Vidas en tránsito

Laura Llopis
los relatos de la maga
19 min readJun 9, 2020

Recomendación musical: Ocho y medio — Nacho Vegas

Ilustración de IG: @muhammedsalah_

El tren se detuvo cuando solo llevábamos una hora de marcha. Me pilló dormido. Nada como el vaivén de un tren para dormirse. Pero al detenerse, mi sueño se desvaneció al instante y me encontré en un vagón lleno de gente que se preguntaba por qué nos habíamos parado en mitad de la nada. Miré el móvil: las cinco de la tarde. El ordenador seguía abierto. La pantalla de Scrivener me miraba acusadora, llevas tres semanas de retraso en la entrega y te duermes. Aún no había acabado con las correcciones y el editor no paraba de llamarme. Pero necesitaba un poco más de tiempo.

Volví al reloj. Tenía que estar en Barcelona antes de las ocho. La hora prevista de llegada me daba media hora de margen, suficiente para coger un taxi y volver a casa antes de que Marta se pusiera nerviosa. La cena era a las nueve y media. Los niños se quedarían con mi sobrina. No había sido fácil volver a Valencia. desde que me marché, me resistía a volver. Ahora parecía increíble que una vez Valencia hubiera sido mi ciudad. Y mientras la dejaba atrás de nuevo, los recuerdos, que había conseguido mantenerlos al margen de mis quehaceres durante los últimos dos días, se retorcían en mi estómago.

Me había sentido extraño en el hotel. Los hoteles te recuerdan que no perteneces al lugar en el que duermes. Pero cuando has vivido allí, cuando tu vida se ha reducido a unos pocos barrios, a una oficina y cuando todo ha girado prácticamente en torno a una sola persona, es complicado volver y acostarse en una cama que no es la tuya. No te agarres al pasado, alcancé a decirme antes de quedarme dormido la noche anterior.

Una voz metálica habló desde algún lugar del tren.

Nos han informado de un problema en las vías un poco más adelante. Vamos a parar unos minutos hasta que nos confirmen qué debemos hacer. Por favor, sean pacientes.

Perfecto. Marta se pondrá de los nervios. Me dirá que no tenía que haber apurado a coger este tren con los avisos de gota fría. Si me retraso dirá que me ha venido muy bien, que no quería ir a la cena desde el principio. Y es verdad. No quiero ir.

La cafetería estaba junto a mi vagón. Entré a tomar una cocacola que me espabilara un poco. No quería seguir durmiendo. Prefería aprovechar lo que quedaba de trayecto corrigiendo, pero para eso tenía que quitarme de encima el sopor del sueño. No era fácil compaginar mi trabajo con la escritura, pero siempre volvía a ella. Al principio empezó como un pasatiempo, una manera de sacar lo que me removía por dentro, pero después de unos cuantos libros, lo había conseguido. Poco a poco me había hecho un nombre en el circuito de literatura independiente de Barcelona. Por supuesto no me daba para vivir, pero sí me había permitido reducir mi jornada en la agencia de publicidad para hacer lo que más me gustaba, y conocer gente interesante con la que compartir mis inquietudes.

Con Marta nunca pude hacerlo, compartir la escritura quiero decir. Al principio me incomodaba, con el tiempo entendí que era su forma de ser. Ella es lo que se dice una persona realmente práctica. Nada de vivir en las nubes como, según ella, hacía yo. Su trabajo como directora de Recursos Humanos de una gran firma alimentaria la tiene ocupada entre diez y doce horas diarias, además de los viajes. Los niños se han criado conmigo y con Mihaela, una mujer rumana que contratamos cuando nació el pequeño. Tienen una relación muy estrecha con ella, más que con Marta, incluso conmigo.

