“Sully: hazaña en el Hudson”, de Clint Eastwood

Los Inrockuptibles
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4 min readDec 1, 2016

“La verdadera historia jamás contada” promete el eslogan de Sully: hazaña en el Hudson. Sabrán ustedes disculpar los prejuicios y la desconfianza, pero es bastante probable que lo primero que se nos cruce por la cabeza cuando vemos los avances de la nueva película de Clint Eastwood es que, claro, si esta historia jamás había sido contada, tal vez se deba a que no lo merecía. No solo porque ya conocíamos el final –es decir, cómo el piloto de la US Airways, el capitán Chesley Sullenberger, aterrizó exitosamente una nave de la compañía con 155 personas a bordo en el río Hudson–, sino porque toda la anécdota fue más bien breve, minúscula, desprovista casi de matices: apenas 208 segundos entre que despegó el avión, varias bandadas de gansos destrozaron las turbinas dejando al monstruo alado sin potencia para seguir en el aire, y Sully y su copiloto tomaron contrarreloj las decisiones correctas que impidieron una tragedia. Parecía, por encima de todo, muy poca peripecia para un narrador clasicista, de acciones dramáticas, como Eastwood. ¿Cuál va a ser la próxima? ¿Las desventuras de tres pasajeros a bordo de un ascensor que queda detenido diez minutos entre los pisos 5 y 6? ¿Se abocaría ahora el último cowboy a desplegar tomas contemplativas, a observar en pausa la vida interior de sus protagonistas, su vasto paisaje espiritual?

Y, sin embargo, y a pesar de la anécdota aparentemente ínfima, Sully funciona y hasta emociona cuando debe hacerlo. El propio Eastwood cuenta que en un principio se resistió a leer el guión escrito por Todd Komarnicki (sobre el libro de Sullenberger, Highest Duty), bajo el argumento de que “no hay conflicto posible” en esta historia en la que todo salió tan bien tan rápido. Entonces, lo que tenemos antes de entrar al cine es que ya sabemos qué pasó y que el capitán Sully es un héroe, pero el conflicto de todos modos hace su entrada en escena de la manera más flamígera posible: la película empieza con un avión en una trayectoria demencial, que de pronto se sumerge por debajo de la línea de los rascacielos de Manhattan, hasta estrellarse contra uno de ellos en una bola de fuego. La imagen es de una obviedad obscena, por lo explícita de la referencia, quince años casi exactos después del 11-S. Es el isologo de la pesadilla americana, pero es especialmente la representación de la pesadilla de Nueva York, que pronto se convertirá en uno de los personajes del relato (con la consiguiente aparición del héroe colectivo, etcétera). Es la pesadilla –literalmente, Sully despierta sudado, con esta secuencia encendiéndose en su cabeza, en medio de la noche– del piloto que ya salvó a su avión apagando el infierno tan temido en pleno río helado, y es también, y en definitiva, la pesadilla que echa su sombra sobre la cabeza de todo piloto de aviación cada vez que eleva una de estas bestias de metal. Al empezar la película, con el protagonista despertando asustado en su habitación de hotel, Sully ya se ha convertido en un paladín de la ciudad, pero ahora debe hacer frente a la investigación que busca dictaminar si realmente se condujo ante la emergencia de la manera más correcta. La Junta Nacional de Seguridad del Transporte se pregunta si no tuvo tiempo acaso de pegar la vuelta y aterrizar de emergencia en alguna pista cercana. Porque sí, es cierto, salvó todas las vidas que había a bordo, pero ¿quién va a pagar por ese avión? Los burócratas se apoderan de la escena y cuestionan la figura del que ha sido erigido héroe por aclamación popular.

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Y aunque el fantasma del accidente que pudo haber sido recorre la película reiterándose como una imagen febril, Eastwood y su guionista eligen virar la mayor parte del relato hacia una variante del siempre efectivo “drama tribunalicio”. Hombres hablando, conjeturando, desconfiando, acusando y defendiendo, con palabras.

El elemento secreto que hace que la película funcione a pesar de toda la previsibilidad del caso no es en rigor ningún secreto: se llama Tom Hanks y es el último every-man de Hollywood, el James Stewart de ya varias generaciones, una proyección aspiracional del hombre-común, el sujeto perfectamente noble, trabajador abnegado y altruista, perfectamente calificado para la misión que se le ha encomendado.

El elemento secreto que hace que la película funcione a pesar de toda la previsibilidad del caso no es en rigor ningún secreto: se llama Tom Hanks y es el último every-man de Hollywood, el James Stewart de ya varias generaciones.

Eastwood decide además poner la cámara y toda la fuerza moral del relato del lado de Sully, sin dar lugar ni por un segundo a la posibilidad de que el hombre, en una de esas, no sea el héroe que todos sabemos que es. Eastwood vuelve a demostrar que es un narrador de ideas claras –sin importar que estemos o no de acuerdo con ellas–, capaz incluso de sacrificar toda sutileza en nombre de esa claridad, volviéndose tal vez hasta un poco esquemático en su exposición para hacer que el relato se mueva.

En su progresión tranquila, apenas sobresaltada por la irrupción recurrente de esos aviones a punto de estrellarse, se construye un drama con una tesis tan obvia como sólida: “ellos están jugando al Pac-Man, vos estabas salvando vidas humanas”, le dice al capitán su copiloto, el no menos sobrio Jeff Skiles (el más joven pero igual de vieja escuela Aaron Eckhart), cuando los investigadores que indagan los pormenores del accidente ponen a prueba las alternativas con un simulador de vuelo. Miedos reales versus virtualidad. “Están olvidando el factor humano”, les indica Sully a sus desconfiados fiscales, sin alterarse, apenas dudando de sí mismo como el hombre reflexivo y de bien que es. Y queda todo dicho.

A los 86 años, al Eastwood de Gran Torino, de Francotirador, de Río místico, no parece gustarle mucho que digamos el rumbo que ha tomado el mundo, pero todavía guarda algo de fe en la humanidad.

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Sully: hazaña en el Hudson
De Clint Eastwood
Con Tom Hanks, Aaron Eckhart y Laura Linney

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