El origen de la creación

PS Martin
Meditaciones Varias
7 min readFeb 7, 2017
“Cristo de San Juan de la Cruz” Salvador Dalí, 1951

Os contaré un secreto; no es un secreto cualquiera, es un secreto de mago, de esos que no deben decirse a nadie que no lo sea.
Voy a explicaros uno de los aspectos fundamentales de la magia:

Una de las muchas clasificaciones que se pueden hacer de un espectáculo mágico, ya sea una rutina o un efecto, es entre la parte técnica y la presentación. Ambas requieren distintas destrezas en gran medida, pero lo más interesante está en que de las dos solo una esconde la magia.
Mientras que la técnica es simplemente una cuestión mecánica, que cualquiera puede ensayar una y otra vez hasta lograr, la presentación es el verdadero alma de la magia, y si se realiza bien esconde, precisamente, la técnica. De hecho una buena presentación sin nada de técnica puede ser mágica, mientras que una gran técnica carente de la presentación adecuada no es más que un truco.
Esto significa que a veces efectos capaces de dejar boquiabiertos a cientos de espectadores, pueden ser en realidad sencillísimos, mientras que otros mucho más modestos, o que por distintos motivos no resultan tan vistosos, esconden detrás una complejidad técnica abrumadora.

He querido compartir esto con vosotros porque la semana pasada subí a esquiar a los Pirineos y, mientras ascendía montado en el telesilla, observaba el hermoso paisaje nevado que se extendía ante mí. En algunos momentos contemplaba maravillado las enormes montañas, que asistían imponentes y colosales, con el solemne silencio de la creación, a nuestras idas y venidas sobre el manto blanco. También disfrutaba de los remolinos de nieve que arrastraba el viento, o del sol que se dejaba ver tras las nubes, las cuales formaban un mar infinito a lo lejos.
Todo ello me resultaba fascinante, y me sorprendí al advertir — como tantas otras veces—el milagro que se escondía detrás de todo aquello: el contorno de cada montaña que es de una forma, y jamás podría haber sido de otra, porque así había sido pensada y modelada desde el principio, la forma en que la luz se reflejaba sobre la nieve, y el hecho de poder estar allí para disfrutarlo.
Entendí entonces que así era todo nuestro mundo, y que si nos fijábamos en cada pequeña partícula que lo conformaba en cualquier lugar, podíamos descubrir algo de todo aquello en ellas: esa belleza y esa impronta, que nos acompañan en cada instante de nuestras vidas, lo advirtamos o no.

La cosa podía haber quedado ahí, pero entonces, mientras ascendía en un remonte, otro pensamiento se abrió paso en mi mente: toda aquella inmensidad, todo aquel espectáculo majestuoso y que quita el habla, en realidad no era más que un truco barato — entiéndase bien— comparado con la Eucaristía. La creación del universo no era nada, comparada con que un Dios se identificara con su propia creación, se sometiera a ella, y en última instancia transformara, en cada misa, un trozo de pan en su propio ser.
Entonces entendí que Dios era también un poco mago.

Quise seguir adentrándome en este admirable misterio, y valorando lo que sucedía precisamente cada vez que un sacerdote repetía las palabras de Jesús, y entonces comprendí algo más asombroso aún: la creación no solo no había terminado, sino que empezaba precisamente ahí.
La propia Eucaristía está tan íntimamente ligada al misterio de la creación, que es precisamente su momento principal y culminante. Aún más, es su momento original.

«Yo hago nuevas todas las cosas.»

Decimos que en cada misa se repite la muerte de Cristo, pero es tan solo una explicación parcial, una forma de hacerlo un poco más asimilable; en realidad se trata del mismo momento y la misma muerte. Cristo solo ha muerto una vez, está muriendo una vez, y cada celebración de la Eucaristía es esa misma, en el mismo instante, como si de un portal en el tiempo se tratase. El problema es que al estar limitados por nuestra realidad material y condicionados por el tiempo, nos cuesta verlo tal y como es.
Así nosotros vemos los eventos desordenados, pese a su orden cronológico, y nos cuesta relacionar las cosas distanciadas en la línea temporal. Sin embargo, desde una perspectiva divina, el tiempo es irrelevante, y por ello lo importante no es cuándo ocurre algo, sino que ese algo ocurra. Es la diferencia entre el ser y la nada.