Pero yo, al contrario que mi mujer, no me siento culpable. Entiendo que la vida que habíamos elegido, donde el trabajo ha estado en el centro durante mucho tiempo, requiere de ciertos sacrificios. Desde que reduje las horas de trabajo para escribir paso más tiempo en casa, pero en realidad no se lo dedico a los niños. Me encierro en el estudio y escribo todo lo que puedo, que según mi editor no es suficiente. Para ella, el hecho de que escriba, es otra de mis excentricidades. Así que los niños se han acostumbrado a vivir sin ella. Los niños y yo. Quizá por eso nuestra historia ha sido de esas sólidas. Somos la envidia de nuestro círculo de amigos. Nunca discutís, nos dicen. Claro, no pasamos mucho tiempo juntos, no hay oportunidad, pienso. Pero me limito a sonreír. Se podría decir que vivimos dos vidas bajo un mismo techo, y si no estuvieran los niños, las estaríamos viviendo por separado desde hace años. De vez en cuando tenemos sexo del bueno, pero muy de vez en cuando.

Mis primeros escritos eran relatos inclasificables, según decía mi editor, que me animó a escribir una primera novela tras leer algunos de mis textos en una revista cultural que había fundado con unos amigos (otra excentricidad, según Marta). Creo que deberías escribir algo más serio, si lo haces, lo moveré por Barcelona a ver qué pasa. Yo hice mi parte, él la suya, y aquí estoy. No es que tenga un gran éxito, ni muchos lectores, pero encajo en el catálogo de la editorial. Para mí fue una liberación comenzar a escribir. De hecho fue la mejor terapia que encontré. Después de haber intentado acabar con la ira de diferentes maneras, psicólogo por supuesto incluido, resultó que la escritura, algo que siempre había estado ahí, era lo más efectivo para salir de la apatía y la rabia que me habían perseguido desde que abandoné Valencia.

Valencia… Dos días antes me ahogaba nada más poner un pie en la estación. Cuántas vidas somos capaces de esquivar, cuántas decisiones nos conducen a la realidad que tenemos. Lo fácil hubiera sido descolgar el teléfono y llamar a Paula… pero desde hacía años sabía que no podíamos estar en la misma ciudad sin que sucediera lo inevitable y yo había conseguido desengancharme de ella con mucho esfuerzo. No podía permitirme una recaída. Nunca pudimos compartir nada más que una cama a deshoras porque nuestras vidas circulaban en paralelo y, con el tiempo y muchas dosis de frustración, decidí que no quería engañar más a Marta, arrasar mi historia con ella solo porque había una persona de la que no era capaz de despegarme, pero con la que no podía construir nada, porque siempre habíamos caminado por senderos que no llegaban a cruzarse.

No podíamos estar en la misma ciudad sin estar juntos… Por eso me fui. Por eso se marchó. En ningún caso fue una decisión fácil, pero cuando Marta comentó que había una empresa interesada por ella en Barcelona y eso podía suponer un salto en su carrera, no lo pensé. ¿Estás seguro?, preguntó extrañada cuando la animé a acudir a la primera entrevista. Nos acabábamos de comprar una casa, solo tres meses antes me habían ascendido a director creativo. Paula estaba más lejos que nunca de mí y esa distancia emocional me tenía machacado. Empezar de cero podía ser incómodo, incluso algo suicida, pero no encontré una opción mejor para alejarme de ella.

Volví a mi asiento. Sabía que no podría corregir una sola palabra, pero tener la pantalla delante me daba cierta tranquilidad. Me ayudaba a mantenerme firme. Firme, algo que no podía hacer cuando Paula estaba cerca. La conocí en el trabajo. Yo llevaba varios años en la agencia cuando la contrataron. Es brillante, dijo mi jefe, te gustará. Y claro que me gustó. Venía de una multinacional y traía un montón de nuevas ideas para el negocio, ideas que nos subieron a otro nivel en pocos años. Yo la vi desde el principio, supe que me enamoraría de ella la primera vez que hablamos a solas. Se había casado hacía unos meses, con su novio de toda la vida, dijo, pero la conexión fue evidente desde el inicio. Compartíamos proyectos, nos repartíamos las tareas para ser más eficientes, formábamos un buen equipo. En pocos meses, las reuniones se alargaron e incluso acababan en una cervecería cercana a la oficina. Ella nunca hablaba de su marido, yo tampoco lo hacía. Supongo que nos enamoramos como lo hace cualquiera, nada especial, no fue una gran historia, solo dos compañeros de trabajo, muchas horas juntos, solo una historia más llena de clichés. Solo la historia más importante de mi vida.

