¡No hay patria sin virtud, ni virtud con impiedad!
Por: Wendy Pérez Bereijo
Foto: Wendy Pérez Bereijo
¿Es posible una patria virtuosa sin mujeres y hombres virtuosos? ¿Qué significa ser virtuoso? ¿Es la virtud una cualidad que responda al principio de propiedad?
Antes de intentar dar respuesta a estas interrogantes, es preciso aportar claridad sobre qué es la virtud en su sentido más primario. Es curioso que, cuando se piensa en virtud, lo primero que nos interpela es su relación con el valor (como cualidad positiva que el sujeto manifiesta en su actuar). Se juzga como virtud una acción en la que se identifica algún valor. Ahora bien, para que exista valor tiene que estar presente la consciencia moral del sujeto que percibe; no podemos atribuirles valor de acciones en las que no identifiquemos un bien.
En esta primera relación acción-valor-virtud, encontramos que la virtud no es una cualidad permanente intrínseca a la persona, sino que se manifiesta en la acción; por consiguiente, una persona se juega siempre en sus actos la posibilidad de ser virtuosa o no. Podemos encontrar aquí respuesta a una de nuestras interrogantes. La virtud no responde al principio de propiedad; no es posible poseer esta condición, que se muestra solo en las acciones y se debe conquistar continuamente.
Según Aristóteles, la virtud es el hábito de hacer el bien. La persona virtuosa será la que haga del bien una práctica cotidiana. No podemos idealizar como personaje virtuoso a alguien que protagonice heroicas hazañas, porque ese triunfalismo mítico no es algo que se encuentre como una constante en la vida de nadie; más bien, debemos desmitificar la virtud del héroe y llevarla a su justa medida. Ha de aspirarse vivir la virtud en las acciones cotidianas, porque solo en la sistematicidad se puede crear el hábito.
De lo dicho, sacamos en claro dos de nuestras interrogantes iniciales: se vive en y por la virtud, y la persona virtuosa es quien hace del bien una práctica ordinaria. Pero aún se nos quedan dos cuestiones en el aire: la de la patria virtuosa y la necesidad de un correlato de esta condición en sus ciudadanos. Si antes mencionamos que la virtud se expresa en la triada acción-valor-virtud, por analogía debemos entender que la virtud de una patria se exprese en su acción. Lo que sucede con esto es que nos adentramos en el plano de la abstracción, porque la patria no es un ente material que se pueda ver y vivenciar del mismo modo que a una persona. Para identificar la acción de una abstracción se hace necesario sustancializar eso que abstraemos. Si la patria es capaz de actuar, tiene que haber un conjunto de personas concretas y vivenciables que realicen la acción de esa patria. De ahí que no podamos hablar nunca de una patria virtuosa, sin mujeres y hombres virtuosos.
Pero ¿cómo traducir en acciones concretas y cotidianas esa ciudadanía virtuosa?
Han pasado un par de días del aniversario doscientos treinta tres del nacimiento del Padre Félix Varela, y unas dos centurias de que él se cuestionara el «deber ser» de su patria. Hoy sentimos como un imperativo punzante hablar de la patria que queremos.
Un fenómeno que ilustra en toda su plasticidad la vigencia de esta problemática, es la disputa entre los que reivindican «Patria y vida» y los que permanecen fieles a «Patria o Muerte». Ambos grupos tienen algo en común: le confieren a la patria un valor jerárquico de primer orden. Por un lado, los que quieren una patria que genere y promueva la vida, y otros que, por defender su soberanía, están dispuestos a darla. No es mi intención en estas cortas líneas juzgar la coherencia ni las intenciones de ninguna de estas posiciones que se identifican explícitamente como opuestas. Empero, sí me gustaría llamar la atención sobre lo que no se puede encontrar en oposición y es el carácter vinculante que les exige una patria virtuosa para que exista vida y se esté dispuesto a morir.
En este punto, alguien nos podría decir: «pero es que en ambos lados todos se pueden llegar a sentir como los creadores y defensores de esa patria virtuosa y, precisamente, en defensa de esa virtud es que se identifican como contrarios». Lo que sucede es que, si pensamos en el bien moral como máxima de la virtud, no podemos seguir sosteniendo que es algo sujeto a la discrecionalidad de la subjetividad humana. El buen actuar tiene que tener unos principios rectores que guíen y modelen la conducta. No es interés de este texto entrar en el dilema de la génesis de la moral: si es un fenómeno ontológico o producto de una contingencia social. La moral, independientemente de su origen, es una realidad vivenciable por toda persona, ya sea cuando es experimentada como contraria a un deseo o cuando le exigimos a alguien un comportamiento adecuado.
Pero, en el caso de los principios rectores de la moral, muchas veces pueden quedar ensombrecidos por los deseos de alcanzar determinado bien. Lo que sucede con la máxima maquiavélica de «el fin justifica los medios» es que no hay en ella forma de salvar la virtud. Si los actos que acometemos para conseguir un fin bueno no son buenos, la persona no puede ser virtuosa. En la virtud vareliana, el bien del fin se empieza a conquistar desde las acciones que me acercan a él. No existe un bien impoluto esperando ser rescatado, que no quede oscurecido cuando para alcanzarlo obramos sin virtud.
Para el Padre Varela, la impiedad es la negación de la virtud. El impío es la persona que no hace de la virtud un hábito. Son los que viven cegados por la bondad de su fin y se sumergen en la oscuridad de acciones indignas. Una de las características de estos impíos era su falso fervor patriótico, que escondía las intenciones oportunistas y el egoísmo que permanece ciego de tanto autocontemplarse.
Hoy, todas y todos los cubanos debemos pararnos a pensar en qué queremos ser y, una vez que tengamos esa imagen, debemos dedicar otra pausa a pensar cómo se puede ser sin caer en la autocontemplación, que nos va cegando la mirada hacia el otro.
Cuando dediquemos más tiempo en pensar en cómo señalar las faltas que en pedir perdón ante nuestros errores, estaremos siendo impíos. Cuando nos regocijemos en la violencia y su falso barniz de legitimidad, estaremos siendo impíos. Cuando deseemos dejar en brazos de otros el peso de la propia identidad y de la autodeterminación, estaremos siendo impíos. Cuando traicionemos nuestras raíces y olvidemos la historia de nuestro pensamiento, estaremos siendo impíos. Cuando no seamos críticos con los dirigentes y permitamos que la burocracia maltrate y extorsione a la población, estaremos siendo impíos. Cuando no sepamos educar al gobierno en la responsabilidad de sus medidas y sigamos siendo el escenario de ensayo-error-enmienda, seguiremos siendo impíos. Cuando el agotamiento de las crisis nos impida ser justos cuando se hace algo bien, estaremos siendo impíos.
Dejemos fuera de nuestra patria triste y herida la impiedad. Seamos mujeres y hombres virtuosos, para poder vivir con la patria y estar dispuestos a morir en su ausencia.