ‘Che, muy bueno esto, ¿por qué no copamos un boliche?’. Fue la primera vez en mi vida que escuché la palabra ‘copar’. Yo le seguí la corriente. Él tenía un grupo que se llamaba Las Sombras. Corría 1963, y de Liverpool venía toda la onda de Los Beatles y The Cavern, la caverna, donde tocaban ellos: de ahí La Cueva. Empezamos a yirar por la ciudad y en Juncal y Pueyrredón descubrimos un boliche cuya barra estaba atendida por un tal Nibardo Bravo, que se parecía mucho a Osvaldo Terranova. Pajarito lo encaró y le mintió: ‘Buenas tardes, soy hijo de un general retirado. Queremos tocar’. El tipo nos derivó con el dueño, el señor Rosado, un chileno que nos dijo que sí, que perfecto. Pero el lugar no existía. Así que nos pusimos las pilas y junto con el Gordo Martínez compramos unas maderas y construimos el escenario. Nos costó, recuerdo, mil ochocientos pesos. Empezamos a tocar y a los tres días estaba lleno de gente que quería hacer rock and roll. Claro, era el único boliche. Por ahí pasaron todos. Hasta Stan Getz se trenzó una vez con Baraj.”
Sandro era, para ese grupo de bohemios que venían del jazz y el blues, la estrellita de la televisión. Varias veces, para promocionar el lugar, se lo hacía aparecer como el dueño absoluto de La Cueva.
Moris, creador de “Rebelde”, considerado “el primer tema del rock argentino”, que grabó con el grupo Los Beatniks formado junto con Pajarito Zaguri, contó: “Sandro venía a La Cueva todos los fines de semana con los bolsillos llenos de plata. Era un personaje exótico en su forma: imposible estar con él y pagar algo. Llegó a levantar mesas de veinticinco personas. Es más, la primera guitarra con la cual yo grabé ‘Rebelde’ de los Beatniks fue un préstamo que me hizo Sandro: una guitarra carísima, italiana, con cuatro micrófonos… Hasta tal punto él fue una persona abstraída de lo material — a pesar de que tuvo una visión muy empresarial de la música — que cuando pasaron dos meses le dije: ‘Che, tengo tu guitarra’. Ni se acordaba. ‘Un día me la traés’, me respondió, despreocupado. También nos regaló los equipos de sonidos cuando inauguramos Juan Sebastian Bar en Villa Gesell en 1965, que era un lugar para escuchar música. Era extraordinario. Un gran gastador de plata, un tipo muy generoso. Muchas veces venía a mi departamento y nos quedábamos hasta tarde escuchando bossa nova”.
El período “cuevero” de Sandro fue breve. La fugacidad tuvo que ver con una serie de transformaciones que fueron fundamentales para el futuro de su carrera. Los discos salían y tenían buen suceso. El EP Al calor de Sandro y Los de Fuego se inclinaba por dos ritmos de época casi antagónicos como la liviana alegría del twist (“Twist de Mamá Gansa”, de Teddy Randazzo) y la melancolía del folk (“Viajero solitario”, un clásico del Kingston Trío), más el shake “Hay mucha agitación” — caballito de batalla de Jerry Lee Lewis — y “Las noches largas”, un tema popularizado por Adriano Celentano. Los long play que sacó entre 1964 y 1966 quedaron en la historia como el período preconquista Sandro de América. Un compendio rocanrolero hecho de covers en castellano de temas de moda. Todo tenía el vértigo de la industria del disco. Paradójicamente, por ciertos malos manejos comerciales, en 1965 la o cina de Naón entró en crisis y estaba a punto de cerrar. Sandro decidió que uno de los vendedores de la empresa, Oscar Anderle, pasara a ser su representante. Era mayor que él, casi de la edad de su padre, y progresivamente puso en marcha una serie de ajustes en la carrera y el comporta- miento de su representado. Anderle era una gura paternal para Sandro: el cantante creía firmemente en sus decisiones.
