El periodista que buscaba la ola perfecta

Años salvajes cuenta la curiosa historia de vida del periodista y surfer William Finnegan. Con ritmo y voluptuosidad, su libro –ganador del Pulitzer– intenta captar el instante en que un hombre domina el mar y, al mismo tiempo, es un relato sobre cómo los Estados Unidos procesa las tradiciones de otros pueblos.

Los Inrockuptibles
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5 min readFeb 2, 2018

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Por Diego Erlan

A principios de los años setenta, Fogwill solía analizar desde la semiótica un anuncio de Coca-Cola donde el “envase-símbolo de la marca” se confundía con un hombre al surfear una ola. A partir de esta imagen, “la frescura, el placer y la sensación de poder que expresa el acto de dominar la ola son transferidas a la marca”, entendía por entonces el especialista en investigación de mercado y futuro escritor argentino. No solo eso. Su análisis profundizaba sobre los aspectos inherentes al deporte y sus significados en el mundo capitalista donde por entonces reinaba la gaseosa que sigue reinando ahora. De esta manera, el surf, deporte ancestral de los nativos de la Polinesia, aparece incorporado a un valor de consumo de la cultura norteamericana. Y esto sugiere, según Fogwill, la capacidad de la sociedad americana para incorporar valores y tradiciones de otros pueblos.

Sin embargo, la ideología de este deporte amalgama una serie de aspectos que resultaba útil analizar. “Es una actividad individual aislada de lucha contra la naturaleza que exige la asunción de riesgos físicos, padecimientos de frío y fatigas extremas para obtener un premio efímero: la exhibición del cuerpo dominando la ola. El efecto residual de la difusión de este deporte es inesperado, ya sea que se lo entienda como la simple difusión de un deporte, ya que se lo comprenda como una manifestación de cierto ideal de vida. La fotografía parece enseñar: he aquí un hombre en comunión y a la vez en lucha con la naturaleza. Él ha enfrentado riesgos, frío y fatiga, arriesgándose para obtener estos instantes de placer cuando se lo ve cabalgando una ola de tres metros que de inmediato lo devorará, para después volver a la superficie a comenzar de nuevo.” El recuerdo de aquel análisis típicamente fogwilliano aparece al leer Años salvajes, el libro de William Finnegan. En principio porque el libro es una autobiografía, pero también una historia de los Estados Unidos, una búsqueda espiritual y una historia del surf que tiene a un hombre con una tabla en la rompiente de la ola.

Redactor de la revista New Yorker desde 1987, Finnegan detenta en su haber coberturas por África, América Latina, Europa, Australia y los Balcanes, y es un reconocido analista político de la relación entre Trump y los países del tercer mundo. Años salvajes, que obtuvo el Premio Pulitzer en 2016, como decíamos, podría ser leída como una bildgunsroman y además como un relato de aventuras. Nacido en Nueva York pero radicado en California, la vida familiar llevó a Finnegan hasta Hawái, donde se apasionó por el deporte y luego, en una especie de trip vertiginoso en busca de la ola perfecta, lo llevó a dar la vuelta al mundo y a surfear en playas paradisíacas o peligrosas, de Australia hasta Bali. Una vida vagabunda influenciada por el beatnik de Jack Kerouac. Aunque el deporte esté en el centro, la formación intelectual del autor también tiene su lugar y se conjuga en su relato. Tanto Jack London como Mark Twain –Finnegan lo sabe– intentaron con esfuerzo y torpeza narrar una acción que resulta demasiado rápida, compleja y extraña para el ojo del testigo como para reproducirla con un mínimo de precisión visual. A eso se dedica él: con detalle, ritmo y voluptuosidad, intenta capturar el instante en que un hombre sobre una tabla intenta dominar los embates impredecibles del mar.

La Guerra de Vietnam o las revoluciones sociales de 1968 cruzan la experiencia surfera de Finnegan, que es testigo de primera mano tanto del surgimiento del hippismo como de los cambios más importantes del deporte –el paso de una longboard a la shortboard y los movimientos que esto habilitó, por ejemplo. De ese modo, el surf, a lo largo de la vida de Finnegan, se convirtió en un refugio magnífico para escapar de los conflictos, tanto los generados por la guerra como los que podían surgir en el seno de su familia. El surf significaba perderse para encontrarse a sí mismo: “una agotadora razón para vivir” y, a la vez, puede ser leído como una crítica al capitalismo ya que, “dado su vago parecido con la estéril existencia de un forajido y su desconexión del trabajo productivo”, le servía para expresar su descontento.

“Muchas sesiones ni siquiera te dejaban un mínimo recuerdo. Lo que persistía era cierta sensación de serenidad tras una sesión muy difícil. Ese estado posterior al surf era de naturaleza física, pero también tenía un aspecto eminentemente emocional.”

En el libro también se advierte una búsqueda espiritual. “Yo buscaba olas por instinto”, dice Finnegan, que se sentía entusiasmado cuando las agarraba y se tomaba muy en serio la tarea de desentrañar el rompecabezas de cada nueva rompiente, que siempre resulta inefable. Sin embargo, reconoce que los momentos extáticos eran escasos y tardaban en repetirse. “Muchas sesiones ni siquiera te dejaban un mínimo recuerdo. Lo que persistía era cierta sensación de serenidad tras una sesión muy difícil. Ese estado posterior al surf era de naturaleza física, pero también tenía un aspecto eminentemente emocional.” En sus viajes en busca de esas olas que le provoquen determinadas sensaciones, Finnegan también se sumerge en los rincones más inhóspitos del mundo. Esa experiencia podría funcionar como una metáfora del trabajo periodístico o, incluso, de la literatura. Una forma de vivir en estado de aventura. Al promediar su viaje interminable, Finnegan reconoce: “A menudo me hartaba de ser un extranjero siempre ignorante, siempre al margen de la esencia de las cosas, pero aún no me sentía preparado para la vida doméstica y para ver todos los días a la misma gente y pensar cada día las mismas cosas. Me gustaba dejarme llevar por las nuevas embestidas, por la incertidumbre, por el azar de la carretera. Y me gustaba sentirme un extraño, un observador casi siempre perplejo”.

William Finnegan
Años salvajes
(Libros del Asteroide)
600 páginas
Traducción de Eduardo Jordá

> librosdelasteroide.com

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