Los pasajeros comenzaron a ponerse nerviosos ante la inmovilidad del tren. El revisor entró en el vagón en dirección a la cafetería. Una mujer lo abordó cuando pasaba por mi lado.

  • ¿Sabe usted cuánto vamos a estar aquí?
  • Es probable que tengamos que retroceder. La estación de Vinaroz está inundada, el tren no puede pasar.- Anunció el empleado de Renfe como quien anuncia la próxima parada.
  • ¿Y cómo llegaremos a Barcelona?
  • No lo sé, señora, es probable que nos recojan en autobuses, pero no le puedo decir cuánto tardarán.

El tren continuaba detenido mientras los pasajeros entraban y salían, no solo del vagón, sino también del convoy. Fumaban junto a la puerta aprovechando que no llovía. El cielo estaba tan gris que casi era de noche, a pesar de no ser más de las seis de la tarde. Volví a la pantalla. Corregir es más difícil que escribir, corregir es escribir, lo otro puede hacerlo cualquiera. Es lo complejo de la creación. No enamorarte de tus textos, ser capaz de pulirlos sin apegos, colocar las palabras correctas, desechar párrafos enteros simplemente porque no acaban de funcionar, porque se han colado en la novela equivocada. Es como la vida. Creas tu camino, y en él aparecen situaciones, personas que son increíbles pero que no tienen cabida en ese momento, en esa vida. No puedes enamorarte de lo que escribes, porque la renuncia es la parte fundamental de este trabajo.

Eso fui yo para Paula. Un párrafo del que se enamoró pero tenía que eliminar, fui más que un párrafo, una historia que se colaba en diferentes capítulos de su vida, pero que acabó por rechazar. Lo intenté. Le dije que lo haríamos a su manera, pero ella no quiso. Siguió con su marido y se alejó de mí. Entonces me rompió el corazón. Y luego yo se lo rompí a ella, y nos dedicamos a hacernos daño durante años, más de los necesarios, por pura terquedad. Por no ser capaces de renunciar del todo, de darle a la tecla de borrar una vez seleccionado el texto.

También rompimos el corazón de Marta. Siempre supo que hubo alguien antes que ella más importante. Y el de Javier, su marido, que terminó siendo abandonado por Paula sin ninguna explicación y demasiado tarde para nosotros. Se acercó un día a mi mesa un tiempo después de alejarnos, cuando ya había conocido a Marta. Me dijo muy seria que teníamos que hablar. Fuimos a la cervecería de siempre. No esperó ni a sentarnos, dijo ya está, lo he dejado. Pero yo no fui capaz de decir lo que ella quería oír. Rompimos todo lo que se nos puso por delante y aún así no fuimos capaces de construir una historia con la que crecer juntos. No pudimos hacerlo y acabamos por rompernos a nosotros mismos.

Marta siempre lo supo. Una noche, después de salir con unos amigos y con unas copas de más, llegamos a casa y nos metimos en la cama. Yo estaba muy excitado, pero también un poco ausente. Mientras hacíamos el amor Marta empezó a llorar sin dejar de moverse. ¿Qué te pasa?, acerté a preguntar, pero ella seguía besándome, moviendo todo su cuerpo, produciéndome un placer al que no podía renunciar por muchas lágrimas que cayeran sobre mí. Acabé desfallecido y ella se tumbó dándome la espalda. Le hablé apoyando mi barbilla en su hombro. ¿No me vas a decir qué te ha pasado?, pregunté. Ella se giró muy despacio, se incorporó para salir de la cama y una vez de pie dijo: ojalá algún día me quieras como a ella. Fue la primera y única vez que la mencionó sin hacerlo.

