El Regreso de los Jacobinos

«Aquel que no conoce la historia esta condenado a repetirla». Napoleón Bonaparte

PS Martin
Meditaciones Varias
8 min readMar 2, 2017

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La Libertad guiando al pueblo (sobre los cadáveres, añado): Eugène Delacroix, 1830

1789, se origina la Revolución Francesa: pocos esperaban lo que desencadenaría este hecho, ni el terror posterior que arrasaría Francia, para culminar con el imperio de Napoleón. Por ello no extraña el creciente apoyo popular que respalda a los revolucionarios: se juntan el hambre con las ganas de comer, y a los problemas presentes inicialmente llegan distintas voces que logran acaparar la atención popular, y unifican hasta cierto punto el discurso hacia determinadas soluciones. Finalmente todo culmina en un deseo compartido por ¿la mayoría?, y este deseo pasa por la revolución. Todos deben colaborar en ella, todos deben quererla y lucharla: es para todos, salvo para quienes no quieren compartirla. Aquellos que no van con la revolución van contra ella, y deben ser apartados, enmudecidos, eliminados. ¿Quién no está de acuerdo? No hay lugar en Francia para los antirrevolucionarios, sean pacíficos o no. Incluso muchos miembros del bajo clero se unen: hay que estar con la gente, hay que estar con la mayoría. Es mejor ceder un poco que enfrentarse, para evitar desastres mayores.

Piensan muchos que la única forma de salvarse es apoyar la causa, pasar desapercibido. Otros prefieren no pensar: si tantos se rebelan deben de tener razón; lo que proponen es hermoso, y buscan lo mejor para todos.

Liberté, égalité, fraternité
«Libertad, igualdad, fraternidad»

¿Qué puede salir mal con esa premisa? Es comprensible la necesidad de algún sacrificio, y esos son los únicos valores que razonablemente puede seguir alguien, oponerse a ellos de cualquier forma, aunque sea mediante un pretendido diálogo supone insultar a todos los oprimidos.

El veredicto es sencillo: silencio o muerte.

Imponer las ideas revolucionarias se convierte en la única forma posible de progreso, la única forma moral de proceder, la única forma de pensamiento legítima. Solo puede existir una idea, porque todas las demás son opresivas, negativas, insultantes.

Se elimina a los poderosos y todo lo cercano a ellos, porque representa la opresión material.
Se elimina al clero, porque representa la opresión mental.
Se elimina a quienes los defienden, porque desean la opresión.
Se elimina a los creyentes, porque no pueden cambiar sus ideas.
Se elimina a los que piensan que se ha eliminado a demasiada gente.
Se elimina a las facciones que no entienden esta revolución.

Ejecución de Luis XVI

De esa forma nadie oprimirá a nadie, todos serán libres, pues los opresores han desaparecido. Nadie robará el trabajo de los campesinos ni el dinero de los burgueses, nadie les dirá ya lo que tienen que hacer. Entonces todos serán felices.

Pero los Jacobinos aún tienen algo más que decir: aún quedan ideas dañinas entre los revolucionarios, aún hay nuevas ideas que aceptar, pues solo esas tres no bastan para sostener un país feliz y ordenado en ese mismo ideario de libertad, igualdad y fraternidad.

Os toca a vosotros.

Vosotros que les habéis ayudado a llegar hasta ahí, que gritabais “¡revolución!” con todas vuestras fuerzas, con más entusiasmo que nadie. Vosotros que aceptasteis sin dudar el lema que guiaría a la humanidad hacia su propia salvación, no merecéis miramientos. Sois traidores, porque comenzáis a cuestionaros el proceso, porque no estáis en completa sincronía con aquellos que gritaban más alto aún que vosotros, con quienes os enseñaron a ver y os mostraron el futuro, porque no sois los suficientemente revolucionarios. Algunos siempre tuvisteis ciertas reservas, pero todo tenía sentido durante la borrachera de libertad, todo encajaba y resultaba tan sencillo al principio…
Otros esperabais pasar desapercibidos, agachando la cabeza o participando incluso. Recordamos que aconsejabais a vuestros compañeros:

— Oponerse solo complicará las cosas, piensa que es mayor este bien que nuestra voz. Cuando se calme el asunto podremos regresar a la normalidad, tal vez exponer otro discurso.