En medio del show se rompió una cuerda de la guitarra del cantante. Irigoytía se hizo cargo de la parte musical y Sandro, con las manos liberadas, comenzó a contonearse endemoniadamente, como poseído. Finalizó su performance con el pelo revuelto, la camisa afuera y casi deshidratado. La ausencia de la guitarra potenció su arrolladora capacidad escénica.
Anderle tuvo una idea que fue decisiva en el futuro de su representado. Y junto con esa idea, una estrategia. La idea se basaba en el convencimiento de que el rock and roll tenía un techo, y de que era necesario inclinarse hacia un estilo romántico, más baladístico. Esto conspiraba contra los chicos de Los de Fuego. Como si fuera poco, el cantante se lució tangencialmente — en lo que fue su debut en cine — en la olvidable película Convención de vagabundos, de Rubén Cavallotti, guión de Hugo Moser, con Ubaldo Martínez, Graciela Borges, Osvaldo Miranda y Palito Ortega.
También la CBS hacía una diferencia tajante entre lo que significaba Sandro y lo que era el grupo. Las siguientes grabaciones figurarían como Sandro y su Conjunto.
Si Los de Fuego proponían un sonido fresco, inequívocamente beat, no tan lejano de lo que los primeros Los Gatos (los Wild Cats, luego Los Gatos Salvajes) estaban intentando de la mano de Litto Nebbia (y sí inferior al nivel técnico y la cohesión rítmica que exhibían Los Shakers de los uruguayos Hugo y Osvaldo Fattoruso), la disolución de la banda de amigos de Valentín Alsina significó en principio una concesión al sonido estandarizado de las orquestas que solían proponer las compañías discográficas: como ya se dijo, orquestas dirigidas por músicos profesionales generalmente agazapados detrás de seudónimos. Una forma de control artístico. Una suerte de fabricación de música en serie.
En este exacto momento se define el futuro de la carrera de Sandro. Los de Fuego asimilaron como pudieron el desaire y decidieron seguir existiendo sin el volcánico performer. En más de una oportunidad los históricos del grupo, Centurión e Irigoytía, minimizaron el conflicto y adujeron que aquello fue una “cosa del momento”. “Él era avasallante y tenía todo el futuro por delante. Llegó donde llegó por talento y por ambición. Seguimos siendo amigos”, contó Centurión, sin rencores, en los 90. “No tenían hambre. Yo quería progresar”, dijo el cantante.
Sandro formó Black Combo en homenaje al bajista de Elvis, Bill Black, que tuvo un trío llamado Bill Black’s Combo. Lo integraban Herbert Orlando (guitarra), Adalberto Cevasco (bajo), Fernando Bermúdez (batería), Bernardo Baraj (saxo) y Miguel Abramic (percusión), músicos de inspiración jazzística. Con Anderle se encerraron a componer frenéticamente un nuevo repertorio que decidieron firmar como férrea dupla compositiva. Este repertorio clausuraba una etapa. Empezaba la conquista global. Recién había cumplido los veinte y Roberto Sánchez dejaba atrás al estrafalario “loco de Valentín Alsina” de pantalones oxford y camperas y botas de cuero para — paso a paso — comenzar a probarse el traje de Sandro de América.
En primera persona
“¿Qué va a tomar?”
