Siempre y cuando puedas pagarla

Marta Trivi
MartaTrivi
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15 min readMar 25, 2019

Me levanté, día uno de enero, tan temprano como siempre. Tan cansada como siempre.

Hice café y me dispuse a entrar en mi despacho, taza en mano, porque tenía mucho que escribir. Laika, la perra de mi novio, de mi exnovio, gorda, torpe y vieja, estaba en la puerta con el rabo entre las piernas y el culo casi tocando el suelo. Se sobresaltó cuando aparecí por el pasillo, dio una vuelta sobre sí misma y volvió a colocarse en la misma posición tan cerca de la puerta que cualquiera diría que podía ver la habitación a través de ella. Cuando fui a acercarme a la puerta la perra se volvió para gruñirme.

Di un paso atrás. Me asusté un poco.

Siempre me han dado miedo los perros. Esta es una de las cosas que no podría haber hecho de otra forma aunque me hubiera parado a pensarlo. Como ya he dicho, tenía muchas cosas que hacer. Me había quedado en casa durante la noche de fin de año para poder levantarme temprano a trabajar. Necesitaba hacerlo. Tenía plazos que cumplir, tenía una agenda a la que ajustarme y no iba a dejar que el capricho repentino de un animal, como yo lo veía en ese momento, cambiara mis planes. En realidad no pensaba que la perra fuera a atacarme. Ella no me gustaba y eso la perra lo sabía pero en general el carácter del bicho siempre había sido manso y noble con todos. Jamás había hecho otra cosa que gruñir un poco si olisqueaba un gato debajo de algún coche cuando la sacábamos a pasear. Aún así no quise enfrentarme a ella, cogerla con firmeza del collar como hacía Javi y llevarla hasta otra habitación. No. No era mi trabajo educarla, tampoco.

Fui a la cocina, dejé la taza y saqué del altillo la aspiradora portátil. Volví al pasillo y se la enseñé. Era su archienemigo. Le daba tanto miedo que habíamos tenido que dejar de usarla. En cuanto me vio con el aparato en la mano la perra comenzó a aullar. Un aullido profundo. Se revolvía indecisa. Me miraba e intentaba huir, esconderse. Entonces miraba la puerta, gruñía.

— Laika, que la enciendo — le dije enseñándole la aspiradora una vez más.

Comenzó a lloriquear. Di un pisotón en el suelo.

— ¡Laika, vete!, ¡vete al cuarto!

No se movió. Encendí la aspiradora. La perra gritó. Gritó de verdad, no es una expresión. Después salió corriendo con el rabo entre las piernas en dirección a mi cuarto. Apagué la aspiradora y la seguí. Quería cerrarle la puerta para que no volviera a molestarme y después llamar a Javi para que viniera a recogerla. Le había dado un plazo, había tenido aquí al animal durante casi un mes completo sólo por generosidad, por intentar hacer la ruptura de forma civilizada y adulta, pero todo eso se había acabado. Hubiera encontrado un piso o no, ese no era ya mi problema. En realidad ya no era problema de nadie. La perra estaba muerta.

No sabía que la policía se presenta cuando muere un animal pero lo hacen. Al menos si alguien los llama, como en este caso. La perra había saltado por la ventana y se había reventado cuatro pisos más abajo. Cinco si contamos el entresuelo. Y todo el mundo quería saber qué había pasado, claro. Los agentes me pidieron los papeles. La cartilla de adopción, vacunación, esas cosas, y yo les dije que no tenía nada de eso, que el perro no era mio. Vino otra patrulla, esta más preparada, con un aparato que leía los microchips, y por fin parecieron aceptar que no era mi perro. Me pidieron que llamara a Javi y mi estómago protestó en mi nombre. Hacía más de dos semanas que no hablábamos más que unas palabras por WhatApp y no, no me apetecía llamarlo ahora para decirle que su Laika se había suicidado.

Les dije a los agentes que no tenía el número o que mi móvil estaba sin batería, no lo recuerdo, y ellos llamaron al número que constaba en el chip. En veinte minutos Javi se presentó y no estaba enfadado, no me gritaba exigiéndome explicaciones. No. Lloraba. Él, que no había echo otra cosa que sentarse con aire melancólico cuando le detectaron el cáncer a su madre. El tío que se había marchado de casa con afligida resignación cuando le dije que la relación se terminaba, estaba allí, en mitad de la calle, casi ahogándose en las lágrimas porque se le había muerto la perra. Valiente hijo de puta.

