La vida en autobús

Laura Llopis
los relatos de la maga
4 min readApr 4, 2018

Recomendación musical: The Passenger — Iggy Pop

La ilustración es de Thành Liêm

Faltaban dos minutos para que el autobús se pusiera en marcha y no había ningún pasajero en el andén, solo yo, con una mochila pequeña y varios libros en la mano. Tenía que volver a Alicante después de pasar el fin de semana en Valencia, un trayecto que hacía con bastante frecuencia desde que me habían trasladado en el trabajo. El viernes por la noche nos conocimos y ya no nos separamos hasta el lunes por la mañana, la mayor parte de aquel tiempo estuvimos en tu piso.

Un hombre tarda 8,2 segundos en enamorarse. Es lo que emplea su cerebro en liberar las moléculas neurotransmisoras que generan las distintas respuestas emocionales. Supongo que eso es lo que me pasó porque desde el principio supe que a tu lado todo estaba en orden.

Tras un fin de semana realmente intenso, me dejaste en la estación. Habíamos pasado las últimas horas juntos haciendo planes para la siguiente semana, para la otra… incluso para las vacaciones. Ambos queríamos hacer el Camino de Santiago en bici. Estaría bien hacerlo juntos dijiste de pronto, y a mí me pareció que no podría haber vacaciones mejores que aquellas.

Pero cuando bajé de tu coche supe que no íbamos a hacer ninguno de aquellos planes. No dijiste nada que me alarmara o me pusiera sobre aviso, solo adiós, nos vemos la semana que viene, pero supe que ya no te volvería a ver.

- Voy a salir. ¿Subes? Me preguntó el conductor.

- ¿No hay más pasajeros?

- No, solo tú.

- ¿¡Y vas a hacer el trayecto por mi!?

- Tengo que hacerlo igualmente.

Y subí. Me parecía una locura que un autobús de cincuenta plazas hiciera doscientos kilómetros para llevarme a casa, pero sin duda estaba sucediendo. El conductor se mostró amable, puedes coger la película que quieras, pero yo no tenía ganas de ver una película. Intenté leer, pero mi cabeza estaba en otro lugar, estaba en tu piso todavía o en tu coche, en ese adiós que me sonó definitivo.

A pesar de lo que creía al empezar el viaje, el trayecto se hizo corto. Apenas cruzamos unas palabras pero cuando entramos en la ciudad el conductor me preguntó si me dejaba en algún sitio que no fuera la estación, total solo te llevo a ti. Se lo agradecí pero preferí bajar donde estaba programado. De camino a casa te mandé un mensaje para decirte que había llegado. No contestaste. No volví a Valencia en meses. Tú no me llamaste, yo tampoco lo hice.

Me dejaste justo antes de subir a un autobús y te encontré de nuevo en otro. Entre ambos trayectos pasaron quince años y muchas situaciones en las que me sentí solo en un autobús. Ya te había olvidado para entonces, después de ti hubo varias sustitutas por mi cama y también por mi vida.

Después de unos meses duros en los que perdí el trabajo y mi novia decidió que entonces ya no quería vivir conmigo, cogí mi bicicleta y me fui solo a hacer el Camino de Santiago. Decidí que Pamplona era el mejor lugar para empezar. Tenía por delante algo más de 700 kilómetros, con un ascenso acumulado de 11.200 metros. Estaba en buena forma. Haría una media de 70 kilómetros diarios y me reservaría un par de días para descansar, comer bien y hacer turismo antes de volver.

Las jornadas transcurrieron mejor de lo previsto en cuanto a kilómetros recorridos, pero me sentí tan solo durante el viaje que por momentos pensaba en abandonar y volver. El problema era que en casa no me esperaba nadie, así que no tenía claro qué significaba aquello de volver. La penúltima jornada, mientras iba de Triacastela a Casanova empecé a encontrarme realmente mal. Algo que había comido o bebido, o quizá la desazón que me había acompañado desde la salida. El caso es que perdí dos días en Casanova con una monumental gastroenteritis.

El tercer día estaba mejor. No me veía capaz de hacer los 60 kilómetros que me quedaban hasta Santiago pero no podía perder el autobús de vuelta. Pedaleé con todas mis fuerzas o con las que me quedaban con la intención de llegar a la catedral antes de volver. Pero no llegué a la meta, probablemente por unos 500 metros. Era eso o coger el autobús. Y me decidí por lo segundo.

La cola para subir era una fila desigual, mayoritariamente de peregrinos. Unos con bicis como yo, otros sin vehículo adicional pero con la misma cara de cansancio. Después de ayudar a varios pasajeros a dejar sus bicis en el maletero, por fin subí. No veía el momento de sentarme y cerrar los ojos, los últimos días habían sido un verdadero infierno. Y entonces te vi. Me miraste y sonreíste. Eras tú. Mientras me acercaba a tu asiento conté hasta ocho y entonces te abracé.

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