La chica de la Estación del Norte (1/4)

Laura Llopis
los relatos de la maga
6 min readJun 21, 2018

Recomendación musical: Sixto Rodríguez — I wonder.

Ilustración de @larbona.

Los jueves es el día de la semana con más pasajeros en la estación. Me lo dijo un empleado de taquilla hace unos meses. Desde entonces, voy todos los jueves tres veces al día. A las ocho de la mañana, antes de entrar al trabajo, en la pausa de la comida y cuando acabo la jornada, sobre las siete y media. Trabajo en un despacho cerca, así que es relativamente fácil. El jueves no parece un día diferente a otros, pero me fio de lo que dijo el tipo gris de la taquilla, que según me explicó lleva trabajando allí desde hace más de veinte años, así que digo yo que sabrá bien de lo que habla aunque parezca agotado y sin ganas de nada.

Por la mañana solo cruzo la estación. Entro por el lateral de la calle Bailén, me compro un café con leche para llevar y salgo por la puerta principal a la calle Xàtiva. De ahí al despacho hay solo cinco minutos a pie. Cuando voy a mediodía compro algo para comer y me siento en un banco junto a la entrada de los andenes. Al acabar leo un rato. Por la tarde hago el recorrido inverso al de la mañana, entrando por Xàtiva y saliendo por Bailén. De ahí a casa no tardo nada, y cuando vuelvo compruebo el móvil, para ver si por fin me he cruzado con alguien interesante.

Es complicado conocer gente cuando te cambias de ciudad y tienes 40 años. Las personas de mi edad ya tienen su vida hecha: familia, amigos, trabajo. No tengo mucha habilidad social, no soy capaz de integrarme en un grupo. Siempre he sido más bien solitaria. Así que cuando leí un reportaje sobre las aplicaciones de moda para ligar, pensé que no estaría mal probar. Si mi madre me viera pensaría que he perdido la cabeza. Las cosas no se hacen así, diría, alguien debería presentarte a un hombre, conocerlo despacio, e ir descubriendo si puede ser algo más. Yo en cambio, prefiero empezar por el sexo, porque si eso no funciona, dudo que pueda salir bien nada más.

La aplicación que tengo instalada funciona solo por proximidad. Es decir, tienes que cruzarte con la persona para que te la muestre. Solo puedes elegir el sexo y la edad de los perfiles que ves. Yo tengo seleccionados hombres de 40 a 45 años y tengo mis propias reglas: no contacto con nadie que no ponga en su perfil a qué se dedica a menos que esté buenísimo, tampoco contacto con nadie que no tenga fotografía, y si muestra sus gustos musicales solo contacto con aquellos a los que les gusta la misma música que a mí. Rechazo a los que les va la salsa, el reggaeton y demás música de mierda. Las pocas personas que conozco en Valencia, las he conocido en el trabajo o en la app.

Quedo con dos o tres por semana. Hasta ahora, ninguno que valga la pena. O se acaban de separar y necesitan terapia, o no saben lo que quieren, o tienen pareja pero buscan una aventura, o resulta que no me gustan, o yo no les gusto a ellos. Pese a que no he sacado más que algo de sexo, y no siempre bueno, al menos ahora tengo en mi agenda un abogado por si me pasa algo, un veterinario que me haría descuento si llevo al gato, un dermatólogo con consulta cerca de mi casa, un político que no creo que vuelva a llamar jamás y un actor, que le he presentado a mi compañera Marga que se acaba de separar y me parece a mí que pegan. La agenda empieza a tener un volumen considerable pero, de momento, nada de lo que me acuerde dentro de unos años.

La semana pasada cambié las preferencias y en vez de hombres puse mujeres. No sé bien porqué lo hice aunque resultó que había más de las que creía. Quedé con una, bastante maja y muy guapa. A la hora de la verdad me corté e inventé una excusa para irme. Ahora me manda mensajes a diario para quedar. Y me muero de ganas, la curiosidad me puede, pero no sé si volveré a rajarme en el último minuto.