Nunca la he querido como a Paula. Nunca he querido a nadie como a Paula. No creo sepa hacerlo, no creo que pueda hacerlo, ni siquiera sé si alguna vez he querido intentarlo.

— — —

No quería coger el tren. No me apetecía volver con las previsiones meteorológicas que llevaban toda la semana anunciando. Tenía miedo de la dichosa gota fría que había paralizado trenes y cortado carreteras. Pero Víctor había insistido: Iván cumple 50, le vamos a dar una sorpresa. Paula no puedes faltar, hace siglos que no te vemos. Así que no me vi capaz de poner ninguna excusa y accedí a quedarme en su casa dos días. El reencuentro con los amigos había sido divertido y terapéutico. Ahora tocaba volver y había decidido aprovechar la vuelta en tren para leer.

La había encontrado solo unas semanas antes en una librería al lado de mi casa. Había seguido la trayectoria de Alberto desde el principio, como lo había seguido a él desde que lo conocí. No era alguien de quien pudiera deshacerme y buscaba en sus textos lo mismo que siempre había buscado en cualquier cosa que hacía, su amor.

El tren se detuvo. Seguí leyendo. La gente parecía inquieta. Yo prefería no pensar en el mal tiempo. Miré por la ventanilla. Ni rastro de edificios, estación, apeadero o algo que me indicara dónde podríamos estar. Tampoco llovía, aunque el cielo estaba tan gris que casi parecía de noche a pesar de ser media tarde. Volví al libro. No había podido resistirme a comprarlo cuando vi su nombre impreso en la portada. Habían pasado tantos años… Aún así lo tuve más de dos semanas por casa, sin atreverme a abrirlo, ¿reconocería algo de mí en aquella novela?

Sus primeros textos me llenaron de frustración. No había nada, ni una frase entre líneas que hablara de algo nuestro. Ni siquiera una de esas expresiones secretas que tienen todos los amantes, esas frases que solo entienden quienes se aman y que crean una complicidad en la que no cabe nadie más. Nosotros, a lo largo de los años, habíamos acumulado muchas, pero en sus libros no aparecían. Durante un tiempo fui capaz de no pensar en él, seguramente por despecho, convencida de que no me había querido en realidad, pero siempre volvía a mí de un modo u otro, siempre estaba presente aunque hiciera años de aquella otra vida en la que estuvimos tan cerca.

Y ahora me encontraba en un tren con su última novela entre las manos. La había reservado para la vuelta, la había escondido en el fondo de la mochila para que no la viera Víctor si me la dejaba abierta en cualquier parte. Y sí, por fin Alberto había encontrado el modo de escribir sobre mí. Aquí estaba todo. No exactamente como sucedió, pero entre líneas, en los diálogos, los personajes perdidos, el absurdo adiós, y luego los años de distancia, donde cada uno había vivido en otras vidas. Ahí estaba, y la sensación de deslizarme por nuestra historia a través de sus palabras me estaba encogiendo el corazón.

Nos han informado de un problema en las vías un poco más adelante. Vamos a parar unos minutos hasta que nos confirmen qué debemos hacer. Por favor, sean pacientes.

Lo que temía. El tren se había detenido hacía poco y así continuaba, en pausa, como yo.

Me preguntaba qué habría pensado Marta al leerlo. Estaba convencida de que, de un modo u otro, ella sabía de mi existencia, como Javier intuyó la de Alberto. Pero no había manera de saberlo con certeza y Marta, para mí, representaba la resistencia. Alguien capaz de no abandonar, de mantenerse firme y proteger lo que era suyo, su familia. Yo no supe hacerlo. No le di a Javier, mejor dicho, no nos di a nosotros la oportunidad de formar una. Una mañana me desperté sintiendo que me ahogaba, que ya no podía estar más tiempo en aquella casa, en aquella vida, en la que no quería vivir desde que conocí a Alberto. No era la primera vez que lo sentía, pero aquella mañana, al salir de la ducha, mientras me vestía frente al armario para ir a trabajar, abrí una maleta, metí todo lo que pude dentro, y me fui.