Me acuerdo del carnaval del 55, en el Club Sportivo Alsina. Fue mi primer baile. Siempre parecí más grande, pero tenía nada más que diez años. Me puse el “uniforme”: pantalón de tafeta negro, remerita verde, pañuelito gatito al cuello, zapatillas de básquet. En ese año Bill Halley cambiaba la música llegando a los primeros puestos de venta en todo el mundo con su “Rock alrededor del reloj”. Y no sólo cambió la música: nos cambió la cabeza a todos los chiquilines. En ese año tuve un desarrollo físico demasiado apresurado, prematuro que le dicen. Parecía en elefante. Ya no podía juntarme con los de mi edad. Muchas veces me decían: “¿Qué hacés jugando con los más chicos?, ¿por qué no te juntás con los grandotes como vos?”. Y así fue que anduve medio paria o solitario durante algún tiempo. Hasta ese carnaval. Es bueno decir que mi barrio tenía y tiene una de las colectividades armenias más grandes del país, por lo tanto había mucha pibada de esa comunidad y entre ellos estaba la Guille, que era la hermanita de uno de mis compañeros del colegio. Me paré en el medio de la pista con todos los muchachos como se usaba entonces, la cabeceé tal como se acostumbraba, y salimos a bailar un furibundo rock and roll, “Hasta luego cocodrilo”. Yo creo que las patitas no se me veían en el suelo. Entre la música y los nervios, me sentía en el aire. Bailamos juntos toda esa primera noche del carnaval del 55…
Enfrente del club estaba el Bar Pancho, al cual me animé a entrar en la segunda noche de carnaval porque veía que muchos chicos de mi tamaño, no digo de mi edad, iban después de la milonga. A la tarde siguiente comencé a merodear por el bar. Y me jugué, tomé coraje y entré. Había una barrita jugando al metegol, que no me dio bola. Había un muchachote de la vuelta de mi casa que conocía. Me miró y siguió en lo suyo. Me senté, y apareció el mozo en mangas de camisa, que me preguntó: “¿Qué va a tomar?”. Por primera vez yo sentía que me trataban como a un grande. Y pedí una gaseosa. Desde ese día comencé a ir casi todas las tardes después del colegio, y alternaba con el club, donde aprendí a jugar al básquet y al billar.
“Como dice el tango, aprendí todo lo bueno, aprendí todo lo malo. Lo malo, mejor olvidarlo. Lo bueno: los códigos de la amistad, el jugárselas por un miembro de la barra, no meterse con una piba a la cual ya le había echado el ojo algún amigo, aunque estuvieras locamente enamorado.”
Como dice el tango, aprendí todo lo bueno, aprendí todo lo malo. Lo malo, mejor olvidarlo. Lo bueno: los códigos de la amistad, el jugárselas por un miembro de la barra, no meterse con una piba a la cual ya le había echado el ojo algún amigo, aunque estuvieras locamente enamorado. Y las mil y una atorranteadas, como aquella del teléfono. La cosa era así: se elegía un número al azar, porque en aquel tiempo había muy pocos teléfonos en Buenos Aires. Se escribía en la pared donde estaba el teléfono del bar, y se comenzaba a llamar a ese número a eso de las tres de la tarde. “Hola, por favor, ¿me da con Ramón?” Y del otro lado: “Perdón, señor, ¿con qué número quiere hablar?”. “Con el 543627”, por ejemplo. “Mire, el número está bien, pero acá no vive ningún Ramón.” “Bueno, disculpe la molestia.” Como a la media hora iba otro al teléfono y otra vez. “Uy, disculpe.” A la media hora, otra vez, pero otro atorrante. Y así, a medida que pasaban las horas los llamados iban aumentando cada vez más y más. Y la pobre gente del otro lado ya escuchaba el tubo y seguro que levantaban y decían “Acá no vive ningún Ramón” sin decir ni siquiera “Hola, ¿quién habla?”. Cuando al tipo ya lo teníamos recaliente, había uno que llamaba y decía: “Hola, habla Ramón, ¿hubo alguna llamada para mí?”.
Eso tipo de gastadas eran comunes, una infantilidad total. Parece mentira que en tan poco tiempo, en algunos años, ya estaba grabando para un sello importante. Seguía siendo un nene… pero me creía la del artista. Es que si no te la creés en serio, no llegás ni a la esquina de tu casa.
Sandro. El fuego eterno
Mariano del Mazo
(Aguilar)
192 páginas