Mi obsesión por las citas empezó hace unos meses, cuando una muerte me recordó que yo estaba viva, pero si moría, nadie se daría cuenta de mi ausencia hasta pasados unos días. Estoy sola, ningún familiar vive en Valencia y hablo con mi madre una vez a la semana. Imaginarme un resbalón en la ducha al volver de correr el viernes por la tarde es algo recurrente para mí, pero en los últimos meses se está convirtiendo en un pensamiento obsesivo. Si me matara en la bañera un viernes, pienso, nadie me echaría de menos hasta el lunes en la oficina. Y aún así es probable que no dieran la voz de alarma hasta el martes o quizá miércoles. Lo que significa que podría pasar al menos tres días muerta en mi piso.

Hay muertes que sorprenden más que otras. No sé si la mía afectará a alguien. La de Patricia me descolocó. Me llamó Marga el domingo por la tarde para decírmelo. No la entendí al principio. En realidad solo había visto a Patricia un par de veces, cuando Marga me había convencido para salir con sus amigos. Un grupo formado por parejas en el que yo no pintaba nada, pero todos parecían alegrarse cuando me unía a ellos, cosa que no dejaba de sorprenderme.

Se ha muerto de repente, sola. La ha encontrado Alex, que después de varios días sin saber de ella fue a su casa a pedirle perdón porque habían discutido. Tenía llaves del piso y nada más entrar supo que algo pasaba. Estaba en su cama, parecía dormida, pero estaba muerta.

Vivía sola, en un pequeño apartamento, un tercero sin ascensor en El Carmen. Decía que le encantaba vivir allí aunque no hubiera ascensor y el edificio tuviera más de cincuenta años. Nadie la había echado de menos durante el fin de semana. Marga no sabía cuándo había muerto. La última vez que la vio fue el jueves por la tarde. El viernes había ido a trabajar. El entierro era al día siguiente.

Mientras hablaba con Marga recordé una historia que me contó mi madre sobre una vecina de su pueblo, que también murió sola. Pero a esta señora, al contrario que a Patricia, tardaron cinco años en encontrarla. Se había trasladado a Valencia al casarse. Cuando se quedó viuda cuarenta años después no volvió al pueblo. Prefirió vivir en el piso que tenía alquilado en el Cabañal. Total ya no le quedaba familia en ningún sitio. El caso es que durante cinco años estuvo muerta en su casa sin que nadie se diera cuenta. El cuerpo, en vez de descomponerse y oler (lo que hubiera alertado a los vecinos sin duda), se momificó de manera natural. Así que fue una casualidad que la encontraran.

Patricia sí tenía gente que la quería, como Alex. A me caía bien. Era un poco excéntrica y muy divertida. Bebía mucho y a veces se pasaba con la coca. Cuando esto sucedía, Alex la metía en un taxi y la llevaba a casa. No se quedaba con ella, su ausencia era un modo de castigarla. Colgué el teléfono después de decirle a Marga que sí, que la acompañaba al funeral y me puse a llorar sin consuelo. No lo hacía por ella, sino por mí. Si hubiera sido yo la muerta, ¿cuánto habrían tardado en encontrarme? No había un Alex en mi vida. No había nadie en mi vida. Trabajaba mucho, salía poco. No tenía un plan de emergencia, alguien que se preocupara por mí. Estaba sola. No tanto como la señora del pueblo de mi madre, aunque más que Patricia. Pero yo estaba viva.

Después del funeral paseé sin rumbo durante bastante rato. No quería volver a casa, necesitaba despejarme un poco. Por la cabeza me pasaban un montón de imágenes inconexas que me hacían sentirme mal. Recordé una escena de una película en la que alguien decía que después de un funeral lo mejor era el sexo porque te hacía sentir que no estabas solo, que le importabas a alguien, y el dolor así era menos intenso. Curioseé entre los nuevos contactos de mi agenda. Nadie que me inspirara nada. Seguí paseando. Al cabo de una hora me di cuenta de que llevaba toda la tarde pensando en la chica de la aplicación.

  • Hola, soy Valeria. ¿Quieres que nos veamos?
  • Claro, pensaba que no ibas a llamarme más.

Sigue en…

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