Total, que había perdido el día. El uno de enero. El día que iba a empezar con más fuerza que nunca, lo gasté peleándome con una perra, hablando con la policía y limpiándole los mocos a un hombre adulto desconsolado por la perdida de su mejor amiga. Cuando volví al piso eran más de las siete de la tarde. Yo soy, a pesar de todo, una de esas personas diurnas, de las que son más productivas en cuanto se levantan. Siempre escribo por las mañanas, como Hemingway o Asimov. Como el puto Stephen King. Pero tenía que acabar el libro. Tendría que haberlo acabado ayer. No había más remedio, me gustara o no, que encerrarme en el despacho y ponerme a trabajar. Y allí estaba, en el pasillo. En el mismo lugar donde todo había empezado aquella mañana de aquel nuevo año y un instinto, algo que si me obligaran localizaría al final de mi garganta, me susurró «no». «No abras la puerta, no seas idiota». Pero la abrí porque uno no puede pasarse el día haciéndole a caso a las diferentes voces que escucha en su cabeza.

Estaba mi despacho tan limpio y ordenado como siempre. Con los estores rojos aún bajados como los dejo todos los días cuando cierro el cuarto a la hora de comer. Mi casa huele a amoniaco. Huele a lejía y a desinfección. Sólo había que no estaba del todo como la dejo siempre. No del todo porque a veces cierro la puerta y me olvido. Me refiero a apagar el ordenador. Y allí estaba, encendido, emitiendo la luz blanca y limpia que proyecta el editor de textos.

Encendí todas las luces del cuarto y me acerqué al ordenador. Pasé, sin mirar, de la ventana del procesador de textos a la del escritorio porque no quería ni ver, ni siquiera de reojo, nada de la mierda que había estado escribiendo estos últimos meses. Me gusta hacer siempre las cosas en el mismo orden. A la misma hora. Soy una persona bastante metódica. Ya era suficientemente raro que estuviera aquí sentada cuando afuera era de noche. Para no variar más aún mi rutina, pese a que me encontraba en una situación crítica, decidí comenzar como si fuera una mañana cualquiera; respondiendo emails.

Esperaba encontrarme en la bandeja de entrada varias felicitaciones automáticas de las muchas páginas en las que me registro pero solo había un email de Cara. Cara mi editora Cara. La Cara con la que me había peleado hacía menos de tres semanas por no haberle mandado el avance de la novela que llevaba varios meses pidiéndome. Sentí el estómago ácido. No quería leerlo. Quería saber lo que decía (¡tenía que saberlo!) pero no lo quería leerlo.

Si Javi aún viviera conmigo le habría pedido que lo leyera él para así no tener que enfrentarme yo misma al lenguaje. Las malas noticias son mejores si te las cuenta una tercera persona. El caso es que yo estaba allí sola. El caso es que ese mensaje tenía que ser leído y era, o bien enfrentarme a él, o hacerlo a mi novela y el mensaje me intimidaba menos. Tuve que leerlo tres veces.

Quizás tu te imaginas qué ponía porque, al fin de cuentas, no te estaría contando esta historia si lo que hubiera pasado no fuera excepcional, pero te prometo que en ese momento no habría habido forma de prepararme para ello. El email era muy breve y en él Cara me felicitaba. Me felicitaba porque la propuesta editorial era excelente y porque los fragmentos que había leído del manuscrito le habían parecido sobresalientes. Me mandaría sus sugerencias la semana que viene cuando se pusiera al día. Cuando se pusiera al día con la novela que yo no había escrito.

Como no quería mirar el editor de texto me levanté a mirar por la ventana. Estaba muy nerviosa. Habían echado arena en las manchas de sangre de Laika y ahora el viento la secaba y la arrastraba. Nadie salía a pasear esa noche porque era la primera noche del año y la gente se quedaba en casa con la resaca. Fui la cocina, me hice un sandwich y un té y me senté a comer en la mesa.

