La Gorda

La Gorda

Francisco Quintero
Medium Colombia
Published in
5 min readAug 4, 2014

--

Todo parecía indicar que seria otro de esos días cansinos, en el que el efecto del calor entumece el cerebro y ralentiza los pensamientos. Huirle al sudor era menester de cada ser humano, o por lo menos eso era lo que pensaba mientras mi cabeza se cocinaba bajo los 36 espantosos grados del caliente sol.

Me desperece de mi acostumbrada siesta de medio día, de la que—por lo general—despierto a las 2 menos 10, revelando los prominentes gorditos por los que todos nos lamentamos todos los días, y que la desidia había ido alimentando.

Con ese disimulo mal disimulado, me bajé la blusa y me prometí a mi misma por enésima vez que el lunes empezaba la dieta.

Me dispuse entonces a retomar las súper interesantísimas e increíblemente excitantes labores propias de mi trabajo, cuando un extraño presentimiento se apoderó de mi tranquilidad.

Con las ya pasadas experiencias en las que otros sentimientos de incertidumbre eran satisfechos con desagradables sucesos, busqué refugio en ya no sé cuantas cargas de mate, con la esperanza de apaciguar la sensación familiarmente fea que me da en el estómago cuando algo realmente malo está por pasar.

Así trabaje parte de la tarde, cuando un par de horas antes de terminar mi labor del día, llegó uno de esos “es pa ayer” que bien conocido es entre cualquier empleado raso. En un primer momento pensé que este era el motivo de mis cavilaciones, pero un sorbo de mate caliente me devolvió a mi inicial inquietud.

Por fin salí, y la brisita fresca de la noche vino a parar en mi cara en la forma de un escupitajo de motor. Tosi exageradamente para que el chofer de la camioneta polarizada se sintiera culpable, pero como ya deben saber eso jamás pasa. Luego de algunas cuadras, mis tenis viejos me ponían en la estación donde espero el obligado transporte que me lleva a casa. Aquí el frío en el estómago agarró fuerza.

La fila era larga, así que con mi mejor cara de ciudadana de metrópoli, me dispuse a seguir leyendo un libro que tengo reservado para los viajes en bus—eres mejor que todos estos iletrados que no dan la silla, y que escuchan vallenato y reggueton sin audífonos en el bus, sin cultura ciudadana. Tú vas leyendo, siéntete importante—eso me gritaba el subconsciente clasista que en mayor o menor grado todos tenemos—, y como obra de la providencia, el karma me pegó una cachetada. Cinco metros detrás de mi, un tipo con pinta de albañil acercaba su celular a la oreja al son de Diomedes Diaz, a todo lo que podía dar ese infinitesimal parlante que, aunque lejos, taladraba mi cabeza. Mi nemesis, mi enemigo número 1. El que me ha despertado incontables domingos a las 7 de la mañana: Diomedes Diaz.

No me dejaría apabullar otra vez por su voz chillona y su misoginia, así que encaje lo más que pude los audífonos en mis oídos y empezó a sonar ya no recuerdo qué, pero cualquier cosa era alivio a tan paupérrimo concierto.
La fila avanzó y delante de mi solo quedaba una persona a la que en un primer momento ni siquiera miré, pero sí oli. Y vaya cómo lo hice.

La señora, proveniente de alguna de las incontables oficinas de la ciudad traía consigo un olor tan dulce como nauseabundo. No podría describirlo exactamente. Seguramente se roció la ropa con esa infernal fragancia antes de salir del trabajo, porque francamente creo imposible que haya pasado todo el día apestando de esa manera y nadie la hubiera matado ya.

Fue horrible, irritante. En menos de 2 minutos ya un dolor de cabeza asesino acababa por completar la patética escena en la que me encontraba, tratando de cubrir mi indignada nariz con la blusa, el maletín, lo que fuera.
Solo entonces, cuando el desespero por la situación incómoda empezaba a pasarme factura, los vi.

Por mi derecha, desfiló un señor de apariencia provinciana, mochila y sombrero vueltiao encima, cargando una bolsa negra que parecía pesar. Al principio me indignó la falta de civismo del personaje, al fin y al cabo yo ya había sufrido 20 minutos de fila, y como es común, no falta el que viene de último y se cuela de primero; pero luego, salida de la nada, llegó la razón de mi preocupación de toda la tarde, ¡lo supe al instante!

Detrás del viejo del sombrero se situó esa señora chaparra, despeinada y voluminosa que me dio mala espina. Pensé en los distintos escenarios: podría taponar la puerta, el pasillo, podria quedar sentada a su lado e ir incomoda porque ella ocuparia una silla y media… Las posibilidades eran infinitas.

Mi instinto de supervivencia, que esta vez estaba enfocado en procurarme una silla para el camino de regreso a casa, me detuvo el avance cuando el bus abrió sus puertas frente a la fila, todo para que la señora gorda, el viejo del sombrero y la apestosa(no puedo olvidarme de ella) pasaran primero y evitarme imprevistos, aún cuando eso significara otros 10 minutos de espera.

La olorosa no se movió, pero la señora gorda y el viejito entraron.

Creía que mi victoria estaba asegurada, pero mi mundo se vino abajo cuando no más entrar, los veo darse media vuelta y volver a su puesto. No lo podía creer.

Llegó otro bus, que en su lenta aproximación me puso más nerviosa que aliviada, y me hizo rogarle al universo que por favor, mis poco deseados vecinos no se subieran tampoco.

Desde luego, eso no sucedió y en el truculento ingreso al bus, Localicé mi silla objetivo y me olvidé por un momento de mi escolta, que, una vez haberme sentado, rastree con la mirada. El baldazo de agua fría no se hizo esperar. La posición de la olorosa me la reveló mi propia nariz, que instantáneamente se retorció avisandome que se encontraba en la silla de mi izquierda. En parte me sentí aliviada por no quedar aplastada contra la ventana, pues la señora gorda y el viejo se sentaron en las sillas delante de mi, pero una vez arrancó el bus, no supe si sentirme peor o qué.

De la prominente humanidad de la señora que llevaba adelante, empezó a brotar un olor tanto más nauseabundo que el de mi compañera de asiento. Apestaba a sudor. Sudor asoleado, sudor de gordo, ese sudor pegajoso que se queda en la piel y solo la lejía puede quitar.

No sabía a ciencia cierta si era esto real, así que disimuladamente deslice el dedo índice de cada mano bajo mis axilas. debía comprobar si era yo, tal vez si este sufrimiento era auto provocado podría encontrar alivio. Como era de esperar, yo no era…

Deseé arrancarle del bolso la botella de pachulin a la olorosa y derramarlo frenéticamente sobre la gorda, deseé que entrara algún agente de la policía ambiental y la arrastrara fuera del bus, Deseé correr, huir, y cada vez que el bus se acercaba a una estación rogaba al cielo que la gorda se bajara, mientras trataba de controlar las arcadas.
Cuando de verdad pensé que no podía ser peor, ví a la señora reir a sonoras carcajadas con el viejo del sombrero. En mi transtornada cabeza, creía que se burlaban de mi y mi nariz, hasta que escuche la sentencia mortal. Un peo.

¡Se le salió un peo!

Escrito por Daniela Brache

--

--