Series: El estado de las cosas

Lo que parecía una moda se convirtió hace rato en un frenesí: el consumo actual de las series es la evidencia de la manera en la que vemos, procesamos y digerimos los contenidos audiovisuales.

Los Inrockuptibles
Los Inrockuptibles
3 min readSep 10, 2018

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Por Pablo Conde

Cóndor

El mundo de las series cambió con una contundencia que, de ser transportados en el tiempo hasta hoy, dejaría pasmados a los fans originales de Jim Phelps, a los que rieron con aquel caballo como el que no hay dos o a los pocos que vivieron las aventuras de aquel Número Seis que se rehúsaba a ser llamado así (pocos que deberían ser más: ahí están Patrick McGoohan y The Prisoner, esperando ojos ávidos de sorpresas). Desde Twin Peaks para acá, es necesario repetirlo, el mundo se movió bastante, específicamente –por más que nos pese, y mucho– desde ese despropósito gigantesco llamado Lost, mascarón de proa de una avanzada que nos dejó en la presente confusión. Porque no hay otra forma de denominar el estado actual en el que nos encontramos como espectadores: confusión pura y dura, gracias a una cantidad de propuestas que ya se propagaron hacia un infinito tan inabarcable como agotador. Hay series para todos los gustos y disgustos, géneros, estilos y temáticas. Y la mayoría parece estar al alcance de todos, de una u otra forma, ilegalidades de lado. Ávidos de no perder espectadores, todos los grandes estudios y las cadenas se volcaron a producir en masa contenidos que de una u otra manera encuentran su público. Las recomendaciones abundan, y cada vez se hace más difícil discernir a priori qué es lo que realmente hay que ver y qué se puede dejar para más adelante. Claro que este fenómeno no es unívoco: lo mismo se puede decir de la música, del cine y, quizás, de la literatura, aunque es probable que esta última sea la más castigada por el frenetismo actual. Al final, parece que tenían razón los que pregonaban que el fin estaba cerca por culpa de la invención de la imprenta, la radio, el cine, la TV y/o el video hogareño: los tiempos cambian y arrasan con lo anterior en varios aspectos, llevándose por delante los hábitos y las costumbres de consumo estipulados hasta entonces como normales. Coherente con la lógica de los avances tecnológicos, Internet arrasa con todo a fuerza de profundizar encierro y soledad. El homus caserus reina ya no con un cetro control-remótico, sino con un todopoderoso mouse inalámbrico.

Inicialmente, esta nota iba a reseñar una de las series en curso, recientemente estrenadas. Puntualmente, Cóndor, basada en Los tres días del cóndor, la película de Sydney Pollack que a su vez es una adaptación de la novela Six Days of the Condor, de James Grady. Y si bien las tres son obras muy recomendables de paranoia política, sirve como excelente foto de situación: lo meta gobernándolo todo, las relecturas de las relecturas como las nuevas lecturas. Esto no quiere decir que todo esté dicho ni que lo “nuevo” no lo sea, sino que el rizo aparece cada vez más rizado, aun antes de que exista el primer folículo. Como ejemplo también se podría haber citado a otras series basadas en películas (Bates Motel, Westworld o el intento fallido de adaptar Heathers, de Michael Lehmann), u otras que provenían de libros (Picnic at Hanging Rock pugna por ser nombrada), pero todo vuelve a lo mismo: hay series para todos y de lo que se quiera. Más de las necesarias. Quizás sea una fiebre pasajera que ya está agotando a los espectadores, como se intuye que está sucediendo. O quizás sea el prolegómeno de un cambio aún más grande en la manera en la que vemos, procesamos y digerimos los contenidos audiovisuales. Tristemente, ya no se podrá hacer eco de lo que suceda desde las páginas de Los Inrockuptibles. Y es también tristemente posible que la actual exageración de propuestas serializadas sea lateralmente responsable de esta despedida. El fin, pues, sí está cerca.

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