Algunos pasajeros empezaban a inquietarse. Aproveché que mi vecino de asiento se levantó para hacerlo yo también. Necesitaba estirar las piernas y tomar algo antes de reanudar la marcha. Tuve que recorrer cuatro vagones hasta llegar al vagón-cafetería. No había muchos asientos libres. Qué inconscientes somos, qué necesidad tendremos de viajar con este tiempo, pensé. La luz en la cafetería era más brillante que en el resto de vagones.

Oí a algunos pasajeros hablando con el revisor. Decía que estaban esperando indicaciones, pero si la cosa se ponía fea, si alguna estación se inundaba y quedaba inutilizada, habría que hacer una parte del trayecto en autobuses. Lo que faltaba. Solo quería volver a casa, encerrarme, acabar el libro de Alberto y esperar que, gracias a su lectura, fuera capaz de pasar página.

Imaginaba muchas veces cómo sería nuestro reencuentro. En cualquier calle al girar una esquina, en un festival de publicidad de los muchos a los que acudía, incluso en la cafetería de un tren. Me imaginaba entrando y viéndolo, sin que él se hubiera dado cuenta de que yo estaba allí. Me imaginaba colocándome a su espalda, levantando los talones para igualar mi estatura a la suya, y tapándole los ojos. Me reconocería por la colonia, como siempre hacía, y pondría sus manos sobre las mías, haciéndome sentir su calor.

Si volviera a estar frente a él se produciría un estallido, un cortocircuito en mi cabeza, quizá también en la suya. No podría enfrentarme al dolor de nuevo. Me dejó, desapareció de pronto, me abandonó cuando, después de tantos años, podría haber sido, cuando yo dejé a Javier. Me quedé muerta, hundida. La herida se retorció dentro de mí. Durante muchos meses no supe nada, solo que se había ido a vivir a Barcelona con Marta. No tenía sentido. Habíamos esperado tanto… No podía preguntar a nadie. Hasta que descubrí que Marta estaba embarazada, y que él trabajaba en una nueva agencia.

Y aún así le seguí cuando dos años después recibí una oferta de una agencia de Barcelona. Hablé con algunos amigos de allí. Uno de ellos me contó que de vez en cuando quedaba con Alberto, que había empezado a escribir. Después de unos meses en la ciudad, temiéndome un encuentro estúpido por la calle, decidí ponerme en contacto con él.

Comimos juntos, parecía contento de verdad. Nos pusimos a hablar como si nada, como si no hubiera pasado el tiempo, como si no nos hubiéramos roto el corazón el uno al otro. Habló de una revista cultural que acababa de fundar, del trabajo, de su hijo, pero ni rastro de Marta. Solo la misma complicidad de siempre, los mismos gestos, nuestras frases hechas. Todo estaba ahí, intacto.

Después de comer comenzamos a andar sin rumbo. Recordábamos anécdotas de nuestra vida juntos. Era viernes y no teníamos que volver al trabajo. Estábamos a un paso de mi casa. Le invité a subir. Dudó pero me siguió cuando abrí el portal. Nos besamos en el ascensor y acerté con la llave sin despegarme de él. Nos desnudamos de camino a la habitación y todo volvió a ser como siempre.

Durante varios meses mi vida se resumía a encuentros clandestinos a mediodía, aprovechando la pausa de la comida, tardes al salir de trabajar, noches en las que Marta estaba de viaje y Alberto convencía a Mihaela para que se quedara hasta las tantas. Incluso fuimos un fin de semana juntos a San Sebastián. Pero yo quería más.

  • Tengo que hablar contigo-, dijo rompiendo el silencio de vuelta a Barcelona.
  • Yo también quiero decirte algo, sobre nosotros.

Me miró durante unos segundos. Yo esperaba a que comenzara a hablar, pero él insistió: tú primero.

