La mordida del lobo

Jaime Quero
Lumbrera
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8 min readMay 25, 2020

Cuando transcurrió la primera hora, pensó que solo se había desviado un poco. Cuando vio el sol en lo más alto, comenzó a alarmarse; ahora que el sol se ha puesto, maldijo su suerte. “¿Cómo se complicaron tanto las cosas?”, se preguntó, avanzando con dificultad entre árboles y nieve.

Su padre era el guardabosques de aquellas tierras, siempre en las mañanas les mandaba: “Vayan, busquen a cualquiera que se haya perdido en el bosque y háganlo venir hasta aquí, dónde hay fuego y comida; quizá su alma encuentre alivio y pueda continuar su camino”. Común era en aquel lugar que la gente terminase extraviada y muriendo de frío, hambre o devorado por alguna bestia. Su padre entró a casa, mas olvidando algo, volvió y añadió: “Aprovechad para buscar leña, que el invierno arrecia y el fuego está encendido en la noche y también en el día”.

Así, pues, al asomarse el sol, partieron él y sus diez hermanos. Su padre, tiempo atrás, cuando era joven y los años no pesaban, recorrió el bosque y trazó el camino que ellos seguían hasta hoy. El camino inicialmente fue marcado por señales y consejos en los árboles, pero estos eran perecederos y con el tiempo se borraban o el árbol debía ser derribado para ser echado al fuego, y, aunque todavía eran usados para indicar el camino, la mayoría de las marcas fueron dejadas en roca. En algunos tramos, el camino que debían seguir era sinuoso y despejado, en otros solo era un sendero tosco y difícil de atravesar. En ocasiones perdían el camino y debían buscar muy bien una señal que les revelase por dónde ir. A su vez, ellos servían como guía para el resto de las personas que atravesaban el bosque, sin embargo, no todas las personas vislumbraban siempre el camino y terminaban perdiéndose.

La búsqueda comenzó y, a medida que los perdidos eran encontrados, cada hermano volvía a casa llevando la buena noticia al padre y a un necesitado invitado. Ya solo quedaron tres hermanos. Él y de sus dos hermanos restantes, se encargaron de buscar la leña con la diligencia que, la fría brisa y la nieve que caía, les permitía. Sin embargo, mientras sus hermanos amontonaban la leña en el trineo, él desvió su atención al hielo que crecía en unas piedras a los lindes del camino. El hielo parecía cristal que, cuando era alcanzado por los débiles rayos del sol que se colaban entre los árboles, irradiaba un amplio espectro de colores hermosos. Se acercó para mirar más cerca y quedó envuelto en aquella maravilla de la naturaleza. No sabría si pasaron minutos u horas, pero al salir de su ensimismamiento, quiso volver con sus hermanos, pero ellos ya no estaban.

Intentó buscar el camino, pero no lo recordaba, todo era exactamente igual en ese helado bosque, cada árbol, cada piedra, cada metro de aquel suelo estaba lleno de nieve. “La nieve”, dijo, intentando volver sobre sus huellas, mas una nueva capa de nieve cubría el rastro. No lo había notado hasta entonces: nevaba mucho más. La temperatura disminuía y pronto su abrigo no le serviría de mucho. Temió. Comenzó a buscar tratando de mantener la calma, pero cuando la noche había caído, sucumbió ante el pánico. Se había perdido.

Y aquí estaba, perdido en pleno bosque, la oscuridad era total y avanzaba tiritando entre la nieve y el gélido viento. Si pasaba la noche en la intemperie, quizá mañana sería carne congelada, y, con suerte, unos días después crecería sobre su cuerpo ese bonito hielo parecido al cristal.

“Un rescatista que necesita rescate, por lo menos a los ojos de padre le resultará curioso, cuánto menos”, pensó.

De no ser por la luz tenue de la luna, habría perdido la esperanza ante las tinieblas que se ceñían a él. Con frío, hambre y entumecido por completo, avanzaba a pasos lentos y erráticos. Antes de darse por vencido, casi aceptando su ineludible final, vio una cueva que se abría grande ante sus ojos, oscura, espectral, pero que le ofrecía una promesa de calor, refugio y seguridad a diferencia del mundo frío y cruel que lo abordaba con cada paso que daba. Se internó en la cueva con sigilo. “Quizá esté vacía”, pensó, tratando de no imaginar la posibilidad de que alguna bestia la habitase. Su mente no le ayudaba mucho, se persuadió así mismo de cambiar el rumbo de sus pensamientos, pues, había cosas que era mejor no pensar, y mucho menos de noche. Comenzó a pensar en su hogar, en el fuego cálido que arde siempre, en la cama tibia que cada noche lo espera, en sus hermanos que siempre traen alegría a sus días. Pensó en su padre y las lágrimas empezaron a precipitarse por su rostro. Al cabo de un rato se sintió mejor y se quedó dormido.