Gritáis ante la guillotina, confusos y angustiados:

— ¡Yo fui vuestro amigo! ¿Por qué me atacáis?
— Porque habéis dejado de creer.
— ¡Yo jamás me opuse! ¡Me aparté y os dejé libre el camino!
— Pero tampoco aclamasteis este nuevo destino.
— ¡Yo soy Lavoisier! ¡Mirad cuanto hice!
“La República no necesita científicos”.

Ya solo quedan revolucionarios, ahora todo puede funcionar. Los jacobinos han entronado las ideas que todos deben adorar; la opresión ya no existe.

Pero algunos jacobinos resultan ser demasiado jacobinos: hay que eliminar a los jacobinos más jacobinos.
¿Pero por qué a ellos que eran los más puros entre los revolucionarios, los que creyeron ciegamente hasta el final?
Robespierre debe responder: algo no funciona, el caos no se arregla, se ha eliminado a cuantos diluían las grandes ideas de la República, pero también a quienes las encarnaban.

Los jacobinos terminan así de comerse entre ellos: se elimina a Robespierre, que ha traído todo esto, cuyas ideas, las mas revolucionarias de todas, no han cumplido con lo prometido.

Detrás cientos y cientos de miles de muertos, la mayoría ciudadanos de la República, cientos o miles de edificios quemados, patrimonio milenario reducido a polvo, y el terreno abonado para la llegada de Napoleón.
Pero la idea era buena… ¿O no?

Los jacobinos no han desaparecido desde entonces, y han estado presentes en casi todas las revoluciones posteriores. Su forma de actuar siempre fue la misma: primero gritar más fuerte, después tomar las riendas, y por último eliminar a todos cuantos estorben, especialmente a quienes les ayudaron a llegar hasta allí sin ser jacobinos.
Pero el problema no son los jacobinos, que siempre son pocos, sino quienes les permiten actuar, quienes los ignoran, quienes deciden que oponerse a ellos complica más las cosas, y confían en que la situación se calmará sola. Pero los jacobinos nunca se cansan.

La historia no miente: la URSS, la Segunda República Española, el nacionalsocialismo, los nacionalismos españoles, la ideología de género…

En todo ello vemos jacobinos, pero también gente bienintencionada que pretende esperar en terreno neutral, tierra de nadie, dónde esperan no ser importunados y sobrevivir al proceso. Porque oponerse es despertar el odio, ¿no?

Parece que Churchill les responda a todos ellos:

«Os dieron a elegir entre el deshonor o la guerra, elegisteis el deshonor y tendréis la guerra».

Ayer 1 de marzo de 2017, aparecía este autobús. Los responsables, la asociación laica Hazte Oír, dedicada principalmente al activismo político.
Este hecho no ha tardado en despertar la polémica deseada, y ha enfrentado en pocas horas a todos cuantos han sabido de ello en nuestro país. Rara es la conversación en la que hasta hoy no lo hayan mencionado, y cientos de memes han aparecido y circulado, como era de esperar. La repercusión mediática ha sido absoluta.