No podía apartar la mirada de la puerta abierta en mitad del pasillo y me levanté a cerrarla para intentar cenar a gusto. Imaginé al fantasma de Laika gruñendo y aceleré el paso para hacerlo con rapidez. De vuelta en la mesa intentaba engañarme a mi misma, y lo estaba consiguiendo. Me decía que quizás la había escrito en una de esas noches sin dormir que se presentaban con tanta frecuencia últimamente. Me decía que, a pesar de no ser consciente de las lagunas en mi memoria, podía haberlas. Podía haber lagunas en las cuales yo habría escrito una novela. Una buena novela ni más ni menos. Pudiera ser que en realidad, mientras yo recordaba haber pasado toda la noche despierta en la cama, la había pasado en mi despacho dándole a las teclas. Era posible. Era más posible que la alternativa. La alternativa mediante la cuál una novela se había enviado a mi editora de forma mágica. Una novela y una propuesta editorial, no nos olvidemos de eso.

Como ya me había terminado el bocadillo, y no encontraba nada más por hacer, volví al despacho. Antes de mirar la novela entré en la bandeja de enviados del correo. El último era a Cara. Sin asunto, sin texto en el cuerpo, dos archivos adjuntos nov.pdf y propuesta.pdf. Minimizé el navegador y los dos archivos estaban allí en mi escritorio, suspendidos en medio de la vía láctea de mi wallpaper. No podía moverlos, ni clicarlos, ni arrastrarlos. Me sobresaltó el ruido de la impresora poniéndose en funcionamiento. Hacía muchísimo tiempo que no la utilizaba y estaba segura de que no tenía tinta pero allí estaba, sacando página tras página de lo que parecía ser la propuesta editorial mejor redactada que había visto en mi vida.

Me volvía hacía el portátil y, esta vez sí, abrí la pestaña del editor de texto y me enfrenté a su contenido. La novela se llamaba «Los doce pozos». Se llamaba así y aunque no me gustara el título no podía hacer nada para cambiarlo. No se podía modificar nada, era así como era. Había intentado leer el texto, sin mentir, unas cuarenta veces pero era imposible. Era malo. Era pretencioso y hacía que me doliera la cabeza. Cada vez que empezaba a leer, tras llevar a penas unos párrafos, un dolor insoportable se agarraba a mi párpado izquierdo y se extendía de forma gomosa por el resto de mi cabeza. Por suerte se agotaba nada más me apartaba del texto.

Era evidente que a Cara la historia no le producía la misma sensación. La adoraba. Me llamó el martes siguiente para decirme personalmente cuánto le gustaba. Que pensaba «literalmente» que era la mejor historia que iba a publicar en su carrera. Por lo visto no tenía unas aspiraciones muy altas. Me llamaron también de la editorial, otro día, no lo recuerdo, dándome cita para firmar unos contratos. Querían hacerlo cuanto antes y tenerlo todo cerrado. No me importaba demasiado. Me había distanciado de toda aquella situación, y no tener que darle muchas vueltas. Me pasé por el edificio, firme todo lo que me pusieron por delante (al fin y al cabo no tenía nada que perder) y tras una infinidad de felicitaciones y apretones de manos me fui a mi casa y cerré la puerta con llave. No quería salir a la calle. No quería salir nunca más. Cuando estaba fuera de la casa me sentía mal. Sentía nauseas y me dolían los músculos como si tuviera un resfriado pero en casa me sentía bien. No tenía que hablar a todas horas, no tenía que saludar ni que sonreír.

Escuché un golpe contra el cristal del balcón. Seco. Otro más. No había salido al balcón desde el suicidio de la perra, ni si quiera había abierto las cortinas. Eran pájaros. Ratas. Eran palomas. Dos palomas imbéciles que se habían estrellado contra el cristal corredero. Una de ellas se había roto el cuello y estaba tendida inmóvil en el suelo de madera, la otra por el contrario, agonizaba a su lado. Aleteaba de puro terror salpicando mis cristales de gotitas sanguinolentas.

Doblé el cuerpo y vomité café y pastas en las alfombra. Cuando una segunda oleada quemaba por mi esófago sentí una mano helada apoyada con suavidad en mi espalda. La garganta se me cerró de golpe y el susto me provocó un espasmo que me empujó violentamente contra el cristal en la cara opuesta de las palomas. Entonces vi al Pedigüeño por primera vez.

