La casa

Laura Llopis
los relatos de la maga
5 min readNov 29, 2017

(Recomendación musical: James Blunt-Goodbye my lover. Enlace al final del relato)

Elena se marchó una tarde de domingo. Lo hizo en silencio, como ella acostumbraba a hacerlo todo. Cerró la puerta despacio al salir y corrió escaleras abajo con una minúscula maleta. No se llevó todas sus cosas porque no era una marcha definitiva. Entonces la creí.

El viernes anterior, mientras desayunábamos, le mostré los planos de la casa que proyectaba para nosotros. Hasta ese momento había sido solo una idea, ahora empezaba a tomar forma. Tenía un terreno a las afueras y en cuanto acabara el diseño podía empezar a construirla. Estaba cansado de proyectar viviendas para otros, quería crear mi propia casa para regalársela a Elena, quería que allí formáramos una familia, que fuera la casa que nos viera envejecer.

Ella miró los planos durante unos minutos y finalmente soltó la bomba. Me dijo que le habían ofrecido un ascenso, pero implicaba trasladarse a otra ciudad. Era algo temporal. No podía rechazarlo. No me lo esperaba y solo fui capaz de abrir la boca para preguntar por la casa. Ella sonrió y dijo “la casa estará aquí cuando vuelva”. Pero no volvió.

El domingo se fue mientras yo fregaba los platos. Oí la puerta desde la cocina y sus pasos trotando por los escalones. Me asomé a la ventana y la vi cruzar la calle corriendo, como si huyera de un peligro. Se había levantado pronto. Cuando me desperté estaba haciendo la maleta, también en silencio. No había nada que hablar. Su trabajo era importante y yo podía centrarme en la casa. El tiempo pasaría rápido y volveríamos a estar juntos, eso dijo sin darle importancia a su marcha. Me resistí pero la decisión estaba tomada. Se iba.

Mientras miraba por la ventana no podía imaginar que tardaría diez años en volverla a ver. La vida que habíamos planeado juntos se desintegraba delante de mi y yo era incapaz de darme cuenta. Durante todo el tiempo que estuve solo, la imaginé siempre como al principio, cuando la conocí. Solo tardamos dos meses en irnos a vivir juntos y un año en casarnos. Desde entonces habían pasado cinco casi en un suspiro. Ahora las semanas y los meses se deslizaban lentos por el calendario que tenía en el estudio.

Trabajé a diario en la casa tras la marcha de Elena. Las primeras semanas hablábamos cada noche por Skype. Yo le contaba los progresos o si había surgido algún contratiempo. Ella se interesaba por los materiales, por el inicio de las obras, preguntaba por pequeños detalles. Pero un día dejó de hacerlo y pronto dejamos de hablar cada noche. Al cabo de unos meses me dijo que se trasladaba a otra ciudad, más lejos y que el trabajo no le permitiría conectarse con tanta frecuencia. En seis meses dejamos de hablar.

No sucedió de pronto. Fue un pequeño goteo de señales, de silencios, de llamadas sin contestar. El día que empezaban las obras recibí un correo electrónico en el que me decía que lo mejor era terminar, que enviaría a alguien para recoger sus cosas, decía que lo sentía pero había conocido a otra persona. Ya no leí más. Me encerré en el estudio y rompí los planos.

Pasaron semanas que no recuerdo, en un espacie de estado de shock que borró de mi memoria lo que sucedió, si es que hubo algo remarcable. Durante aquellos días no salí de casa. Iba de la cama al sofá y otra vez a la cama, en una carrera sin fin de autocompasión y dejadez. No pensé que podría salir de aquel bucle sin Elena, sin su empuje constante, sin su risa… Pero salí.

Me costo retomar la idea de construir la casa, pero un día cualquiera, animado por un amigo, me senté de nuevo frente a la mesa de mi estudio y empecé a dibujar, de memoria, aquellos planos que había roto el día en que me dejó del todo. Volví a los terrenos y contraté a un grupo de gente para darle vida a aquel proyecto. Pensé en venderla cuando estuviera acabada y recuperar mi economía que se había visto mermada desde su marcha. Ese era el plan. Así se lo conté a mis amigos más cercanos, que me animaron en todo momento, repitiendo que concluir la casa y venderla sería el cierre de ese duelo que llevaba mucho tiempo elaborando.

Pero secretamente tenía un pánico atroz a terminar la casa. No quería acabar el duelo, no quería que mi única conexión con aquella vida se acabara. Quería que todo fuera un mal sueño, despertar y que Elena estuviera a mi lado, perfecta, serena, como cada mañana que amanecimos juntos. Así que inconscientemente demoraba decisiones, cambiaba de opinión una vez tomadas, volvía a empezar alguna parte de la casa que no me parecía lo suficientemente bien acabada. Estuve a punto de arruinarme.

Nueve años tardé en construir aquel duelo. Nueve años de dejar pasar oportunidades de trabajo, de no escuchar los consejos de mi familia, de ignorar a posibles sustitutas de Elena, porque todo seguía girando en torno a ella, como si no concluir la casa mantuviera la ficción de que ella aparecería de pronto y volvería a cambiar mi centro de gravedad.

Fue mi hermana quien un día me dijo que tenía un comprador. Era la oportunidad de cerrar aquello, de dejar atrás el pasado y empezar de nuevo. Tenía que elegir entre quedarme anclado en una vida que no existía o seguir adelante y tratar de recomponerme. Dudé, sentí que traicionaba a Elena, que cerrar ese círculo terminaría con todo, pero sabía que debía hacerlo. Le dije que sí a mi hermana.

Fui a firmar la venta a un despacho del centro. Sentía que todo por lo que había trabajado hasta el momento se desvanecía mientras ponía mi nombre en aquellos papeles. Salí a la calle abatido, comencé a caminar sin rumbo y de pronto la vi. Al principio no estaba seguro de que fuera ella. Más de una vez en estos diez años me pareció verla por la calle y siempre resultaba ser otra persona. Pero esta vez era ella. Pensé en abordarla, hablar, pero no tenía nada que decirle. Había vendido la casa y Elena se había ido con ella.

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