«¿Qué hicieron?» no; ¿qué hago yo? Una historia de acoso sexual

Yassel A. Padrón Kunakbaeva
Luz Nocturna
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7 min readDec 10, 2021

Por: Rubén Padrón Garriga

Foto: Wendy Pérez Bereijo

Confieso que tengo algunas contradicciones con la narrativa alrededor del MeToo; pedir el apoyo incondicional ante una presunta víctima o declarar a priori culpable a un presunto victimario me parece algo que, si se toma a la ligera, puede poner en riesgo la justicia.

¿Acaso el presunto agresor no tiene derecho a que se presuma su inocencia hasta que se demuestre lo contrario? ¿Debería creerle a alguien que no conozco solo porque se presenta como víctima? ¿Son los medios de comunicación y las redes sociales los que deben juzgar los casos de violencia? ¿O son los tribunales? ¿Puede el movimiento garantizar que mujeres anónimas abusadas por hombres anónimos — más allá de la farándula — estén más protegidas ante la violencia de género? Son preguntas para las que no tengo respuestas claras.

Lo que sí tengo claro es que, en todas partes del mundo, la justicia en los tribunales no escapa de una cultura patriarcal que invisibiliza muchísimas violencias; y que los medios de comunicación y las redes sociales, como expresión de la sociedad civil, pueden adelantarse en su condena y pulsar por un sistema judicial más efectivo para que las víctimas, en casos tan delicados como el de acoso sexual, puedan sentirse acompañadas y apoyadas, algo imprescindible para que se atrevan a dar testimonio y denunciar.

El reciente caso mediático que involucra al trovador Fernando Becquer como presunto abusador lascivo, ha reavivado la polémica sobre la pertinencia de un movimiento civil de solidaridad con las víctimas de acoso sexual y violencia de género en Cuba. Aquí, sí puedo tomar algún partido sin miedo a ser injusto, pues conozco indirectamente a dos de las mujeres que han dado testimonio público y me parece muy poco probable que ellas sean capaces de mentir con algo tan serio.

Tengo que admitir que mi primera reacción fue preguntarme «¿Qué hacían ahí? ¿Están locas? ¿Cómo vas a ir a casa de un desconocido que además en sus canciones habla constantemente de sexo y masturbación? ¿Por qué no lo denunciaron en su debido momento en los tribunales, en lugar de esperar hasta ahora?»

Sí, yo también soy producto de un sistema mundo patriarcal que prefiere responsabilizar a las víctimas por no autocuidarse lo suficiente, antes que garantizar la no impunidad para los victimarios. El primer paso para mejorar es diagnosticarse y, a pesar de ser un hombre homosexual, tengo rasgos de machismo. Sin embargo, el debate con familiares y amigos me hizo «echar el casete para atrás» y recordar experiencias cercanas al acoso vividas por mí o mis conocidos, y hacerles esas mismas preguntas que hoy les exigía a las presuntas víctimas de Fernando Becquer.

Cuando estaba en secundaria, viví el acoso sexual por un hombre que conocí en un foro virtual de JovenClub: alex17ymedio era su nickname. Yo tenía catorce años y curiosidad por el sexo homosexual. Él me empezó a hablar sobre esos temas y, en un principio, no me pareció desagradable. Sin embargo, cuando me convidó a ir a su casa, puse en una balanza curiosidades y riesgos, y le pedí que me dejara de escribir. Un día, caminando por la calle, veo a un señor que me sigue y me hace señales para que me vaya con él. Me mandé a correr y logré perderlo. Horas más tarde, recibí un mensaje por el mencionado foro: alex17ymedio me había reconocido por la foto de perfil.

El sujeto intentó utilizar todas las tácticas de convencimiento: hablarme «sin compromisos» de cómo era el sexo entre hombres, copiarme pornografía gay — que en aquella época era un bien exótico por la escasa conectividad a internet — , regalarme videojuegos. A todas dije que no; aun así, cada vez que me veía por la calle, intentaba seguirme.

Durante casi un año, alex17ymedio y yo nos topábamos porque vivía cerca de un amigo con el que estudiaba por las tardes. Un día, cuando iba a salir de su casa, me lo encontré afuera esperándome. Del miedo pasé a la rabia, pues no podía vivir huyéndole. Decidí enfrentarlo públicamente. Bajé con la cabeza erguida y empecé a caminar con la mirada amenazante. Él retrocedió y se fue. Cuando llegué a mi casa, le escribí diciéndole que, la próxima vez que me volviera a acosar, iba a enviar capturas de pantalla de nuestras conversaciones a su centro de trabajo — me había dado su correo institucional para que le mandara fotos, cosa que nunca hice, y por ahí pude identificar el lugar.

Muerto el perro se acabó la rabia y, a pesar del miedo pasajero, eso no dejó un trauma en mí. Nunca dije nada a mis padres por temor a que me prohibieran conectarme a intranet, algo que en ese momento constituía mi principal modo de distracción, y, además, porque me reconocía cierta autoculpa por haber aceptado sus primeras conversaciones.

