El chico del canasto

Mal-Tratados
Mal-Tratados
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5 min readNov 30, 2016

Por Gabriel Ilieff

Sebastián tiene los ojos manchados y vidriosos. La piel tostada y un tanto sudorosa por el sol implacable de la mañana. Camina rápido, pasándose de un brazo a otro el enorme canasto de mimbre lleno de bandejitas de alfajorcitos y bolsas de bizcochos. Saluda con la mirada a las chicas evangélicas, sentadas erguidas bajo la sombra de un árbol, que hablan alegremente junto a su puesto de folletos de preguntas existenciales. Uno de los tantos vendedores haitianos que hay en la avenida 7 se acerca sonriente y lo saluda como si fuera un amigo que no ve hace mucho tiempo. Sebastián pasa por las paradas de colectivos, los que esperan le dicen que no con una sonrisa fugaz. Se acerca a la gente sentada en los bancos de la Plaza San Martin. ¿No me da una ayudita? Es para un hogar… La respuesta viene antes de que termine de hablar: no, gracias. Sebastián detiene a un peatón, le ofrece lo que hay en la canasta. El peatón niega con la cabeza y sigue caminando. Sebastián abre los brazos como si estuviera reclamándole algo, se da vuelta y continúa su trayecto. Sebastián no es su verdadero nombre.

Tiene 21 años y es de Tucumán. Fueron varios los motivos que lo llevaron a consumir desde los 14 años: un padre violento, especialmente con su madre, y un hermano más pequeño, en ese momento de cinco de meses, que estuvo varias semanas en coma, a punto de morir a causa de una infección intestinal. Marihuana, pastillas, alcohol, paco. Una lista de sustancias que casi lo destruye. Fue una psicóloga cristiana la que le recomendó internarse en La Plata. El 12 de diciembre van a hacer cinco meses que entró al Hogar Esperanza de Vida y ya está encargado de cuidar a un nuevo chico que ingresó hace unos días. “Tengo que cuidarlo para que no se tiente. Para que no consuma, no tome”, dice arrinconando en su boca un chicle más parecido a un papel mojado. “Y por las chicas también”, agrega medio en broma.

Uno de los medios por los que el hogar se sostiene es la venta de productos panificados. Las bandejitasde alfajorcitos tienen un papelito donde puede leerse ‘Hogar Esperanza de Vida, ayuda al Necesitado’. Más abajo, cerca de dos palomas diminutas, enfrentadas con las alas extendidas, puede leerse ‘No a la droga’ o, a veces, ‘Jesús Salva’. La sede central funciona en 86 entre 13 y 14. Una cuadra antes está el hogar de niños y mujeres. La institución no depende del gobierno, sino que pertenece a una personería jurídica.El hogar, estrictamente cristiano evangélico, se inauguró en 1996 y cuenta con sedes en otras provincias como Chaco, Rosario, Corrientes,Entre Ríos y Córdoba, etcétera. En 2010 recibió una denuncia por el encierro forzoso, sometimiento y maltrato físico de un joven de catorce años. Según el diario El Día,el adolescente “habría sido sometido a trabajos forzosos y castigos físicos por parte de los responsables de esa institución, a cargo de pastores evangélicos, que ya había protagonizado un episodio similar un año atrás, esta vez con dos hermanas”.

“El hogar recibe a cualquier persona que quiera cambiar decididamente su vida”, dice Sebastián. Los que se internan no siguen un tratamiento psicológico determinado. Hay dos encargados principales que cumplen ese rol y que, “puestos por Dios”, aconsejan a los chicos ante cualquier situación. Los encargados también salen a trabajar. Se turnan por semanas para que uno acompañe al grupo.

La avenida 7 es el lugar ideal para vender. Está plagada de paradas de colectivos, alineadas una junto a la otra. Es un lugar céntrico, donde nunca va a faltar gente. Actualmente, son quince los ‘canasteros’ que abarcan la zona de 7 y 44 hasta 7 y 55. Sebastiánrecorre ese tramo y da la vuelta por diagonal 80 hasta la Plaza San Martín. Dos veces. En el turno de la tarde, a las 15, algunos van a la plaza central Moreno.Si tienen que ir al baño, usan el de la estación de servicio Shell de 7 y 45.

En esas diez cuadras de la avenida 7, los chicos parecen conocer a todos. A los vendedores ambulantes, a los revisteros, al tipo que duerme al lado del supermercado Carrefour, hasta a algunos oficiales de policía.“Acá nos conocen casi todos. Y eso hace que se venda un montón, porque a la gente le gusta lo que hacemos”, insiste.La tarea de la panadería está dividida: los chicos hacen los bizcochos mientras que las mujeres del hogar se encargan de los alfajorcitos y galletitas.

Los sábados trabajan hasta el mediodía. El resto del fin de semana “la pasamos en familia”. Cocinan, limpian el hogar, lavan la ropa, miran películas por la tele, “leemos la biblia, escuchamos alabanzas”. Oran, rezan. Lo dice como si fuera algo que hicieran todo el tiempo.Son alrededor de 15 viviendo en tres piezas grandes. Según Sebastián, el grupo en general se lleva bien pero “a veces hay roces, no nos hablamos, uno se levanta mal, o le hace una broma a otro que no le gusta…”. Justamente él está sancionado por pegarle ‘un chirlo’ a un compañero. “Fue jodiendo, pero eso está prohibido en el Hogar”. Ahora tiene que lavar platos por cuatro días. “Y bueno, tengo que cumplir, y hacerlo calladamente”.

Sebastián se para en 7 y 51, apoya el canasto en el suelo y comienza a ofrecerles a las personas que pasan, que esperan a cruzar la calle. Son las doce de la mañana. Hora pico. Él no deja de mostrar su sonrisa y sus manos abiertas a la multitud que sigue de largo. “Varias veces nos trataron mal”, cuenta,“pero nosotros agachamos la cabeza y seguimos, eso se lo dejamos para Dios. Muchas veces nos han dicho ‘rajá de acá, dejá de mentir…’, pero nosotros sabemos que estamos haciendo las cosas bien, ayudando para el hogar. Así que no les discutimos”.

Parece ser que es uno de esos días en los que se vende poco. Su entusiasmo se va evaporando con las horas, con el calor. La cesta que no pesaba tanto al comienzo de la jornada ahora parece pesar más. Sebastián se seca la frente, levanta el canasto y sigue caminando.

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