Por eso la Redención se extiende en todas las direcciones de nuestra realidad, incluidas las temporales, y renueva y transforma cada elemento desde que existe, dándole sentido. Ese es el misterio de la Cruz: lo que nosotros entendemos como renovar, como un añadido a lo creado, para Dios es parte del propio acto de crear. Toda la realidad depende de ese momento y existe para ese momento.
Así, cada vez que asistimos a una transubstanciación, estamos asistiendo a la creación del mundo. No es ya que sea un milagro superior y mucho más grande y profundo que el de levantar una montaña, o construir un universo, pese a la sencillez del acto (tomar un trozo de pan y repetir unas palabras) y la falta de adornos materiales, es que el propio milagro de llenar los mares y prender las estrellas es tan solo una pequeña parte de ese otro milagro al que asistimos, a veces, sin demasiado interés.

En la película El árbol de la vida hay una secuencia muy hermosa que nos muestra precisamente la creación, y esta secuencia está acertadamente acompañada además por una parte de un réquiem, concretamente el Lacrimosa, una parte que en si misma expresa dolor, y nos recuerda directamente las palabras de San Pablo:

«[…]la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto.»

Así es, igual que una madre se somete al dolor para dar vida a sus hijos, Dios crea el universo para nosotros, como parte de nuestra creación. Con ese dolor que es garantía del amor, y sabiendo lo que supone esa creación: la muerte de su Hijo. Esto nos muestra muy bien la mencionada unión íntima entre ambos eventos, pues, como he dicho, para Él no hay diferencia entre el principio y el fin, entre la Creación y la Cruz.
A su vez la creación, que porta la marca del Creador y con ella canta su gloria y le busca, sufre un “dolor” distinto, pues esta sí está sometida al tiempo, y solo participa de lo pasado. Sabe, intuye, que aún no se ha culminado, hasta que Cristo la toma entera y la transforma y termina de crearla.
Dios nos la entregó a nosotros, y Cristo se la entrega a Él.

Entonces, al ver que el valor de todas las cosas pasaba sin excepción por el momento de la Eucaristía, recordé otra reflexión: las cosas son hermosas porque las miramos.
Nada tiene valor en sí mismo sino el que le da alguien, el dinero solo vale si uno está dispuesto a aceptarlo, y lo que vendemos solo vale lo que alguien esté dispuesto a pagar por ello. El relativismo, base de nuestra realidad física, y de la moral moderna, es absolutamente cierto. Y es importante entender esto, porque de lo contrario solo estaremos manejando una aproximación de la realidad.
Podría parecer que esto es lo mismo que afirmar que nada tiene valor, pero sin embargo esto tampoco es cierto: las cosas son hermosas porque las mira Dios. Las cosas tienen valor porque se lo da Cristo. Del mismo modo que nada puede medirse sin una referencia, Cristo es la referencia de todas las cosas. Y solo eso es lo que confiere un valor absoluto, una belleza objetiva, a cuanto miramos, porque la referencia empleada para medir es absoluta.

Dicho de otra forma, Cristo confiere sentido a todo cuanto existe, y lo hace desde y mediante la Cruz, de forma que cuando miramos el cielo y la tierra, las nubes y las montañas, el mar y sus abismos, las profundidades del espacio con las galaxias y nebulosas y estrellas, cuando contemplamos las criaturas que viven como nosotros, no solo vemos la marca de su Creador en ellas, sino que vemos también la marca de su valor, “compradas” y renovadas con la sangre de Cristo.
Ambas marcas son la misma: la del creador y la del restaurador, la del que muestra, y la del que mira... No en vano son el mismo ser.

Para terminar os dejo un pequeño poema que escribí a modo de resumen:

Camina con pasos lentos
abrazado a cuanto duele,
casi ávido de dolor,
y lo atesora y lo hace suyo,
y lo ama.
Todo ello lo ha cargado sobre sus hombros,
lo amasa, lo transforma:
entonces cobra sentido.

Pero aun queda algo más
porque al fin se alza,
con los brazos extendidos
como queriendo abrazar también
un mundo entero.
Y entero enlaza un universo
hasta los mas lejanos confines,
desde los más pequeños preones.
Con los brazos abiertos
a una vez acoge y ofrece.
Así entrega todo cuanto tiene:
no es más que ese dolor,
que ya no es hórrido ni frío
sino bellísimo y templado.

Te lo entrega a ti:
todo es tuyo.

Entonces cobra sentido.

Todo cambia y se reforma:
las estrellas comienzan a brillar,
se perfilan los montes,
el agua fluye sobre la arena,
las criaturas… ¡viven!

Todo es nuevo;
la realidad entera es reconstruida
en un instante eterno
y cada átomo es pensado,
elegido y emplazado,
con infinito cariño.
Ahora.
Porque ahora es el principio
y no antes.

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