All in

Laura Llopis
los relatos de la maga
7 min readApr 23, 2018

Recomendación musical: Sting — Shape of my heart

Me he despertado sudoroso, temblando de frio, la almohada empapada. Otra vez estoy aquí, pienso, muerto de miedo. El sueño es cada vez más recurrente. Estoy en el colegio, tengo 10 años, me acabo de hacer pis y todos mis compañeros se ríen de mí, todos a excepción de un niño pelirrojo que casi nunca habla y no tiene muchos amigos porque es un empollón.

En mi sueño, la puerta del aula se había abierto minutos antes. Doña María, la directora del colegio, llama a la señorita Claudia y le pide que salga un momento. La profesora nombra a Andrea cuidadora, lo que consiste en apuntar en la pizarra los nombres de aquellos niños que se portan mal. En cuanto sale, la clase se convierte en un guirigay. Andrea anota nombres sin parar. Algunos se levantan a borrar el suyo. Yo estoy quieto en mi sitio, igual que Roberto, el pelirrojo.

Son las cuatro de la mañana. No hay nadie en la calle del club ni en las de alrededor, al menos las que la vista me alcanza. Un poco más abajo se oye el susurro de algún coche que cruza la avenida a mi espalda. Yo aparqué en una pequeña plaza no muy lejos de aquí, hace siete horas. Esta noche ha ido bien. Por fin dejo atrás la racha de mala suerte que ha durado casi un mes. No estoy acostumbrado. Es la más larga que recuerdo.

En general, mi balance está bien. Las cartas me permiten tener un sueldo más que digno. Es un trabajo como otro cualquiera. Empleo entre ocho y diez horas diarias en jugar. La base principal es la estadística, algo que domino gracias a la licenciatura en Exactas que me saqué hace más de quince años y no me ha servido para otra cosa. Sé calcular las probabilidades de una mano en menos de cinco segundos y detecto los tics del resto de jugadores con bastante facilidad. Hace tiempo que decidí dejar los trabajos precarios y dedicarme a lo único que se me da bien: jugar al póker.

Mientras voy en dirección al coche hago un breve repaso de la jornada. He dominado la partida prácticamente toda la noche, y casi siempre he sido el jugador con más fichas de la mesa. Hoy he recobrado la confianza y el saldo no está mal: +850. No me gusta ir al club a jugar, es un piso semiclandestino en la calle Cervantes, pero esta noche no había movimiento en otro sitio. No es el único sitio, pero de todos es el más grande. Tiene una gran sala de unos 100 metros donde se reparten cinco mesas. Cada una de ellas puede albergar a diez jugadores, más el crupier. Esta noche había dos mesas con partida. Solo conocía a cinco chicos de los veinte que éramos, dos de ellos bastante bien. El resto es gente de paso: jugadores que frecuentaban otros clubs o el casino y varios incautos con mucho dinero y la soberbia suficiente para pensar que pueden ganarnos. Así que cuando ya se han cansado del casino vienen aquí, quizá se sienten más especiales porque la sala se parece a la que regentaba John Malkovich en Rounders.

Luis, mi compañero de pupitre está dando saltos por el centro del aula cuando el pis empieza a deslizarse por mi pierna izquierda. Me quedo paralizado en la silla. Muerto de miedo. Nadie se ha dado cuenta. El pánico me sube por la garganta hasta mi cara, poniendo mis mejillas a mil. La señorita Claudia entra de nuevo. Así que no se puede confiar en vosotros, ¿verdad?, dice mirando la retahíla de nombres anotados en la pizarra. Esta tarde os vais a llevar un extra de deberes. Todo el mundo a su sitio y en silencio.

Mientras la señorita Claudia pone la clase en orden, Luis vuelve al sitio. Me mira y se da cuenta de que me he meado. Empieza a reírse y gritar “se ha meado”. Y toda la clase se gira y se ríe de mí. Entonces noto que una bola de calor me sube por la garganta, las lágrimas explotan en mi cara. Me desespero mientras Luis sigue burlándose, dándome collejas y llamándome nenaza, pero antes de que la profesora llegue a nuestro sitio el pelirrojo se levanta y le clava un compás en la mano. Entonces me despierto.

La mesa de esta noche ha sido agresiva. Casi todos éramos profesionales y el juego era bastante duro. Aún así, he seguido mi regla y solo he ido a las manos con una probabilidad alta de ganar. Pero no era fácil, he tenido que darle valor a mi posición cuando la tenía.