Y empecé. Le dije cuánto le quería, que lo había hecho siempre, que nunca podría querer a nadie que no fuera él. No tenía miedo a empezar de cero, quería construir algo por fin. Le dije que haría lo que fuera para adaptarme a su vida, al cuidado de su hijo, a cualquier cosa que necesitara de mí. Me miraba fijamente, en silencio, con amor. Pero no respondió como esperaba. Al principio ni siquiera respondió. Pasaron varios minutos en los que estuvimos callados. Entonces ya supe que ese era el final. Luego quiso explicarme, pero yo ya no podía escuchar. Iba a ser padre de nuevo. Nuestros caminos seguían en paralelo y eso le producía una tristeza infinita. ¿Tristeza? Me sentí ridícula. En los meses siguientes, sobreviví como pude.

Después de volver a Valencia hice varias mudanzas. No encontraba mi sitio en ninguno de los pisos por los que pasé. Algo dentro de mí estaba roto y sabía que no lo podría reparar nunca. Un tiempo después alguien me dijo que Alberto había escrito una novela. La compré por Amazon, no quería que nadie me viera entrando en una librería y comprando su novela, qué tontería, como si alguien se preocupara de qué hacía o dejaba de hacer. Me busqué en ella, qué estúpida. No estaba allí. No estaba en su vida. No estaba en ningún sitio.

Y después llegó el accidente. Meses de entrar y salir de hospitales. Fue algo casual, fatal. Un coche se salió de la calzada. Yo esperaba al semáforo en el paso de peatones. Y se me llevó por delante. Mientras volaba tuve tiempo de preguntarme cómo iba a morir, si sentiría mucho dolor o se acabaría de pronto, cuando me golpeara contra el suelo. Sobrevolé dos coches aparcados y caí sobre el tercero, de ahí al suelo. Y luego la oscuridad.

Me rompí las dos piernas y un brazo, golpes múltiples en la cabeza que provocaron diferentes secuelas, perdí tres dientes. Pero sobreviví. Dolores, bajas médicas, rehabilitación. Y con el tiempo conseguí recuperarme lo suficiente para llevar una vida bastante normal. Aún recuerdo su mensaje en el buzón de voz. Se había enterado de mi situación. Repetía lo siento mientras lloraba como un niño, me decía que no se atrevía a venir por si no quería verle, que no podía dejar de pensar en mí, en lo nuestro, en lo mal que lo hizo todo y lo arrepentido que estaba. Nunca le devolví la llamada. Quería que sufriera tanto como yo.

Y ahora, leyendo su novela en el tren, imaginándome un hipotético encuentro en la cafetería, me sentía estúpida de nuevo. Nadie era capaz de provocar aquella corriente eléctrica dentro de mí, la misma del primer día, la misma que acababa de sentir al imaginarlo cerca. Pero seguía paralizada. Aunque estuviera delante sabía que no podría acercarme, que ya no me permitiría volver a sufrir.

Le había querido tanto, no había sido capaz de querer a nadie como a él después, no fui capaz de rehacer mi vida más allá de relaciones esporádicas. Mi equilibrio seguía siendo tan frágil, que por primera vez sentía la necesidad de protegerme, de cuidarme, de evitar que me arrasara de nuevo. Ahora me preguntaba por qué había tenido que comprar aquel libro, por qué no era capaz de dejar de buscar entre sus líneas.

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No podemos continuar el viaje en tren. La estación de Vinaroz se ha inundado. Unos autobuses les llevarán por carretera hasta la estación de Amposta, donde podrán coger el tren hacia Barcelona. Por favor, acudan a la puerta principal de la estación a esperar los autobuses.

Llamé a Marta para decirle lo que había sucedido. No sé a qué hora voy a llegar. Estamos atrapados en un pueblo de Castellón. Marta colgó el teléfono antes de que terminara mi explicación, justo después de decir que no estaría en casa cuando llegara. No me sorprendió. El último libro había marcado el final. Ella leyó toda la historia entre líneas. No me dijo nada. Pero una mañana encontré un ejemplar en la basura. No había querido herirla pero necesitaba sacar la historia de Paula de mí y la única forma era vomitarla en aquellas páginas.