Es alto, es la persona más alta que he visto en mi vida y eso que va encorvado. Lleva una camisa blanca y una alegre corbata a rayas. Pantalón de traje negro, brillantes zapatos del mismo color. Es su cara lo que está fuera de lo normal. Es pálido. Es pálido porque está muerto. Tiene una cicatriz amoratada que va desde la frente hasta el labio superior pásandole por la cuenca vacía del ojo izquierdo. Sí que tiene ojo derecho pero este no ve. El ojo ciego mira relajado hacía arriba y sólo es posible ver la parte inferior de su iris marrón. El pedigüeño no habla, lo que tu y yo entendemos por hablar, quiero decir. Sea como sea tú sabes lo que quiere. Yo al menos lo supe en ese momento. Quería que le pagara. Yo tenía la novela y ahora tenía que pagar por ello. Parecía justo pero no lo era porque yo nunca la había pedido. No podía pretender cobrar por un regalo. Él no entendió mi lógica y levantó su brazo con la palma hacía arriba. Fue ahí cuando le puse el nombre.

Gateé desde el suelo hasta la cama y me levanté lo justo para agarrar mi bolso, dentro del monedero tenía el cheque con el adelanto de la editorial, lo saqué y lo tiré a sus pies. El Pedigüeño lo miró con desprecio. No sonrió pero yo sabía que lo encontraba divertido. Me incliné hacía delante y terminé de vaciar mi estómago, entonces sonó el teléfono. Cuando levanté la cabeza, estaba sola.

Javi vendría a recoger sus cosas pero yo no recordaba exactamente cuándo. Estaba muy alterada cuando hablamos por teléfono. Habían pasado cuatro días desde lo del Pedigüeño. Creo. No es fácil contar los días cuando no puedes dormir. No había salido de mi habitación. O quizás si. Había tenido que comer en algún momento pero yo no lo recordaba. No me había duchado, de eso si estoy segura. Estaba asustada. Estaba a oscuras con las cortinas cerradas porque, aunque parezca increíble la segunda paloma seguía agonizante mientras la primera se descomponía a su lado. Lo sabía porque había mirado.

Quería hablar conmigo misma, quería pensar, pero él no me dejaba. Él podía hablarme directamente en lacabeza.

— Tienes que pagar . — Se limitaba a decirme la mayoría de las veces. Su voz no era de muerto por lo que prefería que nos comunicáramos de esta manera.

— Yo no lo he pedido.

— Tienes que pagar.

Tenía que hacerlo pero no sabía cómo. El teléfono móvil no sonaba porque no había cargado la batería pero yo sabía algunas de las cosas que estaban pasando porque se encendía y se apagaba la radio. La radio se encendía y salían las voces de la gente de la editorial cruzando comentarios sobre la edición de tapa blanda. La radio se apagaba. La radio se encendía y oía a mis amigos hablando preocupados porque hacía tiempo que no nos veíamos. La radio se apagaba. La radio se encendía y la paloma respiraba, respiraba, respiraba… y la radio no se apagaba porque la paloma no se moría nunca.

Llamaron a la puerta y me sorprendí al encontrarme en la cocina. Estaba comiendo una ensalada de legumbres que no recordaba haber hecho. Fui a abrir y no olía mal. Estaba limpia, estaba vestida. Eran Javi y un amigo suyo. No recordaba como se llamaba el amigo y no recordaba si era amigo mio también pero creo que si.

— ¿Te encuentras bien? — su cara mostraba preocupación. Asiento.

— Tengo la gripe. Le hago una señal y pasan al salón donde sus pertenencias estaban en cajas de plástico del Ikea perfectamente cerradas.

— Tienes mala cara.

No contesto.

— Me ha gustado mucho tu libro — dice el amigo.

Me empieza a picar el cuerpo. Me rasco los brazos y los muslos y dejo marcas rojas. El amigo de Javi no les quita ojo. Corro al cuarto y cierro la puerta. Me tiro al suelo porque no me encuentro bien estando de pie. De pie estoy inestable.

Javi y su amigo me preguntan varias cosas desde el otro lado de la puerta pero no puedo entenderlos. Pegan a la puerta y no les contesto. Cogen las cajas y se marchan. Por fin.

Se enciende la radio. Javi y su amigo en el ascensor se ríen de mi. Se reían. Se reían porque era rara, se reían porque era una friki y ¿has visto como se rascaba? La radio siguió encendida. Y ellos hablando, hablando, hablando pero yo estaba bien. Estaba bien. Quizás estaría mejor si pudiera dormir un poco.