Sin embargo, no pretendo entrar aquí a valorar lo idóneo de la acción o sus objetivos, ni a discutir el mensaje. Sí el hecho en sí, y la respuesta popular a este, pues una de esas respuestas resuena con especial fuerza, y la gritan los jacobinos, junto a aquellos que creen que pueden gritarla también sin gritar a la vez otras cosas.
La solución, cómo no, es eliminarlo, ilegalizarlo. La excusa: que genera odio.
La realidad es que simplemente molesta. No existe intención de herir, ni el mensaje es un insulto en sí, pero es odiado, porque no es favorable a la revolución. En él no vemos otro mensaje que una simple afirmación: no hay lugar para insultos, no hay falta de respeto, ni imposición, ya que a nadie se le obliga a creer lo escrito.
No es lo mismo llamar a alguien “imbécil” que decirle que no se está de acuerdo con él. Y lo segundo no puede ser considerado como lo primero por mucho que ofenda a nuestro interlocutor.

Al quejarse, no del mensaje, sino de que pueda mostrarse, no entienden el doble sentido de esta pretensión, no comprenden que no se puede exigir retirar este autobús (lícito y legal en formas y mensaje) sin exigir a la vez que se retiren también aquellos que puedan estar pintados de arcoíris. Al final juegan con fuego, porque tarde o temprano los jacobinos, siempre insaciables, se girarán hacia ellos.

Defender la libertad de circulación de este autobús no implica ni remotamente defender al colectivo de HO, ni estar de acuerdo con ni una sola de sus ideas. Defender la posibilidad de que exista este autobús — no al autobús en sí—, mientras su mensaje cumpla la ley, es la única forma de defender la libertad, es una obligación, un imperativo categórico prácticamente.

De lo contrario, si se pretende cierta coherencia de discurso, necesariamente habría que censurar estos otros carteles, contra los que no he oído nada:

O mejor aún, la siguiente campaña, con la que nadie pareció molestarse.

Nadie salvo los católicos, claro, pero eso es irrelevante, porque ellos no aceptan la revolución.
Entiéndase bien, esto no es decir: «Si unos lo hacen los otros también», sino que mientras no se alcancen ciertos límites, que desde luego cualquier persona entiende que no alcanza el autobús naranja, debemos tolerar la expresión de esas ideas.

En definitiva, no podemos valorar si algo debe censurarse únicamente porque hiera sensibilidades: por esa regla pronto no se podría hacer prácticamente nada, ni compartir ninguna idea, porque todas serían susceptibles de herir profundamente a nuestro interlocutor: desde poner en duda sus dotes culinarias a estar demasiado cerca de él en el metro.
El debate no puede destruirse, porque lo contrario se convierte en dictadura, y mientras el debate sea respetuoso, pacifico, bien intencionado y respete la ley, debe permitirse. Ceder un poco en esto, se comprenda o no, implica ceder todos nuestros derechos de expresión.
Tratar de ocultarlo bajo la alfombra, de imponer un régimen bajo el que solo quepan determinadas ideas, aunque permitiera censurar únicamente las ideas equivocadas, tenerle miedo al fin y al cabo al discurso contrario, solo nos guiará a repetir la historia de nuevo, cuando todo se haya olvidado.
Eso no quiere decir que no podamos combatir de la misma forma estas ideas, si es que las consideramos erróneas, y que no podamos protestar ante ellas, pero nunca para evitar que se pronuncien, pues es seguro que así no pueden vencerse, y quedarán dormidas, aplastadas por la presión, hasta que exploten.

Los jacobinos se quejan, porque para ellos solo sus ideas son válidas, solo sus planteamientos correctos, y la razón se suspende para juzgar los contrarios, porque implicaría valorarlos en igualdad de condiciones. Son coherentes en su incoherencia.
Pero los que creen que pueden ceder aquí, sin tener que ceder más adelante, los que piensan que algo tan simple como rezar no resultará nunca polémico, y podrán mantener para siempre sus procesiones (religiosas o no) libremente, porque “no molestan a nadie”… Quienes equiparan el mensaje a los mensajeros, quienes no pueden defender la libertad frente a los jacobinos, porque creen que es lo mismo defender la expresión de una idea que defender a la idea en sí, o simplemente no se atreven a alzar su voz, les espera al final del patíbulo, resplandeciente e impasible, la hoja de la guillotina.

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