El plato

Laura Llopis
los relatos de la maga
4 min readJan 15, 2018

(Recomendación musical: Pink Floyd — Wish You Were Here. Enlace al final del relato)

La ceramista preguntó cómo le gustaría que fuera la pieza mientras se colocaba frente al torno. El encargo fue claro: grande y plano. Luego añadió en un tono casi imperceptible: que sea muy bello y que cuide de mí.

Y así nací. La artesana me rescató de un bloque compacto y empezó a amasarme con sus manos expertas hasta formar una pella. Después, con sumo cuidado inició el proceso de torneado, colocando la pella en el centro y trabajando el interior. Al día siguiente retorneó la parte exterior y dejó secar el resultado durante una semana y media, hasta que inició el primer horno para bizcochar. A partir de aquí empezó el proceso de hacerme bello: me esmaltó y me decoró, y después de mirarme bien de cerca para asegurarse de que era perfecto, me volvió a introducir en el horno. Casi tres semanas después pude contemplarme en el espejo. Me gustaba mi aspecto, me sentía fuerte y delicado a la vez.

Plato de Ana Illueca Ceramics, colección Luft.

Cuando llegué a la cocina en la que iba a vivir me sentí el plato más afortunado del mundo. Me colocó en un gran estante junto con otros platos, pero sin duda yo era el más bello. Desde mi posición tenía una vista completa de toda la cocina y de una parte de la casa, ya que se trataba de una estancia abierta. Todo estaba en perfecto orden. Sobre el banco había un gran frutero que siempre estaba repleto de frutas preciosas, incluso algunas más exóticas como mangos y papayas. La nevera era de esas de doble puerta y cada vez que se abría podía ver cómo los alimentos estaban colocados como en un bodegón: las verduras en los estantes inferiores formaban un compacto verde, blanco y naranja, un poco más arriba diferentes botes y tarros que contenían cosas que nunca había visto, como algas, tofu, miso. En la puerta tetrabriks alineados. El orden era tal que todo resultaba apetecible, como en las neveras de los supermercados. En la pared de enfrente había otro gran estante con decenas de cajas y botes: especias, cereales, semillas, crackets… formaban un conjunto equilibrado, ordenados por colores y tamaños, y más allá había una fuente de agua que de vez en cuando burbujeaba, emitiendo un glup que me sacaba una sonrisa.

Desde la cocina también veía el salón, incluido un rincón donde ella pasaba la mayor parte de las horas que estaba en casa, casi siempre leyendo, escuchando música, a veces meditando. El sol entraba por una ventana situada en la esquina y se reflejaba sobre sus cabellos, largos y rizados. Me gustaba mirarla desde la cocina, absorta en sus pensamientos, en sus libros. Me gustaba su música, desde ópera hasta grupos indies, clásica y rock, todo cabía en aquella casa, para todo encontraba el momento.

Al principio las comidas eran copiosas. Pasta, arroz, tabulé. Distribuía sobre mí las elaboraciones cuidadosamente, con mucho amor. Tienes que nutrirte bien se decía a sí misma mientras colocaba los ingredientes despacio. Me gustaba lo que comía, me gustaba el tiempo que empleaba en las preparaciones, la delicadeza con la que se movía por la cocina. Fueron meses de ajetreo en los que yo participaba en las tres comidas principales. Luego me lavaba cuidadosamente y me volvía a colocar en el estante principal mientras canturreaba alguna canción que por supuesto yo era incapaz de reconocer pero siempre me gustaba. A veces traía a algún amigo a comer a casa, pero no me cedía a nadie. Yo era solo suyo y eso me llenaba de orgullo. Ella cuidaba de mí, y yo de ella.

Pero aquello duró unos meses. Al principio fue muy sutil. Se saltaba alguna comida, ponía menos cantidades, ya no cantaba en la cocina… Y conforme esto iba sucediendo, sus salidas de casa eran más escasas también. Su pelo dejó de brillar con el reflejo del sol y sus rizos se fueron perdiendo poco a poco hasta que el cabello se quedó liso.

En menos de un año su cuerpo perdió el hambre, a la vez que la cocina y la parte de la casa que podía ver desde mi estante iba perdiendo el orden. La nevera ya no lucía rebosante como antes, algunos alimentos acababan en el cubo de la basura tras pasar semanas caducados. Los botes vacíos de las estanterías no se reponían y yo ya no era su aliado imprescindible. A veces incluso pasaba días enteros sin utilizarme. Hasta que un día, después de varios fuera de casa, apareció de nuevo.

Pasaba las horas sentada en el sillón, sin hacer nada, solo miraba por la ventana mientras escuchaba música. Le costaba andar, de hecho solo lo hacía apoyada en un bastón. La casa era un ir y venir de gente. Unos traían dulces y frutas, otros libros o música… Todo aquello que alguna vez le gustó y ahora parecía no ser digno de su atención.

Las últimas semanas ya no quiso comer. Se alimentaba de líquidos: cremas de verduras, zumos naturales, infusiones. No me dejaba cuidarla, no pude hacer nada. Fue relegándome poco a poco hasta que dejó de usarme por completo. Y un día su hermana se la llevó y no volví a verla nunca más. La casa permaneció cerrada mucho tiempo. Creí que no volvería a ver nadie, que nadie más volvería a utilizarme. Me metieron en una caja, como al resto de utensilios y demás propiedades, y pasé largo tiempo en la oscuridad.

Un día la caja se abrió y vi la cara de la ceramista. Me sonrió desde lo alto y me llevó hasta la pequeña cocina que tenía en el taller. Me dejó despacio sobre un estante, encima de una pila de platos. Y llegó la hora de comer, y entre todos aquellos platos hermosos a su alcance, me eligió a mi.

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