1995. Faith No More: King for a Day…Fool for a Lifetime
Por Marcel Lueiro
En 1995 casi me estrello a 140 km/h contra el muro que hasta entonces separaba mi mundo de inocencia de ese otro que comenzaba a delinear la vida adulta. Me había quedado sin cupo para entrar a la universidad y, poco después, como parte de la misma estela trágica, en el verano llegó a casa la temida cita del servicio militar. Llamado 32 ½. Dos años en filas. Destino: Marina de Guerra Revolucionaria. Ante ese panorama, por muy adolescente que suene ahora, la única compañía real fue el rock and roll. Estaban la familia y los amigos pero, sobre todo, la ilusión de buscar nueva música, la ilusión de conectar mi caótico universo privado, de poner un poco de orden a los sentimientos, con la música.
Recuerdo muy bien las circunstancias en que por esos días llegó hasta mí una copia de King for a Day… Fool for a Lifetime (1995, Slash Records). Faith No More venía de publicar tres años antes su Angel Dust (1992), una pequeña sinfonía compacta y oscura que era como el trasfondo oculto de esa hermosa garza blanca que mostraba su portada. En ese tiempo yo buscaba y buscaba música por toda la ciudad. Alternaba entre el metal extremo de Napalm Death, el gótico pop de Type O Negative, algo de punk y trash californianos y, paradójicamente, la nueva música alternativa de Seattle, más Pearl Jam que Nirvana, más Alice in Chains que Soundgarden. Nada de música cubana que no fuera rock, nada de jazz todavía, ni de fusión, ni de hip-hop, ni de electrónica, ni de cualquier otra cosa, a lo sumo la cautivadora Sinfonía VI de Mahler, que me parecía un lúgubre y hermoso preludio del heavy metal; o algo de Frank Zappa, a quien llegué por su influencia evidente en Primus, uno de esos grupos maravillosos de los noventa que al día de hoy conserva su personal universo de sarcasmo (y pasteles anti-pop).
Trataba simplemente de respirar música y, como todos los frikis en aquel entonces, me enfrascaba ferozmente en insulsas discusiones sobre si underground o comercial, si en español o en inglés, si voces normales o rugidos guturales. Me encontraba en un momento donde inconscientemente me debatía entre el fundamentalismo musical o la libertad del placer que solo da la música. Era una cuestión realmente existencial. Mis amigos y yo vivíamos en el rock and roll, avenidas y avenidas nocturnas de sonido, iluminadas con ron de fabricación casera y poco más.
En 1995 las redes sociales en La Habana eran los teléfonos rojos de discado, el boca a boca, los mensajes de “todo el mundo esta noche pa’l Patio de María y mañana pa’ la peña del Café Cantante”. Y, en medio de aquello, llegó esa portada tan especial, en la que un perro excitado, un siniestro policía y un vagón de metro (que a mí siempre se me insinuó neoyorkino) llevaban la estética del metal alternativo a otro nivel. Recuerdo una discusión con uno de los demonios gurús de la escena habanera, para quien los músicos de Faith No More eran una vergüenza, unos vendidos comerciales que hasta hacen bossa nova. Pero yo me mantuve fuertecito. Aquello era una obra de arte en forma de disco. Estamos en la época en la que la gente todavía escucha discos a la manera de Aristóteles: con inicio, trama y desenlace; y supongo que fue demasiado para las cabezas mono de buena parte de los metaleros habaneros de entonces. Si en Angel Dust Faith No More intentaba concentrar sus ideas en torno a un sonido grisáceo y compacto guiado por la sección rítmica de Billy Gould y Mike Bordin (con destellos de luminosidad en la grandiosa «A Midlife Crisis»), en King for a day… Fool for a Lifetime ponderaron su necesidad expresiva como músicos versátiles y dotados que van más allá de cualquier etiqueta.
Visto en la perspectiva que dan los años, Mike Patton terminó convirtiéndose en uno de los cantantes más completos de la música popular contemporánea. Un Marlon Brando de la voz, cuya vasta obra de tres décadas colecciona extremos tan curiosos como su colaboración para el Medúlla (2004) de Björk o Mondo Cane (2010), el álbum donde interpreta temas románticos italianos de los años cincuenta y sesenta, junto a una orquesta de más de 60 músicos. O sea, esos destellos futuristas ya estaban en este disco de 57 minutos que juega a someter la diversidad en medio del caos. La rabia de «Get Out», la teatralidad psicodélica de «Ricochet», la belleza (¿acaso hay una línea de bajo más hermosa que la de «Evidence» en los noventa?), la acidez lírica de Patton en «The Gentle Art of Making Enemies», la reverberación jazzística, el sonido soul y de baile de salón en «Start AD», la violencia de los constantes cambios de registros en «Cuckoo for Caca» (donde Patton canta y grita como nadie), la bossa nova oscura e in crescendo de «Caralho Voador», el performance de «Ugly in the Morning», la actitud punk de «Digging the Grave», la balada decadente de «Take this Bottle», la altitud rítmica, los adornos de los teclados de Roddy Bottum, la guitarra de Trey Spruance y Jon Hudson en «King for a Day», el desafío hardcore con humor negro en «What a Day», la épica perdedora de «The Last to Know» y la candidez redentora de «Just a Man», donde la banda suena como un Elvis en fase terminal y rodeado de ángeles.
A 25 años de distancia ya no lo escucho con la misma frecuencia, solo muy de vez en vez, como una especie de ritual o despojo necesario. Pero puedo asegurar que, si hoy no existen barreras para mis sentimientos en torno a la música, lo debo en buena medida a este disco. A la altura del catártico 2020 su ecléctico espíritu me sigue defendiendo en la vida. Y enseñando.