Paula nunca me perdonó que eligiera a Marta, nunca me devolvió la llamada después del accidente. No me atreví a insistir. Sabía que estaba muy mal pero fui incapaz de visitarla. En cambio, una vez que fui a Valencia, la vi. Caminaba por la calle distraída, llevaba puesto un abrigo gris, el pelo recogido en un moño en lo alto de su cabeza. Tenía buen aspecto. La seguí algunas calles. Varias veces estuve a punto de correr para alcanzarla, hasta que se encontró con alguien y los vi alejarse juntos. Siempre me paralizó el miedo, siempre temí que, si nos comprometíamos de verdad, descubriera que no era el tipo que ella creía, que no estaba a su altura. Preferí quedarme con Marta, con quien la vida era sencilla, donde podía caminar por la inercia.

Seguí al resto de pasajeros hasta la puerta principal de la estación. Algunos comentaban que los autobuses estaban llegando, con viajeros que hacía el recorrido inverso y tomarían nuestro tren para llegar a Valencia, mientras nosotros llegábamos a la estación de Amposta y hacíamos lo propio con su tren. También escuché a otro grupo preguntarle a los trabajadores de Renfe si podían volver a Valencia. Temían el estado de la carretera y querían saber si era una opción. En el otro lado, en Tarragona, algunos habían pensado lo mismo, y esperarían nuestra llegada para dar marcha atrás.

Dudé un rato. ¿Para qué volver a casa, en medio de aquella tormenta, si no me esperaba nadie? Pero, si volvía a Valencia, ¿sería capaz de ir a ver a Paula?

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Nos habían dado la opción de seguir adelante en autobús o volver al origen y coger otro tren al día siguiente si habían podido arreglar los desperfectos en Vinaroz. No dudé en mi vuelta. Mejor alejarme cuanto antes de Barcelona para no caer en la tentación de ir en busca de Alberto. Miraba el libro y me decía que quizá esta era la última oportunidad. Pero luego recordaba todo el dolor y sabía que esto no iba de oportunidades sino de voluntad. Habíamos podido estar juntos, de hecho lo estuvimos, y no salió bien. No apostamos por nosotros, al menos no al mismo tiempo. Lo mejor era volver a casa y seguir hacia adelante, como había hecho siempre.

La estación era pequeña. Los viajeros esperaban en la puerta la llegada de los autobuses. Te vi nada más bajar. No podía creerlo.

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Los autobuses hacia Tarragona saldrán en 20 minutos. El tren a Valencia está situado en el andén 2. Saldrá en 15 minutos.

— — —

Te vi bajar del autobús. No había rastro de secuelas de aquel accidente, parecías la misma. Otro viajero te ayudaba con la mochila mientras descendías del todo. Le diste las gracias mientras escuchabas las indicaciones para seguir.

Entonces me viste. No viniste hacia mí. Yo tampoco me acerqué. Nos quedamos mirándonos, calculando las posibilidades de nuevo. Buscando una señal que nos dijera cuál era el paso correcto. Quizá estuvimos así unos minutos, paralizados, intactos, mientras el resto de viajeros se organizaba.

— — —

Me parecía tan irreal encontrarme contigo en medio de la nada que no podía moverme. Solo mirarte desde la distancia, sostener tu mirada, controlar el temblor de mis piernas. Hasta que empezaste a caminar hacia mí y el corazón comenzó a palpitar con fuerza.

Nos abrazamos sin decir hola. Nos dejamos caer el uno sobre el otro volviendo a una intimidad antigua, familiar, cálida. Cuando al fin nos separamos solo acerté a decirte que estaba leyendo tu libro.

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Es tu libro, te dije. Te lo debía, necesitaba escribírtelo. Me alegro de que lo hayas encontrado. Y nos volvimos a abrazar. Un minuto, quizá dos. Podrías venir conmigo a Barcelona, te susurré sin separarme de tus brazos, o puedo volver contigo a Valencia. No dijiste nada.

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Vuelve a casa, dije al fin.

Los dos sabíamos el final. Se repetía una y otra vez. En los libros y fuera de ellos. Te abracé por última vez y me marché.

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