Sin embargo, años más tardes, en una reunión de conocidos, supe de dos que sí fueron a su casa a copiar el preciado porno. Uno terminó manoseado y el otro violado. Con el tiempo le perdí la pista. Las últimas veces que lo vi por las calles, se notaba bastante destruido. No sé si murió, se mudó o se fue del país.

Pero, si hoy alex17ymedio sigue acosando menores, ¿yo debería dar mi testimonio? ¿Debería la policía investigar, no mi caso, que ya prescribió, sino el de muchos otros posibles abusados que hoy pudieran estar en riesgo? Recordé que, en una de sus conversaciones, me dijo que yo le gustaba porque me parecía a su hijo, que tenía más o menos mi edad, y eso además me hizo pensar en ese adolescente y todos los riesgos a los que pudo haber estado sometido.

Por otro lado, durante el preuniversitario en el campo, el acoso de profesores a muchachas adolescentes era algo naturalizado por todos. Algunas accedieron voluntariamente a tener relaciones sexuales con ellos, pues se erigían como hombres mayores, experimentados y atractivos; eso no les quita culpa. Otras lo hicieron presionadas por notas, pases o una ración extra de comida. Usaban su posición de poder y superioridad para quebrarlas y se vanagloriaban de eso; las asumían como de su propiedad y la violencia en algunos casos también llegó a sus novios o pretendientes de la misma edad, pues los entendían como competidores. Recuerdo particularmente el caso de una amiga brillante que siempre sacaba 99 en su asignatura favorita porque el maestro buscaba cualquier detalle para quitarle un punto como castigo por no haber «cedido a sus encantos».

Un hombre de 30 años que presiona a una adolescente de 15 o le ofrece una prebenda para tener sexo con ella es un pedófilo y un acosador. ¿Por cuánto tiempo vimos eso sin tomar partido, e incluso, culpabilizamos a las víctimas por no «darse a respetar»? ¿Puedo juzgar moralmente a una adolescente de quince años por no haber acusado ante tribunales a un profesor en su debido momento, cuando yo tampoco hice nada? Si alguna de mis compañeras hoy se decidiese a denunciar la violencia, ¿yo debería acompañar sus testimonios? ¿Y si alguno de esos maestros hoy sigue acosando a sus alumnas? ¿Esperar en silencio a que haya un juicio — si lo hay — no sería contribuir a que, mientras tanto, haya un acosador suelto?

Para mí, el principal problema ahora no son las víctimas lejanas — que también merecen ser resarcidas — , sino las futuras que no debemos permitir. Por eso, exigir una investigación ante casos de presuntos acosadores sistemáticos no es revolver un pasado podrido; es evitar un futuro temible. Hoy nuestro país vive probablemente el mayor ordenamiento en el tema jurídico y social de las últimas cuatro décadas. Muchos años de pereza legislativa y civil hoy nos están pasando la cuenta.

El fenómeno de la violencia invisibilizada tampoco es exclusivo de Cuba. Varias amigas feministas a las que respeto y admiro han señalado que las mujeres en Cuba hoy no tienen más riesgo que en cualquier país de América Latina. Eso es cierto, como lo son también los últimos avances de la Isla en identificar y asumir un papel proactivo ante la violencia de género. El Código de las Familias es un ejemplo claro. Sin embargo, vivo en Cuba, aquí pago mis impuestos y aquí debo exigir que la justicia llegue para todos por igual, con la mayor celeridad posible, para que nadie se sienta cohibido de ejercer sus derechos y denunciar casos de violencia.

Las leyes por sí solas tampoco resuelven el problema; pero, si bien la ciudadanía no puede tomar justicia por sus manos, sí puede presionar para que las organizaciones con esta función se adapten a nuestros tiempos y les den salida a las múltiples violencias que hemos invisibilizado durante años.

Como el presunto culpable mediático Fernando Becquer, debe haber muchísimos otros que hoy están acosando con total impunidad, porque ni siquiera sus víctimas están claras de que haya habido violencias. Si este caso mediático sirve para que ellas se empoderen o para que, al menos, los acosadores tengan la mitad de miedo que sus acosadas o acosados, pues ya eso es un logro significativo.

Cuando baje la marea de indignación, urge repensar nuestras prácticas y cambiar todo lo que debe ser cambiado a nivel legislativo y civil para que no se silencie a una víctima más. Mientras haya personas siendo violentadas sexualmente y muchas otras preguntándose ¿qué han hecho ellas? en vez de ¿qué hago yo para protegerlas? seguiremos estando muy lejos de la sociedad que debemos ser.

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Yassel A. Padrón Kunakbaeva
Luz Nocturna

Científico, filósofo marxista, activista revolucionario. Un polovina nacido en la Unión Soviética en medio del derrumbe. Cubano de corazón.