El Kintsukuroi de mis cicatrices

Laura Llopis
los relatos de la maga
5 min readJan 29, 2018

(Recomendación musical: Love of Lesbian, Los males pasajeros. Enlace al final del relato)

Mi cuerpo está lleno de marcas. Dicen que las cicatrices son terreno fértil para sembrar historias aunque, como cualquiera, no todas las mías cuentan cosas relevantes, algunas de hecho no cuentan nada fuera de lo común. Pero en cambio sí hay otras más intensas, más dolorosas, que cuentan no una historia, sino que explican mi manera de ver el mundo.

En mi catálogo de cicatrices podría decir que hay dos tipos: las que se gestaron en la infancia y tienen olor a patio de colegio, gominolas y veraneo, y las que llegaron en la edad adulta y huelen a dolor y gravedad, a miedo y esperanza. Las primeras se concentran sobre todo en las piernas y en la barbilla. Las segundas en mi pecho y no precisamente porque me hayan roto el corazón, que también. De hecho, esas cicatrices que no se ven son las más complicadas de curar, porque no puedes verlas y aceptarlas, sino que te acompañan de por vida y a veces, cuando el tiempo cambia o cuando te cruzas con la persona que te hirió, te recuerdan que siguen ahí.

Si voy de abajo a arriba podría resumir mi infancia a través de las rodillas. Decenas de marcas en tan pequeño espacio que se superponen unas a otras, de modo que ya no sabes dónde empieza la primera caída de la bici y dónde termina la que demuestra que subí al árbol más alto del chalet. Conforme voy subiendo por mi cuerpo, la gravedad de las marcas también parece incrementarse. En el muslo izquierdo tengo una cicatriz de cuatro centímetros, muy cerca de la ingle. Un día salí en bici a comprarme un helado que no llegué a comerme. En cambio, mis padres tuvieron que despertarse de la siesta de golpe para llevarme al hospital. Allí recibí al menos ocho puntos, eso sí sin anestesia, que como fue en agosto pillé a los titulares de urgencias de vacaciones y al MIR de turno se le debió olvidar dormirme la pierna antes de ponerse a coser. Es una cicatriz que me recuerda que la bici no era lo mío, que nunca lo fue por más que me esforzara.

Pero las cicatrices adultas duelen mucho más. En mi caso, llegaron casi todas de golpe, en el plazo de dos años, nada más cumplir los 35. El responsable principal: un cáncer de mama, estadio 3, es decir a un paso de la metástasis. Durante el proceso hubo muchos actores que contribuyeron a mis cicatrices: cuatro cirugías, 12 ciclos de quimioterapia, 30 sesiones de radioterapia y un año de gotero preventivo cada tres semanas. No me dejé nada por hacer, y en ese camino, las cicatrices fueron haciéndose protagonistas de una historia que por momentos no era la mía sino la de mi cáncer.

Una historia que me dejó las señales en el abdomen de la laparoscopia para la criopreservación ovárica; las marcas de una mastectomía radical más la extracción de prácticamente toda la cadena linfática de la axila izquierda; la cirugía plástica de la otra mama para igualar el resultado de la reconstrucción y un cambio de prótesis cuando la radioterapia se encargó de machacar la que llevaba puesta. Además, sufrí quemaduras graves que también dejaron sus marcas en el pecho izquierdo y tuve que dejar que me hicieran tres tatuajes (puntitos de color tatuaje cárcel) para que el técnico de radioterapia supiera dónde colocar la máquina. Siempre había querido tener un tatuaje, pero aquellos puntos carcelarios me hicieron más daño que las sesiones de radio.

Pero gracias al cáncer también descubrí unos bonitos lunares en mi cabeza, lunares que nunca habría visto de no ser por la enfermedad, y que me permitieron imaginar mi pequeño mapa vital donde las ideas se conectaban unas con otras y los recuerdos caminaban por los senderos que dibujaban mis pecas. Lunares que vinieron a sustituir a uno que tenía en el hombro derecho y el dermatólogo se empeñó en quitar, por si acaso. Ese lunar me dejó una bonita cicatriz, bonita porque parece que alguien me haya dado un mordisco de amor y se haya quedado la marca.

Así que cuando acabó el proceso de curación física, continué con mi verdadero proceso de curación, el más complicado. Pensé en hacer algo que me ayudara a sentir que había recuperado el control de mi cuerpo, que la enfermedad había dejado de ser protagonista. Algo que mostrara cuánto había cambiado mi cuerpo y yo con él, y lo agradecida que me estaba a mí misma por luchar, por seguir, por crear una nueva versión de mí, por vencer.

En esos días encontré algo muy inspirador. Según los japoneses, cuando un objeto ha sufrido un daño, tiene una historia que lo hace más hermoso. Por eso reparan los objetos rotos con un barniz de resina espolvoreado o mezclado con polvo de oro. A esta técnica la llaman Kintsukuroi, y básicamente consiste en hacer visible la cicatriz para que el objeto cuente a través de ella su historia. Poner de manifiesto su fragilidad y su capacidad de recuperarse es, para los japoneses, lo que hace bellos a sus objetos.

Por eso decidí hacerme en un tatuaje en el lugar donde más dolor había sentido y donde más cicatrices se jugaban el protagonismo. La mama izquierda desapareció un día cualquiera de abril y me costó dos años recomponer mi vida después de esa pérdida. Pero el tatuaje representa el renacer, la esperanza, la belleza de lo doloroso. Es un tatuaje que crece de abajo a arriba, formando una especie de enredadera que se va deslizando por las marcas. No las cubre del todo, no era esa la intención, pero hace muy hermosa la parte más castigada de mi cuerpo. Esa fue mi manera de recomponerme, de dar belleza a mi dolor y a mis cicatrices.

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