Me llegan noticias del libro. Mi primera novela recibe las mejores críticas así que no importa demasiado si las ventas no sin tan altas como esperaban. «Dale tiempo» me dice Cara en un email y yo se lo doy. Todo el que quieran, no me importa.

Me había negado a asistir a eventos promocionales y Cara había usado una foto antigua, de un concurso literario, para la contraportada. La cosa había salido bien. Se había generado publicidad debido a la «excentricidad» de la escritora.

Todo vende.

No había vuelto a escribir. No podía. No hasta que pagara y no sabía como hacerlo. No parecía muy urgente, el pedigüeño había dejado de acosarme. Sólo de vez en cuando escuchaba su voz en mi cabeza y ya me había acostumbrado. Me había desecho de la radio también. Las palomas de la terraza habían desaparecido. Todo había salido bien. Bien, bien, bien.

Había cogido una cuchilla. No sabía como había llegado esa cuchilla a mi casa. No sabía como había llegado esa cuchilla a mi brazo pero había cortado mi antebrazo con delicadeza y sin dolor. Y sangraba, sangraba, sangraba. Estaba bien. El suelo estaba frío y yo estaba fría también. Entonces apareció el pedigüeño por segunda vez. Igual que la vez anterior. Muerto. Me miro sin compasión porque los muertos no tienen sentimientos y se agachó a mi lado. Le crujieron las rodillas al doblarlas a causa del rigor mortis. Cogió mi brazo y, deslizando el dedo por la abertura, produciéndome mucho dolor, cerró mi herida. Porque tenía que pagar. No podía morirme sin hacerlo. Esta vez no estaba asustada.

Miré al balcón donde dos palomas una perra putrefactas se restregaban contra el cristal intentando entrar. Me puse de pie. Me tambaleaba por los días sin andar. También por la pérdida de sangre. Caminaba dándole la espalda al pedigüeño pero tenía todos mis sentidos pendientes de él. De que no se moviera. No lo hizo.

Me vio avanzar hasta la puerta, coger las llaves del coche y abandonar mi piso. Conducía. Era de noche. Las luces azules del salpicadero se enfocaban y desenfocaban.

Se enfocaban y desenfocaban.

También las luces del exterior, en la ciudad. Aproveche un semáforo para mirarme en el espejo retrovisor y me sentí como si no lo hubiera hecho en mucho tiempo. No podía reconocerme. Tenía los ojos hundidos y el pelo grasiento. Tenía los pómulos salientes y los labios secos. Apreté el pie descalzo contra el acelerador. Había puesto la calefacción porque había salido tan sólo con una larga camiseta. Cuando me cansé de conducir paré el coche en el arcén y bajé. Todo estaba nevado. No sabía que era otra vez invierno. Más adelante en la nieve algo brillaba. Rojo. Literalmente brillaba. Eran luces de neón tiradas en la nieve, enchufadas a ninguna parte. «Tienes que pagar».

Me bajé del coche y el frío estimuló mis músculos. Despertó mi corazón. «Tienes que pagar». Por supuesto que tenía que hacerlo. No se puede posponer una deuda por siempre. No se puede. El pedigüeño vino conmigo.

— Es lo que deseabas.

Era lo que deseaba.

Eché a gente de mi lado para conseguirlo. Trabajé duro para conseguirlo. Me sacrifiqué para conseguirlo. Pero hay cosas que una no puede hacer sola. No. Hay cosas para las que se necesita ayuda y la ayuda viene. Al menos siempre y cuando puedas pegarla.

— No es nada malo. Todo el mundo necesita ayuda de vez en cuando — le dije— , y nadie tiene por qué enterarse.

Él asintió. Mu puso una pistola en la mano. Tenía pagar. Al igual que yo quería ser una escritora pero no tenía talento, en la otra parte de la ciudad, Pedro quería deshacerse de su padre pero no tenía agallas. Yo sí. Y la ayuda iba. Porque él había pagado. Me pare en mitad de la carretera y me giré al muerto.

— ¿Es él el que ha escrito mi libro? El Pedigüeño asintió.

No sonrió pero yo sabía que lo encontraba divertido.

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