Ahora, ya en la calle, no puedo evitar repasar la noche. Oigo un ruido al fondo que me distrae. Al principio me parece un animal. Un gato quizá, buscando comida. Mientras proceso la información, de la nada salen dos tipos. Visten vaqueros y zapatillas Nike. Los dos llevaban sudaderas, uno roja y el otro verde. Danos todo lo que lleves, grita el de la sudadera roja. Pero yo me quedo parado. No me parece que sea real, quizá me he quedado dormido en el coche antes de arrancar y esto es solo una pesadilla. El tipo vuelve a gritar mientras que el otro se pone a mi lado en dos zancadas. Son más grandes que yo. El de verde huele a aftershave y su respiración va a mil. Está asustado, como yo.

Cuanto más se repite el sueño peor me encuentro. Las últimas semanas han sido difíciles. Ha habido un montón de redadas y hemos tenido que ir con cuidado. Creo que por eso estoy soñando más. No podíamos estar donde siempre, así que la cosa ha bajado un montón y he tenido que buscar otros curros para mantenerme. Esta noche me ha llamado el Barbas para que le llevara unos gramos al tipo del club de Cervantes. Algunos jugadores se meten para aguantar la noche y él les vende.

Cuando llego con el material y veo a todos aquellos tipos jugando pienso que podría darle un palo a alguno. Llamo a mi colega para que se venga. Conozco al camarero, así que le digo que si me avisa cuando salga uno con pasta, nos partimos el botín. Llevamos más de tres horas esperando en el coche. Mi colega ha traído una pistola. Le digo que está loco, que no nos hace falta. Pero él insiste. ¿Qué pasa, eres una nenaza, te vas a mear o qué?, me dice eso el muy cabrón. Se la quito. ¿Nenaza, dices? Te he llamado yo, idiota. Yo me encargo de esto. Tengo un poco de frio, me pongo la sudadera verde que dejé tirada en el asiento de detrás.

De pronto el tipo de verde saca una pistola y me amenaza. No me lo puedo creer. ¿Lleva una pistola? Podrían matarme y nadie se enteraría. Podrían robarme todo, salir corriendo y dejarme aquí muerto. No hay nadie alrededor. No puedo escapar. El de la sudadera roja me coge del brazo y me zarandea. Me siento mareado. No sé qué hacer. No quiero darles mi dinero.

Se me cruza un pensamiento loco. Me pregunto qué probabilidad hay de que el arma esté cargada, y si es así, qué probabilidad hay de que este chico sea capaz de dispararme. Parece de mi edad. Es evidente que no puedo hacer un cálculo exacto, pero estoy seguro de que hay pocas posibilidades de que ambas cosas sucedan a la vez. Quizá menos de un 5%. Es decir, tengo un 95% de posibilidades de salir ileso de aquí. Eso sobrepasa las expectativas de una buena mano. Danos la pasta zanahoria.

Un tipo pelirrojo va a salir ahora. Lleva bastante pasta, me dice el camarero cuando llama por fin. Así que mi colega y yo salimos del coche y nos esperamos en la esquina. Llevo la pistola en el bolsillo de detrás, estoy nervioso, pero no voy a dejar que éste piense que soy un cagado. Veo cómo se acerca el jugador. Va como alelado, pensando en sus cosas, supongo. Cuando está lo suficientemente cerca corremos hacia él. Dame todo lo que lleves, le digo. El tipo me mira como si no entendiera. Que me des la pasta joder, le grito, pero él no reacciona. Saco la pistola y le apunto. Entonces tengo la misma sensación por la garganta que en el sueño. Mierda, no te mees, pienso.

Me está apuntando con la pistola, pero sin pensarlo me deshago del que me sujeta el brazo de un codazo. El de la pistola me grita. Nunca he sido muy valiente, ni me he metido en peleas, pero no puedo dejar de pensar en las probabilidades, no creo que sea capaz de dispararme. Podríamos ser amigos si no tuviera esa pinta de colgado. Levanta el arma y por un momento creo que sí, me va a disparar.

Levanto la pistola y le doy con ella en la cabeza, lo más fuerte que puedo. Este imbécil me va a dar la pasta sí o sí. Suena como si le hubiera roto un hueso y empieza a chorrear sangre. De pronto lo miro bien. Se parece a Roberto, el del compás.

Me golpea con la pistola. Ni siquiera siento dolor. Nos quedamos quietos unos segundos, nos miramos, pero yo no puedo pensar en nada. Sal corriendo, sal corriendo me dice mi cabeza. Y eso hago. Le doy un empujón aprovechando que se ha quedado petrificado y empiezo a correr en dirección a la avenida. No está lejos, puedo oír los coches. Los dos tipos me gritan, me insultan, pero creo que no me persiguen. Alcanzo la avenida y me pongo en medio de la calzada. Viene un coche de policía. Lo paro.

- Déjame subir — le grito al poli-, unos tipos me han intentado atracar.

- Tranquilo -me dice el policía-. Cálmate. ¿Cómo te llamas?

- Roberto.

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