Un gruñido leve, gutural, lo despertó despacio. Su corazón se detuvo por un momento y comenzó a latir con más fuerza, al abrir los ojos y ver la figura de un enorme lobo frente a él. Ahora que había salido del abotargamiento del sueño, los gruñidos se escuchaban con más fuerza, y, sin duda, más amenazantes. Sintió como el miedo lo atenazaba hasta el punto de casi orinarse encima, tras observar el brillo asesino de los ojos del animal. El blanco pelaje y los hermosos ojos azules del lobo lo habían maravillado, pensó en lo belleza del animal, pero luego miró sus dientes y nuevamente volvió a la realidad: estaba en peligro. Trató de retroceder, pero se sentía congelado, apenas si podía moverse, el frío y el miedo le tenían paralizado. Lentamente logró moverse, extendió una mano temblorosa hacia adelante y comenzó a susurrarle al animal en un vano intento por calmarlo. Con la otra mano, tanteaba el suelo buscando algo con qué defenderse. A medida que él retrocedía, el lobo avanzaba en pos de él. Cuando a punto estuvo de salir de la cueva, en la distancia, escuchó que alguien gritaba su nombre. “¿Padre?”, se preguntó para sí. “No, padre no ha salido de casa desde hace mucho, ha de ser uno de mis hermanos”. Entonces la leve llama de la esperanza, le calentó un poco el cuerpo y se movió con más rapidez y vitalidad. Ya había salido de la cueva, el sol brillaba y había dejado de nevar y soplar. Escuchó más cerca el llamado y no puedo evitar voltear para mirar si el dueño de aquella voz tan familiar estaba a su espalda. En el momento que quitó la mirada del animal, este encajó sus dientes en la mano que tenía extendida. Apenas sintió dolor, sin embargo, el aliento del lobo era cálido, la sangre cuando comenzó a brotar también lo era, después de un día y una noche enteros expuesto al frío, ese poco de calor, le hizo sentir reconfortado, le hizo sentir alivio. No luchó, y entró en un placentero trance. Sin embargo, mientras le volvía la sensibilidad a su lacerada mano, sintió el dolor y, de súbito salió de su ensimismamiento. Con la mano libre tanteó el suelo, mientras sentía que las fauces del lobo se cerraban con más fuerza y la lengua del lobo rozaba su mano, lamiendo la sangre que ahora fluía por montones. Al fin, consiguió una roca, la cual uso para estrellar en la cabeza del lobo con toda la fuerza que puedo reunir. Por fortuna, fue suficiente para que su mano fuera liberada. Con un chillido lastimero, el animal retrocedió. Él trató de alejarse del lobo, no obstante, las fuerzas que tenía, no bastaban para hacerlo. Y, cuando el arremetió nuevamente, lanzó la roca débilmente, golpeando el hocico de la bestia, sin la suficiente fuerza para hacerlo retroceder. Estaba ahora, a merced del animal. “Ojalá sea rápido”, pensó.

Cuando el lobo estaba por cerrar sus fauces en la garganta del hombre, un pie enorme golpeó al animal con tal fuerza, que lo arrojó uno o dos metros más allá. El lobo chilló de manera estridente, cayó y se levantó con dificultad. Se irguió y miró al hombre que acaba de llegar blandiendo un hacha para proteger al otro hombre que estaba a punto de matar. Decidió regresar a la cueva, sin apartar la mirada de ellos.

“¿Padre?”, preguntó sintiéndose a punto de desmayar. “Hijo mío, te he hallado”, dijo su padre. Luego, el chico perdió el conocimiento.

Cuando recobró el conocimiento, era otra vez de noche, ardía un fuego que iluminaba todo en derredor con un resplandor naranja. Se sentía con vigor y con vitalidad, recordó lo que había sucedido y se miró la mano: estaba vendada. “Apenas te desmayaste te curé la mano y la vendé para detener la sangre”, dijo su padre, que hasta ese momento se dio cuenta que estaba sentado a su lado. “Padre, has salido de casa, pero tus fuerzas ya no son como antaño, te has expuesto”, su padre sonrió y dijo: “Cuando tus hermanos llegaron asustados, con las noticias de tu perdida, la angustia dio fuerza a mis huesos e intranquilizó mi corazón. Cuando te hallé, la angustia pasó y dio lugar a la alegría, fue esta la que me brindó tranquilidad y mucha más fuerza a mi alma para llevarte de regreso a casa”. El hijo comenzó a llorar, su padre lo acogió entre sus brazos. “Pensé que jamás volvería a verte”, dijo el hijo, el padre respondió: “Yo siempre supe que te hallaría”. El hijo miró alrededor y preguntó “¿cómo has logrado encender este fuego en un lugar semejante?”. “Mi aceite podría encender un fuego en medio de una ventisca, y prender en llamas un bloque de hielo; solo hace falta una pequeña chispa”. Así conversaron buena parte de la noche, y el hijo se quedó dormido. Antes de rayar el alba, entreabrió los ojos, ya estaba despertando. A unos metros distancia, vio dos leves puntos rojos. Se incorporó. Su padre le dijo que se tranquilizara, que el lobo se mantenía a raya por el fuego y la vigilancia que él había puesto. Le dijo que los había seguido, y ahora los acechaba agazapado entre las sombras, esperando el momento para volver a saborear su sangre. Le dijo que no habría de qué preocuparse, porque él lo había cuidado toda esa noche. Cuando salió el sol, partieron a casa.

Cuando llegaron hubo fiesta, sus hermanos se llenaron de felicidad dando gritos, corrieron a abrazarlo. Le besaron y le sirvieron un gran tazón de sopa caliente, él les contó lo sucedido, ellos también le contaron lo que vivieron en esos momentos de angustia; así pasaron el día y la noche, la alegría dio paso al agotamiento y el agotamiento al sueño. Los días pasaron, de vez en cuando se levantaba en las noches, a veces por un mal sueño, a veces para tomar agua. En esos momentos se asomaba por la ventana y podía distinguir dos diminutos puntos rojos que se posaban en él desde el bosque, haciéndole sentir en su mano un cosquilleo y el fantasma de un efímero placer. El tiempo pasó y aquel episodio quedó atrás, a veces, cuando salía de caza o a buscar leña, o a rescatar personas, se detenía y pensaba en el lobo. Afortunado se sentía porque había sido rescatado por su padre y tenía un hogar cálido y lleno de amor, sin embargo, cuando quedaba solo, pensaba en la mordida del lobo.

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