Takawiri
(Recomendación musical: Hapo Zamani de Miriam Makeba. Enlace al final del relato)
Takawiri no aparece en los mapas. Es una de las 2.000 pequeñas islas del Lago Victoria que abraza las costas de Ruanda, Kenia y Tanzania. Aunque pertenece a Kenia, cualquiera que pusiera un pie allí pensaría que está en el Caribe. Su playa de arena blanca está salpicada de cocoteros y una decena de cabañas de lujo se sitúan en una hilera perfecta en primera y única línea de playa. La otra parte de la isla es otra historia. Hay un poblado de pescadores lúos, una de las etnias predominantes de Kenia, que viven del azar que lo depara el lago.
La vida es relativamente sencilla en el poblado. Al amanecer, las mujeres, ataviadas con ropas multicolor y portando cubos en la cabeza, acuden a la orilla del lago en busca de pescado, también se dedican a secar la pesca del día anterior en unas redes que descansan sobre la playa, no la de lujo, la otra. Los hombres duermen, ya que han pasado la noche pendientes de las grandes redes que a veces salen rebosantes de pescado pero otras vuelven vacías, dependiendo de los caprichos del Victoria. Algunos nativos trabajan en el resort de lujo, donde desembarcan cientos de turistas, los únicos mzungu (hombre blanco en swahili) que se ven por allí.
Solo se puede acceder a la isla después de navegar durante una hora en una pequeña barca. El paisaje mientras tanto está salpicado de otras islitas mínimas, algunas de ellas solo pobladas por aves y reptiles, otras más turísticas o con población local que vive también de las aguas del lago, el segundo más grande del mundo.
El último grupo de turistas de la temporada llegó en una barca a motor con capacidad para unas treinta personas. La barca estaba comandada por un lúo de unos 40 años, de aspecto sereno, con los ojos enormes y una sonrisa que no lo cabía en la cara. El trayecto fue tranquilo y la isla los deslumbró desde que la pudieron ver a lo lejos. En la orilla les esperaba el dueño e hijo del constructor de aquel resort. Un tipo enorme, de ascendencia hindú que había dedicado su vida a realizar el sueño de su padre. Con un porte casi de realeza, esperaba el desembarco de los recién llegados a sus dominios. A pesar de la artificialidad de la pose, enseguida abrazó al lúo, y recibió a los turistas con una sonrisa, e incluso abrazos a quienes se dejaban.
Mientras los turistas se instalaban y los empleados del resort preparaban la hoguera que encenderían por la noche en la playa, el lúo y el hindú charlaron animadamente sentados en la orilla, frente a la barca. Parecían amigos. Sus risas resonaban de pronto y de nuevo la charla seguía animada. Pasaron unos veinte minutos hasta que el lúo se levantó y se dirigió a su barca. Hasta mañana, le dijo. Pero el hindú quería seguir hablando. Ahora que había concluido la construcción y que el hotel funcionaba, ahora que por fin había realizado el sueño de su padre, se daba cuenta de que necesitaba encontrar su propósito, su sueño. Estaba pensando en vender la isla e irse lejos, a empezar de cero. El lúo escuchó atento y sin mediar palabra se subió a la barca.
Desde ella, lo miró con cierta tristeza, pero sin rencor. Mientras la isla se empequeñecía en la distancia, el lúo recordó cómo su abuelo tuvo vendérsela a aquella familia que había ido ascendiendo en la escala social por encima de los propios africanos para transformarla en el resort que era hoy. Pese a todo, el lúo no se sintió mal, más bien al contrario. Él podía vivir tranquilo porque no necesitaba más que las aguas del Victoria para ser feliz.