Viernes 3 pm.

Sam Roddy
Historias en español
5 min readFeb 27, 2014

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Los viernes por la tarde es el momento de la semana que más espero. Sé que no estoy diciendo ninguna genialidad, gran parte del mundo occidental tiene la misma percepción del viernes por la tarde, unos por dejar de ser devorados por un sistema que les ahoga, y otros para disfrutar haciendo el nudo. Mi caso no es ninguno de los dos, los viernes por la tarde es el momento de la semana en el que dejo de ser quién soy para ser alguien un poco más interesante.

Llevo una vida bastante rutinaria, y me gusta, me siento cómodo, cómo todos. Por mucho que reneguemos de no tener rutina, ella está ahí, implacable, en cada momento, todos los días, a cada hora. Pero los viernes por la tarde, dejo mi traje de semana colgado en una percha valet que compró mi abuelo en un mercadillo en los años ‘40 y me calzo el desaliñado, arrugado y húmedo estereotipo del escritor atormentado, adicto a los calmantes, al sexo casual y a los comentarios sarcásticos. Este disfraz me es tan extraño como el hecho de escribir. Pero es esa extraña sensación de caminar en los zapatos de mi antítesis que lo hace divertido, creativo y excitante.

Mi “alter ego” escritor, no va por ahí disfrazado como un idiota tratando de mejorar la vida de los demás mientras la suya de derrumba a cada paso. Mi “alter ego” es muy ego y sólo trata de compensar un poco mi otra vida, de hacerla menos chata y monótona, aunque, al igual que la del joven maravilla, se cae a pedazos por muchas historias fantásticas que escriba o fantasías de dandy que pretenda vivir. Es ésta la responsabilidad que tengo como escritor y es por eso que los viernes por la tarde son tan especiales. Son tardes llenas de incertidumbre, nunca sé que voy a hacer. Como escritor soy tan impredecible que durante la semana me seduce la idea de no tener la más puta idea de que haré el viernes. Lo que sí sé, es que tomaré las calles y me dejaré llevar, buscando una cara, un gesto o un andar que me haga perder en sus curvas.

Una vez enfundado y listo para salir al ruedo, me doy cuenta que la medicina que me mantiene en un estado lineal y sin sobresaltos, se me había acabado. Rebusqué con movimientos bruscos y algo nerviosos entre varios papeles, hasta encontrar la nueva receta y entonces decidí que mi otro yo haría su incursión aventurada hasta la farmacia más cercana, en pos de un ejercicio para cimentar el carácter excéntrico, seductor y adictivo de mi otro yo. Durante los siguientes 400 metros que separan mi cueva de la farmacia de turno, fui ensayando mental y físicamente, posturas, andares, miradas, comentarios sarcásticos, insinuaciones y un sinfín de diálogos que sólo existían en mi cabeza. Tenía que tenerlo todo estudiado y preparado para no caer en la trampa de olvidar quién no soy y no responder como quién soy realmente.

A 100 metros de llegar y antes de cruzar la calle, estaba absolutamente convencido de quién era y a causa de mi nuevo andar, recto, seguro y con la vista al frente, empezaban a dolerme las cervicales acostumbradas a tener una posición natural encorvada por la vergüenza que me da mirar al frente. Antes de lamentarlo, decidí parar un segundo detrás de un árbol para respirar profundo un par de veces y esperar que lo mareos y las náuseas pasaran más rápido de lo que yo podía andar. Ahora sí, una vez repuesto, seguí mi camino seguro de tener la situación controlada.
Tenía todo calculado, cómo entrar, en qué momento sacar la receta, a quién dirigirme y fundamentalmente, mirar a los ojos, directamente, sin escapatoria y sin lugar a dudas. Antes de llegar a la esquina, podía ver el reflejo luminoso de la cruz verde en el brillo de los autos. Doblé la esquina y antes de cruzar la calle, me detuve justo enfrente de la puerta de entrada a la farmacia. El reflejo del cartel y mi mirada implacable cruzaron destellos. Dentro la iluminación era plena, blanca y uniforme. Al final de un gran pasillo, con todo tipo de productos ajenos a los fármacos, pude verla. Al menos eso creí, mi “alter ego” no usa gafas y por más que quiera disimularlo, mi astigmatismo es mucho más fuerte que mi voluntad. Decidido, crucé la calle, subí a la otra acera y me encaré con la puerta corrediza.

A medida que me acercaba y muy cerca de la puerta, pude asegurarme que ella era tan impactante como podía imaginarla, con ese singular atractivo que tienen las mujeres con gafas y bata blanca, esperando sola sin poder vislumbrar mi llegada y cómo cambiaría su día. Sólo me queda un escalón y la puerta corrediza es lo único que me separa de mi debut, de mi gran estreno, de aquello por lo que esperé toda una semana. [...]

A punto de estrellarme por la negativa de la puerta a abrirse, decido parar en seco. Miro hacia el detector de movimientos sobre mi cabeza y doy un paso para atrás y otro hacia adelante. Nada. El detector no me registra. La pequeña luz de LED que tendría que iluminarse al detectar algún tipo de movimiento, no hace acto de presencia. Levanté los brazos. Ninguna reacción. No quiero golpear la puerta porque eso no es digno de mí, bueno yo sí lo haría, pero no mi “alter ego”. Ella, a unos ocho metros de la entrada, todavía no me vió, pero supuse que no tardaría mucho en levantar la mirada. Así que decidí esperar, quieto, con la actitud corporal de alguien que recién llega. Unos segundos después, lo hizo. Miró, dibujé una leve sonrisa cómplice, y ella volvió a bajar la mirada. ¿No me vió? No puede ser. Estoy parado solo, como un imbécil en medio de la puerta de cristal de dos hojas y ¿no me vió?. Levanto la cabeza buscando una última oportunidad con el detector y nada.

Bajé la cabeza y pude sentir como las cervicales volvían a su posición natural. Encorvado, con taquicardia y frustrado, todo el sistema volvió a su estado natural. En ese momento la puta puerta se abrió.

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Sam Roddy
Historias en español

El sarcasmo es la mejor cara de una verdad de mierda